Por Edmundo Aníbal Heredia (*)
Después de dos siglos de vida de la nación es razonable -digamos también que imprescindible- preguntarnos cuáles han sido nuestros avances como argentinos. Dos siglos desde que decidimos tener gobierno propio con la Primera Junta de 1810 y decidimos organizarnos en el Congreso de Tucumán de 1816. La pregunta fundamental es si estamos satisfechos de los logros alcanzados desde entonces. La pregunta es oportuna cuando estamos padeciendo una de las crisis cíclicas de nuestra historia.
Los congresales acudieron a Tucumán llevando en sus mentes los tres siglos de su pasado colonial y, sobre todo, los seis años transcurridos desde 1810. Esos seis años habían estado cargados de incidencias complejas para la marcha hacia la independencia. Las vicisitudes habían creado un clima de incertidumbre en algunos, de desazón en otros, pero también de esperanzas e ilusiones en los más.
En aquel sexenio se habían sucedido tres formas de organización de los gobiernos, desde juntas a triunviratos y a directorios, esto es desde los gobiernos colectivos al unipersonal, sucediéndose gobernantes de variadas tendencias políticas. A su vez, las bases de la organización del país habían transitado por reglamentos, estatutos, leyes generales y casuísticas, ensayos de constitución, asambleas.
Un acontecimiento había sido decisivo en su transcurso, la revolución interior de abril de 1815, que aún una historiografía sesgada no ha puesto en su lugar. Ella puso fin a las dubitaciones y requiebros de los gobiernos anteriores, tomando una actitud firme en el camino de la independencia. Gente en masa salió a la calle reclamando ese cambio; esa gente no vestía levita ni galera como aquel 25 de mayo, era gente común y espontánea.
En tanto, los conflictos internos se habían sucedido y el poder español se mantenía al otro lado de la cordillera. Las potencias, con Gran Bretaña a la cabeza, tendían redes para apropiarse de los beneficios del comercio y de la explotación de los recursos naturales del país. Esta complicadísima situación condicionó fuertemente las estrategias para iniciar relaciones internacionales, que estuvo signada por escarceos inciertos. Numerosas comisiones partieron al extranjero en procura de apoyos políticos y militares, todos ellos onerosos. El desafío para la congresales era cómo superar esa situación y formular proyectos hacia el futuro de la nación. Esos desafíos podían definirse en tres disyuntivas: dependencia o soberanía, monarquía o república, federalismo o centralismo.
Si bien la Declaración de la Independencia fue valiente y arrojada, fue sólo una declaración, que resoluciones posteriores mediatizaron. Era un paso insuficiente si no iba acompañada de otro principio fundamental: la soberanía, esto es la capacidad plena de disponer de los bienes materiales y de las decisiones políticas, para beneficio exclusivo de sus pobladores. Tal pretensión era inalcanzable porque los países industriales tenían el poder internacional guiado por los intereses de su comercio y de su industria. Si la independencia resultaba menguada, era imposible alcanzar la soberanía.
La segunda cuestión era la opción entre monarquía y república. También esta disyuntiva presentaba notables dificultades. La nobleza era cimiento básico para el régimen monárquico, cuyo carácter hereditario requería de un rey y de una reina para asegurar la sucesión. Se proyectaron distintas fórmulas, todas resultaron utópicas. Además, había variadas formas de monarquía, desde la absolutista, encarnada por el rey español, hasta la parlamentaria, cuyo modelo era el británico, con posiciones intermedias que implicaban una adscripción a alguna de esas posibilidades.
Después de tres años de incertezas se votó una constitución trasnochada que dejó las puertas abiertas para una monarquía que seguía careciendo de candidatos potables y que se trasladaría luego a un sistema presidencialista dependiente de un caudillo.
Del otro lado estaban los que querían una república, con los poderes que habían quedado consagrados en el ideario de la Ilustración francesa y que ahora encarnaba una nación pujante, la de los Estados Unidos de Norteamérica. La idea central era que la república, con todo lo que ella contenía, pertenecía al pueblo, que como dueño de la soberanía la delegaba en sus representantes.
El sistema de los tres poderes parecía perfecto, en un equilibro horizontal en el que cada uno controlaba el cumplimiento del funcionamiento de los otros dos. Se presentaba además como el ideal de los nuevos tiempos, que rompía con las antiguas prácticas del viejo continente, encorsetada en dinastías tradicionales y anquilosadas. Para los que abrazaban el ideal republicano, este sistema resultaba imprescindible para romper definitivamente el yugo europeo.
La tercera cuestión que debieron enfrentar aquellos congresales fue la opción entre federalismo y centralismo. Por entonces la denominación de Provincias Unidas era un eufemismo y una ficción, más bien una expresión de deseos, porque la realidad era más bien la desunión, el conflicto y las guerras interprovinciales. Esta opción estaba directamente emparentada con la anterior, porque el federalismo inducía al republicanismo y el centralismo a la monarquía, de modo que debía analizarse en conjunto; además la primera opción ponía en pie de igualdad a las provincias entre si, y el segundo implicaba necesariamente la supremacía de Buenos Aires, es decir del puerto.
Así transcurrió aquel fundamental período de nuestra historia. El ideario independentista, que se consagra y realiza con el de la soberanía, es una meta que ha estado condicionada por imperativos que controlan organismos internacionales y naciones poderosas para su beneficio; basten dos ejemplos: la deuda externa y las islas Malvinas.
Por su parte, el equilibrio institucional, basado en el respeto recíproco entre los tres poderes, ha sido frecuentemente quebrado, causando a lo largo de la historia desbordes cíclicos que culminaron en la ruptura del sistema con golpes de Estado que dieron lugar a dictaduras que anularon el orden constitucional.
En tanto, aquella disputa por el control del puerto de Buenos Aires ha determinado que el problema que institucionalmente se resolvió en 1880 con la designación de una capital federal se haya mantenido históricamente a través del tiempo. La distribución de las rentas públicas federales era ya un problema básico en la disyuntiva entre federalismo y centralismo, y la discusión sobre la elección de la capital federal fue el motivo principal de las disputas; esto determinó que el país se mantuviera en conflicto y en guerras sucesivas durante casi todo el siglo XIX, porque en el centro de la cuestión estaba en juego la distribución de las rentas del puerto, provenientes de los derechos de importación y de exportación. Hoy ese problema parece una prolongación de aquella cuestión, pues la distribución del presupuesto nacional por el Poder Ejecutivo ha dado lugar a distribuciones inequitativas cuando son orientadas en función de intereses partidarios.
Así, a lo largo de estos 200 años se han presentado caciquismos, caudillismos, presidencialismos y regímenes cívico-militares que han desvirtuado el sistema democrático y representativo, y que en algunos momentos han hecho recordar aquellas inclinaciones hacia la monarquía, y aún al absolutismo y a la dictadura.
En resumen, aquellas disputas que se plantearon hace dos siglos no han sido resueltas hasta el presente y se renuevan cíclicamente creando conflictos que envuelven toda la sociedad argentina como si fuera una enfermedad endémica. Y desde esa visión es que debemos entender también esta profunda crisis institucional, política y social que hoy, a 200 años de aquel magno Congreso de Tucumán enfrenta la República Argentina.
Este relato procura dar dimensión y ponderación a las situaciones que no han podido ser superadas después de dos siglos.
Cada ciudadano puede sacar sus conclusiones.
(*) Doctor en historia. Miembro de Número de la Junta Provincial de Historia, de Córdoba.