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Chile y su propuesta de constitución política

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Por José Emilio Ortega y Santiago Espósito (*)

“Nosotras y nosotros, el pueblo de Chile, conformado por diversas naciones, nos otorgamos libremente esta Constitución, acordada en un proceso participativo, paritario y democrático”.

Así comienza el texto aprobado en Chile por una convención elegida popularmente durante los días 15 y 16 de mayo de 2021 y constituida el 4 de julio de ese año.

El 25 octubre de 2020 la ciudadanía chilena apoyó su convocatoria y composición, con el 78% de apoyo popular. Contó con 154 integrantes y su tiempo de trabajo se estableció entre nueve meses a un año. La constitución fue entregada al presidente Gabriel Boric el pasado 4 de julio.

Mientras ya inició la campaña que desembocará en un nuevo plebiscito el 4 de septiembre, el texto alcanzó estatura de best seller. Su edición rústica se vende como pan caliente.

El Estado dispuso la publicación de ejemplares de distribución gratuita. Todos quieren tener el libro en la mano e informarse, cuando todavía 30% de los chilenos, según las encuestas preliminares, se encuentra indeciso frente al acto que determinará la aprobación o rechazo del texto.

Las 24 palabras del preámbulo, novedad para los habitualmente rocambolescos introitos constitucionales, son una adecuada tarjeta de presentación del texto, que necesitó sin embargo 388 artículos y 57 disposiciones complementarias para desarrollarse.

Para algunos es una reacción, para otros una antítesis dialéctica de una historia que empezó a escribirse aún antes del 11 de septiembre de 1973, cuando una asonada militar derrocó y asesinó al presidente socialista Salvador “Chicho” Allende, aquel que había introducido una agenda reformista en un contexto de profundos giros y contragiros en el continente (finales de los 60 y tempranos 70) cuyo hito probablemente sea la nacionalización de la producción del cobre, nunca modificada.

Augusto Pinochet, el militar que encabezó aquel golpe y el mismo que fastidiaba a “Chicho” por sus manías aduladoras, se dio a sí mismo un marco de facto que suspendió garantías constitucionales, al estilo de lo que hicieron varias dictaduras latinoamericanas (como la argentina de 1976) hasta que finalmente una comisión designada por él acuñó un texto constitucional aprobado por un dudoso plebiscito en 1980.

Esa constitución mantuvo vigencia aún después del plebiscito de 1988 que determinó el fin de la dictadura y la asunción, en 1990, de un gobierno democrático. El marco de esa constitución permitió la “retirada en orden” (es decir, sin revisión) planteada por Pinochet para la transición democrática, manteniendo la influencia del ex militar aún como expresidente; y creando una banca vitalicia en el Senado (a la que renunció por presiones internacionales poco antes de morir en 2006).

El establishment (en el que inveteradamente confluyen profundos intereses económicos y políticos) aceptó las reglas. Un lifting a la carta magna en la presidencia Lagos (2005) autoconformó a la clase gobernante, que sólo se permitió algunos cambios de signo partidario entre la conducción con el correr de las gestiones, mientras se cocinaba a un fuego no tan lento el malestar popular.

Es que persistían en esa configuración visiones de país irritantes para la ciudadanía de a pie, en las que el rechazo a ciertas y palpables injusticias, particularmente frente a las políticas redistributivas y en relación con la provisión de bienes y servicios públicos esenciales, fue ganando preponderancia frente al tradicional orden propuesto como norte por las elites chilenas.

Así planteada la tensión, hubo picos relevantes de protesta social tanto en la primera como en la segunda década del siglo en curso, alcanzando durante 2019 su punto crítico con una revuelta extendida a lo largo y a lo ancho del país, nacida del reclamo, en Santiago, por el aumento de precio del metro.

Murieron al menos 18 personas durante las protestas, violentamente reprimidas (más de 5000 detenidos); recordemos el infeliz “estamos en guerra” declarado por el presidente Piñera, quien debió pedir perdón en nombre del Estado por su accionar y anunciar reformas para descomprimir la situación. 

Allí nació el proceso constituyente aún en curso, cuyas palabras principales -“apruebo” o “rechazo”- se mantuvieron tras el plebiscito inicial, como distintivos de la actitud política (conservadora o reformista), mechándose en la conformación de las bancadas de la convención y en la identificación de la oferta electoral posterior, en la novedosa coalición “Apruebo dignidad”, liderada luego de las elecciones primarias por Boric (surgido de las revueltas estudiantiles de inicios de la década pasada), a la postre y luego de un balotaje, presidente del país, contando con un amplio y diverso gabinete que innegablemente lidera.

El texto da muestras de esa heterodoxia. Una revisión histórica que admite la plurinacionalidad, de incierta proyección (según detractores).

Una visión regionalista que reconoce autonomía en las unidades que integran el todo, para algunos federal y para otros similar al camino español: en cualquier caso una modificación sustancial del clásico unitarismo chileno (que abre incógnitas para los escépticos).

Un minucioso catálogo (señalado como reglamentarista) de derechos para la ciudadanía y correspondientes obligaciones para el Estado, cuya ejecución insumirá, de acuerdo con recientes estudios, entre 25.000 millones y 40.000 millones de dólares (9,9 a 14,2% del PBI), sin que estos cambios lleven las prestaciones más allá de la media de los de la  Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). Muchos se preguntan cómo el país organizará sus presupuestos. Otros, sinceramente necesitan que eso pase.

Orgánicamente, se configura un presidencialismo atenuado, frente un Poder Legislativo sin Senado (reemplazado por una Cámara de las Regiones de competencias acotadas), tomando centralidad el Congreso de Diputadas y Diputados con iniciativa en temáticas reservadas históricamente a los Ejecutivos, que podría oficiar en muchas materias como “unicameral”. Completa la tríada un “servicio judicial” con cabeza en una Corte Suprema que deberá renovar su estilo. En materia electoral, se organiza un servicio autónomo.

El oficialismo, apropiado del proyecto, arranca abajo en intención de voto para el plebiscito. Defenderá su carácter de herramienta de transformación, apuntando al costado social: salud, previsión, educación, vivienda; a la plurinacionalidad y la transformación ecológica. La oposición apelará a su núcleo duro de poder, el económico, para señalar los riesgos de salir del cauce histórico.

De no aprobarse, hay acuerdo en que debe avanzarse a un nuevo texto. Como ha señalado  la propia clase política que la defendió a ultranza, la Constitución Política de 1980 está definitivamente muerta.


(*) Docentes de la Universidad Nacional de Córdoba

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