Hace tiempo, esta columna -como muchas otras- anunció el comienzo de las ceremonias de despedida de la mujer más poderosa del mundo.
El 26 de septiembre Alemania cierra una era excepcional en su larga y compleja historia. Ese día los alemanes deben elegir quién sucederá en la Cancillería a Angela Merkel, la figura más importante de la política occidental, que hizo de la sobriedad su emblema y blasón.
Dieciséis años han transcurrido desde el día en que asumió como canciller de Alemania y líder de una coalición de gobierno que encabezaba la Unión Demócrata Cristiana de Alemania (CDU), la Unión Social Cristiana de Baviera (CSU) y el Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD), la cual perduró hasta las elecciones de 2009.
A partir de ese año, la CDU constituyó una nueva coalición, junto a la CSU y el Partido Democrático Liberal (FDP). En las elecciones federales de 2013, Merkel lideró por tercera vez a la CDU/CSU, obteniendo la victoria con cerca de 42% de los votos. Volvió a formar una coalición de la CDU/CSU y el SPD.
En las elecciones federales de 2017, su partido volvió a obtener mayoría relativa y, tras reeditar la coalición con el SPD por segunda vez, resultó elegida para otro mandato.
A pesar de mantener la mayoría de las bancas en el parlamento alemán, nunca dudó en cumplir con sus obligaciones constitucionales. Asistió con puntualidad y sin boato a rendir cuentas de sus actos de gobierno o cuando las urgencias políticas europeas o los sucesos mundiales así lo requerían.
La revista Forbes consagró a Merkel 14 veces como la mujer más poderosa del mundo. En sus fundamentos, Forbes sostiene que la premiada ha demostrado que la política no es para improvisados ni fracasados. Ella, junto a Michelle Bachelet, han dignificado el oficio y no se han visto rozadas por escándalo alguno.
Su tránsito por los pasillos más importantes del poder mundial ha sido modélico.
Los alemanes la despidieron con aplausos y ovaciones casi unánimes. Su pueblo detuvo su actividad por casi diez minutos para agradecer a quien, por tantos años ininterrumpidos, ha sido depositaria de su confianza, la que jamás traicionó.
Hemos escudriñado sus múltiples biografías y la opinión de sus más acérrimos opositores. No ha sido posible encontrar mácula alguna.
El hecho de no vivir con su familia a costa del erario es de por sí un hecho notable.
Mucho más cuando la mayoría de los gobernantes del mundo se comportan como auténticos reyezuelos, sospechados de negociados incompatibles con la función pública.
Avanza mi deseo de deshacerme de la libreta de apuntes y hablar de la mujer antes que de la estadista.
Tratar de escudriñar qué motivó a una física y doctora cum laude de la Academia de Ciencias de Berlín (1986) a dejar la comodidad del laboratorio y lanzarse al barro de la política, en el que suelen quedar al desnudo aquellos que han loteado sus convicciones o se han transformado en auténticos saltimbanquis ideológicos.
La vida de Merkel merece ser estudiada con detenimiento. Más allá de sus contenidos éticos, siempre ha estado consagrada al servicio de los valores democráticos occidentales, plasmados después de la tragedia alemana que culminó en 1945.
Trabajó como pocas por superar las barreras que impedían la reunificación alemana, que aún mantiene enormes cotos y en la que sobreviven diferencias profundas entre los alemanes orientales y los occidentales, a más de tres décadas de la caída del Muro de Berlín.
En esta época, tan importante para el empoderamiento de la mujer, sus congéneres deberían saber que no fue por azar que la Universidad de Harvard le otorgó el Doctorado Honoris Causa en Jurisprudencia, en un momento en que Donald Trump significaba un gran peligro para la humanidad.
Fue ése el lugar elegido por ella para sostener: “No aceptemos mentiras como verdades. Ni tratemos la verdad como mentira”.
Angela Merkel aprendió y practicó, como pocas, la gran utilidad que tiene la interdisciplinariedad de las ciencias en nuestros días, al aplicarla en el ejercicio de la política.
Decíamos que es una de las mujeres más poderosas del planeta. Sus decisiones afectan a millones de personas, no sólo de su país sino también de su comunidad y del resto de naciones que dependen de ella, que son muchas.
No tiene el carisma de una influencer y carece del histrionismo de otras. Es una persona sencilla en cuyo armario solo hay trajes apropiados en los que no desperdicia un solo pensamiento. Es una mujer reservada que habla poco y hace mucho.
Se dice que Merkel se ha pasado la vida rompiendo moldes y es cierto. Fue la estudiante brillante doctorada en Física que un día decidió dirigir un partido tradicional, “de hombres”, y encabezó su modernización; jugando limpia y despiadadamente, escaló a la cima del poder.
Como científica no defiende “teorías” sino que experimenta -con la cautela de una alemana conservadora-. Como cristiana, propugna valores como la solidaridad pero también se ha visto obligada a defender causas menos nobles.
Angela Merkel lleva 16 años liderando a Alemania y ha definido las reglas del juego de la Unión Europea. Como es una invencible amazona, ha sabido llevar con firmeza las riendas de un caballo brioso.
No sólo es “la mujer más poderosa del mundo”. Ha cometido errores (hay quienes no se cansan de repasar la lista), pero a ojos de migrantes que han sufrido de primera mano presidentes corruptos, ignorantes, ineficientes y malintencionados, la canciller alemana parece, no sólo por comparación sino por mérito propio, una líder honesta, preparada, sensata y, por sobre todo, digna.
Con la misma dignidad con que ha gobernado y sobrevivido al poder, se prepara para abandonar su cargo este mes.
Pero nadie olvidará nunca a Angela Merkel, una mujer que no ha sido perfecta sino algo mejor: extraordinaria; y no todo ha sido color de rosa para ella.
Los países del sur de Europa resintieron las políticas de austeridad impuestas por Berlín durante la crisis de la eurozona y la culparon del ascenso de los populistas en Atenas y Roma. Por el contrario, algunos países del norte de Europa y del Báltico exigían que Grecia fuera expulsada de la eurozona a raíz de la crisis de la deuda.
Los europeos del este estaban enojados con ella por dar la bienvenida a los refugiados y se negaron a participar en un sistema de reasentamiento en toda la UE.
Los liberales de todo el continente la han acusado de no prestar especial atención ante el retroceso democrático en Polonia y el ascenso de líderes autoritarios en Hungría.
Una sucesión de primeros ministros británicos, desde David Cameron hasta Boris Johnson, se ha sentido consternada por la cortés negativa de Merkel a pagar cualquier precio para evitar que el Reino Unido se divorcie de la UE. Incluso, desde el otro lado del continente, soportó que Trump “ninguneara” la estrecha relación que Estados Unidos y la UE supieron construir.
El politólogo Esteban Chiacchio, analizando el caso griego, cuenta: “Hay un caso específico en el cual es interesante posicionarse para comprender un doble desafío que deberá abordar quien busque llenar los zapatos de Merkel: mantener unida la familia (o sea, el bloque) y comprender las subjetividades en disputa que hay ‘puertas adentro’ de cada nación”. Expone que la catastrófica situación financiera de Grecia y las políticas de austeridad que recomendaba la dirigente alemana fueron un cóctel que minó cualquier indicio de popularidad de Merkel en tierras helénicas. Ello, sumado al resultado del referéndum, animó a referentes políticos del continente a cuestionar los términos de la alemana, como fue el caso del presidente francés François Hollande.