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Batallar con el derecho y la espada

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Benjamín Victorica fue un digno exponente de la Generación del 80. Su actuar público combinó los servicios más diversos

Por Luis R. Carranza Torres

Porteño pero federal, de pasado rosista pero unido a la causa de la Organización Nacional de Urquiza, Benjamín Victorica fue un personaje como pocos de la historia argentina. «Fue el único general que integró la Corte Suprema de Justicia de la Nación», al decir de Luis Zarazaga en una conferencia sobre tal tribunal, que pronunció hace poco en el Instituto de Historia del Derecho y de las Ideas Políticas, en la Academia Nacional de Derecho de Córdoba.
Cierto. Victorica fue tanto abogado como militar, llegó a ocupar los máximos cargos y honores en ambas vocaciones y llevó en paralelo sus dos métiers a lo largo de su vida. Yendo y viniendo, de la toga a la espada y de la espada a la toga.
En 1853 ocupó el cargo de administrador de la Aduana Nacional, y al año siguiente, el de oficial mayor del Ministerio del Interior. Dos años después fue nombrado juez de primera instancia en lo Criminal, Civil y Comercial en Paraná, cargo que luego dejó porque resultó electo diputado al Congreso Federal como representante de Entre Ríos. También se desempeñó como secretario privado del general Urquiza -a quien también acompañó en sus campañas militares- hasta el término de mandato presidencial.
En la batalla de Cepeda ascendió a coronel. Volvería a actuar como su «secretario de Guerra» cuando se le designó general en jefe del Ejército de la Confederación Argentina, asistiendo en ese carácter a la batalla de Pavón. Luego llegaría a general. En 1862 fue elegido senador nacional hasta 1870. Cuatro años después fue vocal y vicepresidente del Consejo Nacional de Educación y en 1877 recibió la designación de académico titular de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales.
Fue tres veces ministro de Guerra y Marina, bajo las presidencias de Derqui, Roca y Luis Sáenz Peña. Su mayor obra de gestión allí fue una inmensa y necesaria labor colonizadora. En la Patagonia, llevó a cabo las expediciones por mar y tierra, creando asentamientos, faros y sub-prefecturas hasta la Tierra del Fuego.

En el año 1884 dirigió personalmente la campaña en el Chaco central y boreal, la mayor de sus iniciativas en el ramo. La había sugerido tres años antes en la Memoria de su ministerio pero recién el 13 de septiembre de 1884 el Congreso acordó por ley los fondos necesarios. El carácter de tal expedición militar quedó claro en el informe dado al respecto en 1882: «Es digno de estudiarse un sistema conveniente para reducir los indios, evitando su exterminio y haciéndoles servir a los fines de la civilización. Terrenos feraces donde se producen maravillosamente los cereales, bosques riquísimos en maderas de construcción, plantaciones de caña de azúcar, café y tabaco que obtienen el mejor rendimiento, pueden dar trabajo a millares de esos indígenas, redimiéndoles de la vida nómade».
Su Expedición al Chaco fue el prolegómeno de la integración efectiva de esa gran región, hoy parte de Santa Fe y provincias de Chaco y Formosa, en el concierto nacional.
Renunció en 1885 al ministerio por no compartir el apoyo de Roca a la candidatura presidencial del Juárez Celman. Fue, por un tiempo, ministro plenipotenciario y enviado extraordinario en la República Oriental del Uruguay. Terminada su gestión diplomática, fue nombrado integrante de la Corte Suprema de Justicia, investidura que ejerció hasta su jubilación, en julio de 1892. Luego de una tercera vez en la cartera de Guerra y Marina, tres años después, solicitó su retiro del Ejército.
Fue, además, miembro de la Academia de Jurisprudencia y ocupó los cargos de vicedecano y decano de la Facultad de Derecho porteña. Formó parte del directorio del Instituto Libre de Segunda Enseñanza; fue delegado al Consejo Superior de la Universidad de Buenos Aires y ocupó varios cargos de importancia en diversas instituciones, como los bancos Nación e Hipotecario. Y como se revela en una de sus biografías: «En todos sus trabajos demostró honradez, inteligencia y buen criterio».

Se trataba una de esas contadas personas que, en la sociedad de su tiempo, resultaban por su conducta exentos de cualquier cuestionamiento. Como muestra de esto valga el verso que acompañaba su caricatura, publicada en la revista Caras y Caretas por Cao. Lo representaba de levita con una campana en la mano, con motivo de haber sido electo, una de tantas veces en que fue diputado, para presidir provisoriamente la Cámara e integrar por ello el orden sucesorio en caso de acefalía del presidente de la Nación. También se aludída en ellos a esa dualidad en el servicio de justicia y en el militar del Estado. Decían estos: «Presidente accidental/este honor/bien lo merece un señor/que es doctor y general/que es general y es doctor».
No puede sorprender a nadie que, al fallecer, en Buenos Aires, el 27 de enero de 1913, se le tributara un sepelio y entierro con los mayores honores que confiere el Estado, tanto en lo civil como en lo castrense. Su velatorio ocurrió en la propia Casa Rosada y en todo el camino del cortejo fúnebre al cementerio de La Recoleta hubo un larguísimo cordón de honor formado por tropas militares. Pero, como siempre, la nota de relieve fue la multitud que, sin distingos de partido o sector, acudió a despedirlo en todos los eventos. Fue una rara avis don Benjamín Victorica: un argentino de libros de leyes y espada cuyo nombre se hallaba más allá de toda duda para los propios argentinos. No era común pero pasaba, al menos, en esos tiempos.

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