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Celos mortales

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Un Otelo a la cordobesa. El drama pasional de finales del año 1870 que conmovería toda una ciudad.

Por Luis R. Carranza Torres

Ea terminado la jornada de aquel 13 de diciembre de 1870 en esa Córdoba, mitad ciudad y mitad pueblo, de fines del siglo XIX.

Por la calle Constitución (actual Rosario de Santa Fe) camina, entre las penumbras de la noche, el conocido comerciante don Zenón de La Rosa. Viene y va, va y viene por dicha calle en las inmediaciones del Hospital San Roque. Pasa y repasa con su mirada la vista de esa casa, en donde ahora se domicilia doña Rosario Ortiz, su esposa.

Como nos cuenta Víctor Ramés en su artículo Ecos de la última descarga: “La Rosa era un hombre  perturbado, posesivo, celoso. Más aún: irascible, violento, causante de incidentes familiares que requirieron a cierta altura la intervención de la policía. Su esposa logra (¡era 1870!) luego de los maltratos y agresiones violentas, dejar al marido e irse a vivir a casa de una familia de mucho apego”.

Y como dijo el dramaturgo Jacinto Benavente: “El que es celoso, no es nunca celoso por lo que ve; con lo que se imagina basta”. Tal era el caso del comerciante que merodeaba la zona en esa noche.

Nazario Sánchez, en su artículo sobre el tema titulado El último fusilamiento que hubo en Córdoba, aparecido en la edición del diario Los Principios del jueves 29 de abril de 1926, corrobora el punto, expresando que tales celos “en el sentir de la opinión pública eran una obsesión puramente visionaria, sin fundamento alguno contra la esposa, dama insospechable”.

Para ese entonces, las desavenencias en el matrimonio, en esa Córdoba chica, eran del dominio público. Y la opinión mayoritaria era a favor de doña Rosario, como puede entreverse de la crónica. Por eso mismo, cuando como consecuencia de esa “satánica turbación” de La Rosa, cuando los esposos debieron separarse “después de graves incidentes domésticos que algunas veces demandaron la intervención de guardianes del orden”, a casi nadie le pareció mal que “la señora de La Rosa fuera a vivir acompañada por su hijo de crianza, el joven Alberto Ortiz”, al domicilio de éste en la calle Constitución, donde también residían sus hermanas.

Y es en tal solar que, cerca de la medianoche de aquel día, La Rosa golpea la puerta de calle, solicitándole al joven que le abre conversar unas palabras con su esposa. Llegado el pedido al dueño de la casa, por notarlo en calma éste le permite tener esa conversación. Pero al entrevistarse con su esposa y conforme pasa el tiempo de charla, Zenón gana en nerviosismo e ira y sus palabras van ganando intensidad, en medio de diversos reproches. Doña Rosario intenta, en vano, apaciguarlo.

Como diría el escritor Gasparo Gozzi, “los celos son una ceguera que arruina los corazones; quejarse y querellarse no representa signos de afecto sino de locura y malestar”. Tal como luego analizaría la psiquiatría moderna, cuando se habla de personas celosas se está frente a un perfil de carácter en el que la pasión, la ansiedad, el neuroticismo e incluso hasta el sadomasoquismo campean a sus anchas. El profundo sentimiento de abandono que experimentan quienes los desarrollan en forma patológica los lleva hasta los extremos de figurarse que la otra persona se ha reído de ellos y sus sentimientos, que los han utilizado, entre las situaciones más mortificantes que dicho estado engendra. Sensaciones estas que pueden llevar, fácilmente, del amor al odio y hacer prontamente decantar dicho odio en violencia.

Tal fue lo que ocurrió en el caso que contamos. Cuando doña Rosario vio cómo se repetía una de las usuales rabietas de su conyugue, “le suplicó con dulzura se retirara, visto la hora avanzada e inusitada de aquella inesperada visita”, al decir de lo narrado por Nazario Sánchez.

Lejos de calmarse, Zenón fue de mal en peor hasta que, fuera de sí, sacó de sus ropas un cuchillo y apuñaló a Rosario hasta matarla.

Luego de ello trató de escapar, pero la intervención del dueño de casa junto a otros impidió tal hecho. Se desató entonces una “terrible lucha entre el victimario y los hermanos Ortiz”, saldada con un sillazo en la cabeza de La Rosa. Para entonces, los gritos y el tumulto habían despertado al vecindario y hecho acudir al lugar a la policía, que aprehendió de inmediato al comerciante.

De madrugada, el jefe de policía, Manuel Moreno, reveló al juez de Crimen, don Severo Ríos, lo ocurrido. Al siguiente día, esto fue el tema obligado de todos en Córdoba. Y en tanto eran inhumados los restos de la pobre víctima, el conocido y furibundo Zenón iba a enfrentar uno de los procesos más sonados de aquel tiempo, que expondremos en la próxima semana.

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