Por Silverio E. Escudero
“Fue la dictadura del 30 la primera en eliminar de sus cargos a los investigadores de las ciencias del hombre; desde entonces, ninguna generación de estudiosos escapó a la acción de nuestras ondas políticas. Sin excepción de ideas o credos, fueron eliminados cuando podían dar los mejores frutos. Esta parte de nuestra historia doméstica parecería ajena al ámbito de un congreso internacional si no tuviera su significación dentro de la historia y la ciencia y si no fuera, además, un desdichado denominador común para toda Latinoamérica.”
Cuando Alberto Rex González (médico y arqueólogo) por entonces Jefe de División Arqueología del Museo de Ciencias Naturales de La Plata –según consta en las crónicas periodísticas de la época- y presidente del XXXVII Congreso Internacional de Americanistas (septiembre de 1967) terminó de hablar, una cerrada ovación sacudió los cimientos del salón Dag Hammarskjö, del Hotel Provincial de Mar del Plata. Es que todos los asistentes se vieron reflejados en los penurias descriptas por el anfitrión.
Cuando leemos atentamente los anales de ese congreso redescubrimos que González –ese eximio arqueólogo que comenzó su tarea científica en las sierras de Córdoba junto a su amigo Carlos Montes- tiene una larga foja de servicios y fue una voz autorizada en el concierto internacional que miraba con admiración su tarea en pro del conocimiento de la América Precolombina.
El 37º congreso, que es motivo de nuestro recuerdo, contó con más de 700 participantes, la mitad de ellos extranjeros. Siendo observados con mirada torva por los servicios de inteligencia y “milicos” que oficiaban de buchones, que no lograban entender por qué refulgía el nombre de un arqueólogo noruego, el más popular del mundo, que llevaba vendida la friolera de 30 millones de ejemplares de un libro que había sido impreso en 62 idiomas.
Thor Heyerdahl, biólogo, etnólogo y geógrafo noruego, era indudablemente la estrella. El que zarpó el 28 de abril de 1947 en la balsa Kon-Tiki, desde el puerto de El Callao rombo a la Polinesia. El milagro del arribo se produjo 101 días después en Raroia, un atolón que forma parte de las islas Tuamotu-Gambier, de la Polinesia Francesa, el 7 de agosto de 1947. La tripulación de la balsa -además de Heyerdahl- estaba conformada, según el diario peruano El Comercio por Erik Hesselberg (1914-1972), buen navegante y pintor (hizo el dibujo de ‘Kon-Tiki’ en la vela); Knut Haugland (1917-2009), experto en el manejo de la radio y soldado condecorado por los británicos en la Segunda Guerra Mundial (SGM); Torstein Raaby (1920-1964), otro conocedor de las trasmisiones radiales, ex soldado en la SGM y oficial de la marina noruega; y Herman Watzinger (1910-1986), el segundo en mando, ingeniero que trabajó en las mediciones y registro de los reportes meteorológicos e hidrográficos. Completó el grupo el sueco Bengt Danielsson (1921-1997), de barba rojiza, sociólogo y encargado de las provisiones, además de traductor oficial, pues hablaba perfectamente el español.
“Dirigiendo la construcción del ‘Kon-Tiki’ estuvo Watzinger. Sin clavos ni alambres, la balsa fue tomando forma, al tiempo que sus tripulantes se preparaban para la aventura”, relata El Comercio.
“Fueron nueve troncos de balsa entrelazados por sogas de cáñamo. Medían cada uno 14 metros de largo por 60 cm de diámetro. Sobre éstos, transversalmente, se ajustaron -dejando un metro de espacio- otros troncos de balsa de aproximadamente seis metros de largo por 30 cm de diámetro. Tablas anchas de pino reforzaron la estructura de la balsa hacia los lados”, se agregó.
El espíritu aventurero de Kon-Tiki revive en cualquier lugar del mundo cuando el hombre intenta una travesía imposible en condiciones extremas. La leyenda rodea definitivamente el cruce del Pacífico en un intento de demostrar que Oceanía pudo ser poblada por los antiguos sudamericanos.
Sin embargo, en nosotros, como en miles de lectores que se emocionan con la lectura de la expedición de la Kon-Tiki, subyace una pregunta: ¿Qué pudo llevar a un biólogo a construir una balsa con sus propias manos, lanzarla al mar y cruzar el Océano Pacífico hasta Polinesia? Sólo Thor Heyerdahl podría responder a esa pregunta.
La contestación se encuentra en su propio libro, cuando dice: “A veces nos encontramos en situaciones raras, sin saber cómo. Nos metemos en ellas paso a paso y del modo más natural, hasta que de súbito, cuando estamos ya enzarzados, el corazón nos da un vuelco y nos preguntamos cómo diablos pudo ocurrir aquello.
Si, por ejemplo, nos hacemos un día a la mar en una balsa de madera, en compañía de un loro y cinco hombres más, es inevitable que tarde o temprano, al despertarnos una mañana en alta mar, quizás algo mejor descansados que de ordinario, nos pongamos a considerar la situación.
En una mañana así, estaba yo sentado ante mi cuaderno de bitácora, escribiendo en sus páginas, caladas de rocío: ‘17 de mayo: día de la Independencia de Noruega. Mar gruesa. Viento favorable. Hoy me toca hacer de cocinero y he encontrado siete peces voladores en cubierta, un pequeño calamar en el techo de la caseta y un pez desconocido junto al saco de dormir de Torstein (…)’. Aquí se detuvo el lápiz. Un pensamiento vino furtivamente a interponerse entre mis ojos y la página del diario: ¡Vaya un extraño 17 de mayo! La verdad es que, de cualquier lado que se mire, llevamos una vida algo rara. ¿Cómo hemos venido a parar aquí?”
Pero es menester retornar al escenario XXXVII Congreso Internacional de Americanistas.
El congreso, como lo sabe toda la comunidad científica, nunca concluye en el acto de clausura más allá de las fotografías de familia. Concluirá recién el día en que se terminen de compilar los trabajos en un libro.
El presidente del evento –en este caso Alberto Rex González- mantuvo batallas ciclópeas contra la burocracia y su maquinaria prolijamente aceitada para impedir. Los fondos asignados no llegaran a tiempo y los funcionarios políticos, ya trepados en las alfombras de sus despachos, creyeron que todo concluyó, cuando repartieron, a diestra y siniestra, sonrisas y abrazos a granel.
Es por ello que, el pergaminense Rex González, en su discurso, recordó los padecimientos de Francisco Pascasio Moreno, el Perito Moreno, fundador del Museo de La Plata, cuando trató de hacer entender, 90 años antes, que era menester declarar monumento histórico nacional un pucará–fortaleza- incaico del siglo XIV, “que sobrevive en Tucumán, al pie del Aconquija”. Tarea que Rex asumió como propia y le insumió 20 años de su vida.
Deuda que, por cierto, saldó la Unesco al declararle Patrimonio Cultural de la Humanidad (21 de junio de 2014) por ser parte integrante del Qhapaq Ñan o Camino Andino que unía a los países de Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador y Perú.
Rex González, la aventura de Kon-Tiki y los padecimientos del Perito Moreno han sido las excusas para reclamar por el olvido que baña –desde siempre- a toda la cultura argentina. Desaprensión que se manifiesta en los miles de cajones que permanecen en los depósitos de la aduana o de los museos y bibliotecas, porque no hay lugares donde ser catalogados, clasificados y exhibidos.
Con mucha esperanza aguardo, ilusionado, para la República Argentina un tiempo en que sus gobernantes sean cultos y comprometidos. Que sepan separar la cizaña del trigo habida cuenta de que muestran una ignorancia supina sobre temas sensibles de la historia y cultura argentina y demuestren prudencia a la hora de opinar sobre lo que desconocen.
No importa a la hora de administrar los siempre escasos recursos quienes “descubrieron” el continente americano.
Estuve en febrero en Inti Huasi (San Luis). Estoy acostumbrado a escuchar de los guías de turismo datos inventados y a menudo errores de concepto o información sobre lo que muestran. Por eso me sentí reconfortado al preguntarle al guía de Inti Huasi quién hizo las mayores investigaciones allí, al responderme con énfasis ¡Alberto Rex González!.Fui alumno privilegiado de González y me dejó enseñanzas que recuerdo permanentemente.