Tropecé hace tiempo con Carlos Monsiváis, uno de los más agudos críticos de la sociedad mexicana. Lo hice al perseguir un apunte de pie de página en un texto de Elena Poniatowska que denunciaba la matanza de estudiantes en la plaza Tlatelolco.
Esa maravillosa conjunción que conforman bibliotecarios y libreros tuvo la fuerza de los titanes. Más temprano que tarde tuve mi pequeña montaña de libros de ese mexicano que tenía a mal traer a esos políticos -oficialistas y opositores- quienes, en nombre de aquella revolución fantástica de 1910, adoptaron “costumbres afrancesadas”, herencia del emperador Maximiliano.
Monsiváis resulta casi imprescindible para entender la entretela de la sociedad más compleja de la América Española y su destino continental.
No sólo por ser frontera con el “imperio de los gringos” sino por ser la nación más esquilmada por las potencias centrales que profundizaron, a su turno, la pobreza estructural que sacude a ese “México lindo y querido”.
Pobreza que -junto a las profundas supersticiones de ese universo de etnias diversas- el catolicismo promueve para facilitar el acceso a la felicidad eterna, allende las nubes.
El inicio de ese camino fue planeado con rigurosidad. El primer acto fue construir la leyenda de Juan Diego y el culto guadalupano, acompañado por milicias armadas encargadas de arrear a remisos y librepensadores que propiciaban la separación de la Iglesia del Estado.
Llegará, más tarde, el tiempo de Plutarco Elías Calle. El presidente decidió que el Estado no financie a la iglesia Católica y limitar el poder del clero. Razón por la que se alzaron contra el gobierno y armaron ejércitos de fanáticos -los Cristeros- que pretendían constituir un México teocrático y racista.
Los Cristeros es una organización oscura y sectaria que siembra muertos a diestra y siniestra y perpetra atentados contra escuelas laicas, incendia bibliotecas y salas y complejos culturales; y suele replicar, según cronistas mexicanos, sacrificios en templos que remiten a la rica tradición precolombina.
Nunca sabremos a ciencia cierta las razones por la que se produjo, en la década del 40, un fuerte cisma entre los Cristeros ni qué impulsó a los cismáticos a que ingresaran en masa a los Legionarios de Cristo, congregación que, con el correr de los años, se ha visto envuelta en un enjambre de escándalos sexuales, violaciones de mujeres, hombres y niños, remisión a la servidumbre de sus acólitos, mientras su fundador, Marcial Maciel Degollado, gozó de la protección papal.
Frente a ese escenario, Monsiváis sugiere que nos adentremos en una de las figuras capitales del cine de su país. Se trata de Cantinflas -Pedro Moreno Reyes-, un bastión en contra de la “penetración cultural del imperialismo norteamericano; en contra de la la implantación triunfal de las nociones del entretenimiento, lo que da la medida del poderío de la americanización, magno proyecto comercial y, en segundo término, ideológico.
El público latinoamericano se ilusiona con un ‘tiempo libre’ a la manera de los norteamericanos.”. (Aires de Familia)
Cantinflas representa a los latinoamericanos que nada tienen. Al “peladito” mexicano que trata de subsistir sometido a las arbitrariedades de las clases dominantes y de los partidos políticos que sacan provecho de su ignorancia. Para ello, recurre a un idioma propio que es cuasi galimatías para aislar a sus enemigos; para que no se enteren de lo que está pensando.
Nuestro protagonista, desde los tiempos del poderoso Lázaro Cárdenas, ha jaqueado todos los gobiernos a lo largo de su exitosa carrera. Gestiones en las que participaban sus propios correligionarios, integrantes todos del PRI (Partido Revolucionario Institucional) que temían sus punzantes puntualizaciones que provocaron la renuncia de gabinetes enteros y legiones de asesores, como ocurrió después de conocerse El señor doctor.
En esa película, filmada en el Centro Médico Nacional y estrenada en 1965, hace una feroz crítica a la deshumanización de la medicina, por la que el paciente pierde su identidad para transformarse en un número; el número de su cama.
En Ahí está el detalle (1940), el primer éxito de la importante saga de Cantinflas, presenta a los distraídos de siempre las relaciones de poder existentes en la sociedad. “Enclasamiento y desclasamiento, en las que el sujeto popular aparece infantilizado y movido por instintos básicos”, tal como puede observarse en todo el universo latinoamericano.
La transformación de los caudillejos de barrio en personajes importantes es constante. Pasan, sin solución de continuidad, de ser oprimidos a opresores; de subordinados a dominantes. Ésa es la naturaleza del personaje que encarna Cantinflas. Es el sirviente que trepa en su pobre escala social y asume, convencido -más allá del condimento humorístico- los gestos del abusador.
Trata -y fracasa- de posesionarse de los gustos y los estilos de vida de la alta burguesía que sueña con los tiempos del imperio. En esa parodia enjuicia el desafecto de los poderosos para con el resto de la sociedad. Ese segmento que entiende los señalamientos y odia. El mismo odio que aún le profesa, por ejemplo, la oligarquía argentina al radicalismo.
Hemos llegado al momento en que se confunde o confluye la historia oficial y la leyenda. Habrá luces y sombras en este personaje complejo, cuya genialidad es casi indiscutible.
Algunos biógrafos describen a Mario Moreno Reyes como un ser poco querible a quien sus conocidos tratan de evitar aun cuando el contacto fuese circunstancial.
Otros le recuerdan dando batalla contra su hambre más atroz. Así, fue boxeador, bailarín, mozo, cosechador, costurero y desesperado; se enroló en el ejército, experiencia militar fallida porque descubrieron que era menor de edad.
Desde entonces hubo de vagabundear por todo México como actor cómico de teatros y carpas ambulantes hasta lograr ser su mismo empresario en ese pequeño universo de pobreza.
En el otro rincón de un ring imaginario están prestos a dar pelea sus amigos de siempre. Los que se enorgullecen al contar cómo repartió su primer sueldo formal entre los lustrabotas y los vendedores de diarios.
Fue durante décadas la cara de la disconformidad y la protesta en las elecciones presidenciales. Miles votaron a Cantinflas escribiendo su nombre en cada voto aún a sabiendas de que sería anulado. Con tiza o carbón, los desarrapados y los desterrados escribían “Cantinflas” en las paredes a manera de protesta.
Razones extrañas al sentimiento de los “peladillos”, restringió el desfile de admiradores frente a su ataúd para despedirle en aquel ya lejano 20 de abril de 1993. Pero fueron miles, millones, los que llenaron las calles cuando se cumplió el centenario de su nacimiento.
Cantinflas dirá de sí mismo: “Me había escapado y era carpero, cantante y bailarín en una carpa. O sea, uno de esos teatros portátiles que han ido desapareciendo y que se instalaban por lo regular en las zonas más pobres y superpobladas de la ciudad de México.
Dentro de las carpas, ya descoloridas y comidas por la polilla, las representaciones eran duras e ingratas. Los espectadores eran más duros. La relación entre artistas y público no era delicada ni sofisticada. Si a usted le gustaba, usted lo sabía, el público golpeaba en las bancas de madera, silbaba y vociferaba su aprobación. Si no estaban con usted podía recibir un jitomatazo (tomatazo) o el impacto de una botella con excrementos. Es entonces cuando ‘Cantinflas’ aprendió a caminar. Salí una noche y repentinamente sentí todo el impacto del miedo al escenario. Quedé paralizado momentáneamente. Entonces ‘Cantinflas’ tomó mi lugar y empezó a hablar. Habló… frenéticamente, enredadamente, sin sentido, tonterías, disparates, palabras confusas, incoherentes. Cualquier cosa antes que demostrar miedo. Dio resultado. Atolondrados por el sonido, perdido el equilibrio por la imposibilidad de entender lo que se decía, los espectadores estaban silenciosos. Después rieron. Al aumentar las olas de risa y llegar muy intensas al escenario, supe que eso era para mí”.
La tarea está cumplida. Cada quién se reencontrará con su Cantinflas personal sabiendo que ése será el prisma que iluminará este continente postergado.