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Cambalache, pasión argentina

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Por Gracia Jaroslavsky (*)

La política argentina es una maquinaria compelida a producir líderes, a ofrecer conclusiones, nunca preguntas, está requerida a dar soluciones, no a enunciar problemas.
El requerimiento de liderazgo obliga a guiar a la sociedad a una conciencia dependiente.
El que investiga y deduce es un ser libre, el que no investiga y no deduce es obediente.
Una vez atiborradas las mentes se moldean las creencias, la gente cree en tal o cual, la razón se transforma en una cuestión de devoción.
No es una calificación, no está mal ni bien, es un patrón general de conducta que ha signado nuestro camino hasta estos tiempos, nos rige el espíritu caudillista desde los albores de la República. Siempre hay un líder que con su relato construye creencias, las creencias se transforman en verdad y esa verdad colisiona con otra, tan ferviente, única y reveladora como la anterior.
El resultado es el eterno conflicto, que más que un conflicto es un cambalache.
Escuchamos de los gremios que el Gobierno no quiere la escuela pública, creencia que surge porque el Presidente habló del deterioro de la educación. El gremialismo radicalizado tiene el prejuicio de que a este Gobierno no le interesa la educación pública, y ¿por qué?, pues simplemente porque construyó una verdad que proclama que la derecha neoliberal no se ocupa de la educación pública y, como Macri es de derecha, ergo es «antipueblo».

Ahora bien, ¿por qué Macri es de derecha?, porque es un empresario, y porque es rico, otra creencia transformada en verdad, «los empresarios ricos son de derecha». Un gran cambalache.
Sostener un cambio en la conciencia colectiva es un proceso que se inicia individualmente, es decir cuando cada individuo despierta su libre e incondicionado albedrío; desde allí se construye el pensamiento crítico, desde allí se deja de ver el mundo dual, aquel donde si yo tengo razón tú estás equivocado. El mundo de los buenos y los malos, los judíos y los cristianos, los blancos y los negros, el mundo de los bandos, el mundo de los conflictos de las derechas y las izquierdas selladas en compartimentos estancos. El pensamiento es mucho más flexible y compuesto que esos perimidos estigmas.
Los argentinos hemos construido nuestra memoria histórica apilando conflictos con finales abiertos.
Tan abiertos y antagónicos como para «creer» en España como la madre patria, o «creer» que fue la gran responsable del genocidio aborigen. En una simplificación de tamaña discusión, nos levantamos un día con que la estatua de Colón resultó ser, después de 200 años, menos representativa que la de Juana Azurduy.
La evidencia de que el conflicto construye la historia argentina la encontramos en cada rincón de nuestra memoria colectiva.

Tratando de desandar el camino, vemos una sociedad llena de creencias que sostuvieron con fervor grandes personalismos. Las ideas siempre son de alguien que es más importante que la idea misma.
Los radicales tuvieron a Alem, Yrigoyen, Alvear, Alfonsín; los peronistas a Perón, Perón, Perón…Menem, Kirchner ¡por dos!
Siempre hemos confundido hombres con ideas, mitos con verdades.
La adhesión a los hombres está sostenida en emociones, no en razones como la adhesión a las ideas que, salvo los fundamentalismos, enseñan a pensar y discernir, no a idolatrar y seguir. Si repasamos las emociones que nos transitaron desde el 83 a la fecha fácilmente palparemos el conflicto.
La llegada de Alfonsín fue un canto masivo a la vida, la libertad, más de una generación estrenó democracia y república. Lo amamos pero no mucho después lo odiamos cuando nos ahogó el descalabro económico.
Luego nos obnubiló la seducción de Menem, que supo calmar los bolsillos de la clase media, trajo liviandad, “pizza y champán”; esta vez duró más pero inexorable llegó el odio animado por la corrupción y nuevamente el bolsillo.
Con De la Rúa se derrumbaron los cimientos de la seguridad, devino el miedo colectivo, en ese sentimiento devastador, llenos de incertidumbre y anómia, se creó el caldo de cultivo que enterró los partidos políticos y gestó la década ganada.
El kirchnerismo, con una habilidad encomiable, nos condujo a las emociones más bajas, a las creencias más burdas, guerras simbólicas en cuya lógica era infame estar contra ellos; instaló la violencia de tal manera que hasta parecía necesaria en el relato fundacional de la nueva argentina recuperada por sus mentes iluminadas.

Desde el comienzo nos hemos debatido en la beligerancia, en la lucha del amor y el odio, la intolerancia y la mansedumbre. Enojos, bandos, etiquetas, la verdad de uno, la mentira del otro. Pero algo comenzó a mutar, ya no es lo mismo, hay un cambio generacional que marca un nuevo paradigma.
Una expresión colectiva diferente causó un giro de 180 grados. Hay un insipiente cambio cultural, hay una visión más abarcadora y diferenciada de la religiosidad, hay una apertura de la conciencia hacia un nuevo saber.
Hubo sin lugar a dudas otra búsqueda en la elección de este gobierno. Por primera vez ni radicales ni peronistas.
Una mayoría eligió a Macri, una persona que trasmitió mesura, normalidad, diólogo, quien claramente expresó su voluntad de ayudar a la transformación cultural, no a protagonizarla, todo el tiempo llama a las personas a mirarse a sí mismas y cambiar.
Es sólo el comienzo, falta tiempo de transitar por el camino del medio para saber si realmente asumimos una conciencia abierta, libre y soberana y nos adueñamos de nuestro propio destino, resguardando nuestros derechos pero también haciendo un culto de nuestras obligaciones sociales, culturales y, sobre todo, éticas.
Quizás si tenemos paciencia y no nos volvemos a ahogar en nuestra pasión maduremos y de Cambalache sólo nos quede el maravilloso tango de Discépolo.

(*) Periodista. Ex directora del diario La Mañana, de Victoria, Entre Ríos. Ex concejal, ex intendente de Victoria y ex diputada nacional.

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