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Apuntes para una agenda exterior argentina

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Por José Emilio Ortega y Santiago Espósito (*)

La política exterior argentina ha sido históricamente pendular: se han sucedido -incluso en gobierno de un mismo signo- erráticos paradigmas y pocas líneas troncales. Superada en 1983 la dictadura militar, que mostró también en este campo los más ruinosos saldos, no se ha podido superar la inconsistencia. Han predominado dos posturas: una más autónoma, ligada a una visión más desarrollista de país; y otra que reivindica un perfil agroexportador de tinte liberal, más ligada a la interdependencia y la globalización sin complejos.
Pagando altos costos por el endeudamiento externo, la derrota en Malvinas y las fundadas imputaciones por el terrorismo de Estado, la Argentina iniciaba una nueva etapa con Raúl Alfonsín, hace 35 años.
El país salía de la dictadura militar y marcaba un rumbo a países que más tarde o más temprano la seguirían en el Cono Sur. La agenda regional, la cooperación y la superación de conflictos limítrofes, y el restablecimiento de vínculos con Occidente en el espacio “no alineado” -considerando el marco de la Guerra Fría- daban la idea de un país que intentaba recuperar su imagen en el mundo desde cierta posición de autonomía. Pero la incapacidad para resolver la economía sometió al gobierno radical a numerosas presiones internas y externas, con una creciente influencia de los organismos multilaterales de crédito y una postergación para un vínculo más fluido con la Comunidad Europea, pretendido por la comunión de valores democráticos.

La llegada de Carlos Saúl Menem, luego de la crisis hiperinflacionaria que produjo una entrega anticipada del mando presidencial, se situó bajo un nuevo orden mundial, escenario de posguerra fría, globalizador y librecambista. Bajo el marco conceptual del “realismo periférico” propuesto por Carlos Escudé -asesor del canciller Guido Di Tella- para reducir riesgos y costos de confrontar con los países que dominan el sistema internacional, Argentina se alineó con Estados Unidos, se retiró del Movimiento de No Alineados, envió fuerzas militares a la Guerra del Golfo, firmó tratados de liberalización comercial -entre ellos, con fines más ambiciosos, el Mercosur-, adhirió al Ciadi y otorgó especial importancia a la Organización de los Estados Americanos (OEA).
Tras el decenio menemista, la fallida experiencia de la presidencia De la Rúa combinó la inacción ante la crisis de la convertibilidad y un limitado accionar político externo -sin innovaciones respecto al alineamiento, incluso acentuando algunas aristas- atrapado en las complicaciones financieras tanto internacionales como locales. Argentina se adentró en una de sus crisis más profundas, con gravísimo impacto económico, social e institucional, y una redefinición del escenario político.
En su visión “restauradora”, Eduardo Duhalde recuperó la agenda del Mercosur y en particular un vínculo privilegiado con los países del Cono Sur y algunas capitales estratégicas de Occidente, sin dejar de enviar señales a Washington. El gobierno de Néstor Kirchner optó por un cambio radical respecto de la política exterior de la década anterior, apuntalando el fomento del mercado interno. Con fuertes críticas al Fondo Monetario Internacional (FMI) y al Banco Mundial, tras renegociar la deuda y pagar las acreencias debidas al primero, procuró crecer en el plano regional, tomando como referencia una Sudamérica que reconocía la ascendencia de Venezuela, con Hugo Chávez. Se fortalecieron las relaciones con Caracas, sumando al Brasil de Lula da Silva, que se vio reflejado en cambios en el esquema Mercosur, y fundamentalmente en la creación de la Unasur como instancia política.

El gobierno de Cristina Fernández mantuvo esa tesitura. Pero caídas sus bases de sustento, la crisis financiera mundial de 2008 y la baja de los precios de las commodities más la disputa con los fondos “buitres”, trajeron consigo la necesidad de alentar las relaciones con el espacio de Unasur y profundizar los vínculos con actores como China y Rusia -tanto comerciales como políticos-, que fueron creciendo a partir del enfriamiento con Estados Unidos y con el mundo occidental, por la negociación con los holdouts.
El triunfo de Macri trajo otro giro en la política exterior. Su punto de partida fue un movimiento de apertura incondicional al mundo, bajo la creencia de un orden liberal internacional signado por la libertad comercial y el multilateralismo. La tan publicitada “reinserción global” de Argentina mejoró el vínculo con Estados Unidos y Europa -en especial por la necesidad interna de financiamiento, que llegó de la mano de prestamistas de corto plazo y en la última época con el regreso del FMI-, sin tener en cuenta el nuevo escenario internacional que apuntaba hacia países y regiones por fuera de Occidente.

¿Hacia dónde irá Alberto Fernández?
Sus primeros pasos lo muestran, en los hechos, cerca de EEUU -en ese contexto también debe entenderse su viaje a México- y tratando de acercarse a países como España, Alemania, Italia y Francia. En lo regional, ha medido fuerzas dialécticas con Bolsonaro y deberá remontar el papelón de haber cruzado el río de la Plata para apoyar al candidato del Frente Amplio, derrotado -paradójicamente- por un bisnieto del prócer uruguayo Herrera, posiblemente el político oriental que más cerca estuvo del presidente Perón.
Medió por Evo Morales y sus pronunciamientos sobre Chile han sido distantes, condenatorios de la gestión Piñera.
El canciller y exgobernador bonaerense Felipe Solá realizó tajantes declaraciones en los últimos días: Argentina no reflotará la desmontada Unasur, no apoyará el indefinido Prosur y permanecerá en el Grupo de Lima.
Experimentado político, probablemente cercano al “realismo periférico”, se descuenta su voluntad de priorizar la armonía con Washington. Pero deberá maniobrar para encontrar reconfortantes brisas en un contexto tórrido y asfixiante. Arreglar la deuda y reactivar la economía, inocularse las corrientes inconformistas que dominan la sociedad en países vecinos, mejorar la seguridad fronteriza y renovar la estrategia frente al delito internacional y el narcotráfico, encontrar herramientas para encauzar los fenómenos migratorios -signados por la pobreza y la vulnerabilidad-, son algunos de los puntos urgentes de una vasta agenda a desenvolver en este intransigente y contradictorio mundo de influencias multipolares (políticas, económicas, culturales o religiosas).

El “sístole-diástole” comercial entre China y Estados Unidos, que tiene sus momentos de arritmia, no ha llegado a traspasar límites críticos aunque se paguen costos. Argentina deberá llevar a cabo una estrategia de horizontes diversos; dejar de lado el optimismo globalizador de la era macrista y priorizar en serio India, el sudeste asiático, África y Medio Oriente, sin sacrificar principios o posiciones de política exterior, como los derechos humanos.
A su vez, deberá aplicar un pragmatismo diplomático con los vecinos, hoy particularmente inmersos en complicadas y divergentes coyunturas. Habrá que esforzarse con Brasil, principal socio comercial; está pendiente la instrumentación del acuerdo Mercosur-Unión Europea. Como pocas veces en la historia, la interdependencia entre objetivos internos y externos es crucial. Adaptarse a la inestable realidad interna y foránea y salir del fatídico péndulo, sigue siendo el desafío. Los primeros meses serán determinantes. El profesionalismo de la diplomacia y el talento de los políticos serán imprescindibles. Ya no habrá ex CEO a quienes culpar por su inexperiencia o torpeza.

(*) Docentes, UNC

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