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Apurando al virrey por un Cabildo

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Luis R. Carranza Torres / Ilustraciones: Jorge Cuello

El alcalde de primer voto del Cabildo de la «leal y generosa Buenos Aires» – como había dicho sin mucho ánimo el virrey en su proclama del día 18 al llamar al orden y sosiego-, don Juan José Lezica, se vistió con sus mejores ropas para cruzarse a la fortaleza ese día domingo 20 de mayo, sobre el mediodía, para discutir el tema del cabildo abierto con el hasta ahí gobernante Baltasar Hidalgo de Cisneros.

De Leyva le había comentado respecto de su entrevista con Castelli y Rodríguez y, en particular, sobre las palabras de este último, apenas terminada la charla.

No era un dato menor la alusión a las armas, en una tierra como ésta, siempre propensa a dirimir diferencias a los palos y con las picas.

Ya en el despacho del virrey, el alcalde le informó que el pueblo estaba en convulsión, propalando la voz de que el gobierno de España había caducado. Y que algunos particulares, más los representantes de los cuerpos militares, le habían pedido un cabildo abierto para hablar sobre la incertidumbre en la que estaba el destino del virreinato.

Cisneros no quiso largar prenda sin conocer primero qué pensaban los comandantes militares. Si contaba con su concurso, mandaría al diablo mismo toda idea de reunión general del cabildo.
Mandó entonces a su sargento mayor de plaza a la casa de cada uno de ellos a fin de convocarlos a su despacho para las siete de la tarde de ese mismo día, en audiencia con concurrencia de carácter obligatorio. A dicha reunión se cuidó muy bien de aparecer Saavedra vistiendo su uniforme militar a pleno, con todas las condecoraciones recibidas cubriéndole el pecho. Como para que a nadie le quedaran dudas de su rango de Capitán General.Allí estaban todos los jefes, también en uniforme.

El virrey no se perdió en preámbulos; no estaba la cosa para disimulos. Así es que, luego de los saludos de rigor y abierta la reunión, manifestó directamente a los concurrentes sobre lo peligroso de la situación y sobre las pretensiones de las facciones que se llamaban “pueblo”, «intempestivas y desarregladas», por lo que, en vista de ello, contaba con sus fuerzas para «defender la autoridad y sostener el orden público». Es decir, defenderlo a él mismo.

Todos miraron entonces a Saavedra, quien habló en nombre del conjunto  expresando que, no queriendo seguir la suerte de España, de ser dominados por extranjeros, y siendo que la autoridad que había dado a Cisneros el cargo de virrey ya no existía, no esperase contar el virrey con sus fuerzas para mantenerse en la silla virreinal.

Cisneros los despidió a todos con bronca reprimida, sin decir nada respecto de la petición del cabildo abierto. En menos de un par de horas, todo lo sucedido era el comentario obligado en el «Café de los Catalanes» y en «La Fonda de las Naciones», entre otros sitios públicos de reunión.
Mientras tanto, en casa de Martín Rodríguez estaba reunido el grupo de la víspera, ahora ya sí, transformado en revolucionario por el desarrollo de los acontecimientos, debatiendo las noticias que le llegaban.

El mitin, sin llegar a decidir nada, se trasladó  al anochecer a lo de Rodríguez Peña, que vivía en un lugar en la afueras, más discreto para que los indecisos pudieran aparecer sin quedar públicamente comprometidos. Allí se sumaron los jefes militares que habían tomado parte de la reunión con Cisneros en el fuerte.

Como lo del cabildo abierto seguía, pese a todo, pendiente y sin visos de que el virrey aflojara sobre el punto, se decidió que el doctor Castelli y el comandante Rodríguez fueran a solicitárselo directamente al virrey. Sin previa audiencia.

A tales efectos, los nombrados fueron al fuerte acompañados por el teniente coronel Terrada, comandante de los granaderos que custodiaban la fortaleza. De tal forma pudieron entrar a ella y pasar los sucesivos puestos de guardia, hasta el mismo salón de recibo del Virrey, sin problema alguno. Por eso mismo, nadie alertó a Cisneros de la presencia de los visitantes y la primera noticia que tuvo de ellos fue al verlos entrar en el recinto.

Estaba en ese momento Cisneros jugando a los naipes con el brigadier Quintana, el fiscal de la Real Audiencia, don Antonio Caspe,y su edecán, Guaicolea. ¡Y para colmo, al aparecer los emisarios tenía una buena mano, por primera vez en la noche!

Antes que pudiera recuperarse de su sorpresa, Castelli le dirigió la palabra para decirle:
– Excelentísimo señor: tenemos el sentimiento de venir en comisión por el pueblo y el ejército, que están en armas, a intimar a vuestra excelencia la cesación en el mando del virreinato.
Cisneros se exaltó por esa inanunciada presencia, sin previa cita, y por el tenor de las palabras dichas. Para peor, Rodríguez venía no sólo uniformado, sino con su sable y un par de pistolas cruzadas al cinto. Y peor aún se tornó la cosa cuando le exigieron una contestación inmediata al pedido de cabildo abierto.

Cisneros estaba fuera de sí y sólo atinó a decir:

– ¿Qué atrevimiento es éste? ¿Cómo se atropella así a la persona del rey en su representante?
Le repitieron lo del cabildo y Rodríguez terminó advirtiéndole:

-Señor, cinco minutos es el plazo que se nos ha dado para volver con la contestación; vea vuestra excelencia qué hace. Lo dijo con la diestra en una de las pistolas, como para que no quedara dudas de que hablaba muy seriamente.

Es que, si bien habían llegado solos hasta la plaza, allí se les sumó un grupo de gente de confianza, entre ellos un contingente de húsares -comandado por Rodríguez- preparados, por si se daba la ocasión.

Cisneros, rojo de furia, no atinaba a producir acto, salvando la situación el fiscal Caspe, quien lo tomó por un brazo y lo condujo hasta su despacho, contiguo a la sala, donde se encerraron por unos minutos.

Castelli no le perdía mirada a su reloj y al tiempo que pasaba. En el último minuto, se abrió la puerta y ambas autoridades volvieron a la sala.

Cisneros lucía más compuesto y fue quien habló con tono lúgubre:
-Señores, cuánto siento los males que van a venir sobre este pueblo de resultas de este paso; pero puesto que el pueblo no me quiere y el ejército me abandona, hagan ustedes lo que quieran.

Ambos enviados tomaron esto como un sí y tras un saludo que no fue contestado, comenzaron a retirase. Entonces, de improviso, Cisneros les consultó por su seguridad personal, a lo cual Castelli respondió:
– Señor, la persona de vuestra excelencia y su familia están entre americanos y esto debe tranquilizarlo.

Una vez fuera de la fortaleza, apenas transpuesta la plaza, fueron abordados por quienes los habían acompañado hasta ese punto y al comentar el resultado de su misión, comenzaron a abrazarse y arrojar sus sombreros al aire.

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