Decíamos aquí al tratar el “Acto jurídico automatizado”, en junio de 2023, que se trata de toda una nueva forma de actuación jurídica nacida de la transformación digital.
Tradicionalmente, la teoría del acto jurídico sólo ha considerado los actos que denominaremos “directos”, es decir, aquellos que se materializan desde la voluntad sin solución de continuidad. Incluso, en cierta forma de trabar relaciones, como por medio del nuncio primero, e incluso luego, al perfeccionarse los efectos de la representación, dicho carácter no se vio afectado: aun interviniendo un apoderado u otra persona, los efectos del acto se transmitían de forma directa. Las cuestiones inherentes a la acreditación de personería y similares eran sólo actos de la función de representación.
La mediatización tecnológica vino a cambiar todo a este respecto. No es nuevo que un negocio jurídico se desarrollara y aun perfeccionara por un medio a distancia como la correspondencia -primero- el teléfono y el fax -luego- y -por último- el correo electrónico o la actuación de usuarios en plataformas informáticas. Pero sólo eran vectores para transmitir una voluntad sobre la que no incidían. El acto era a distancia pero seguía siendo directo.
No fue por tanto sino hasta los inicios del siglo XXI que aparece entre nosotros un nuevo tipo de acto, en que su materialización no responde a la acción directa e inmediata de la voluntad humana sino a la ejecución de parámetros dados de antemano que se combinan para un actuar de una forma en que la voluntad original no participa.
Hasta donde es de nuestro conocimiento, el primer ejemplo a nivel general de tales actos que denominamos como automatizados resulta a fines de octubre de 2011: la resolución general 3210 de la AFIP. En ella se estableció, a lo largo de 12 artículos, una autorización informatizada para aquellos que deseaban adquirir la moneda extranjera, al que se solicitaba on line mediante el uso de una aplicación y cuya concesión o no y por qué monto; era una respuesta automática del sistema con base en parámetros predeterminados.
El acto automatizado es, a nuestro entender, una de las especies del acto mediato, que se distingue dentro de la categoría por la presencia de una intermediación tecnológica activa, es decir, que incide de modo particular en la materialización conforme indicaciones previas. Pero, más allá de eso, el autor del acto resulta siempre una persona humana, el autor de tales directivas, ya sea actuando a título propio o con aplicación de la teoría del órgano.
No resulta el acto automatizado el único en tal categoría: los mandatos sin representación también resultan actos mediados. De hecho, recordemos que en la antigua Roma, en sus inicios, no existía la representación directa, vinculándose el mandatario con los terceros y luego transfiriendo el negocio jurídico a quien se lo había encargado.
En la actualidad, tanto el género del acto mediato como su especie del acto automatizado, resultan de gran interés para solucionar algunos aspectos derivados del uso de la inteligencia artificial (IA) en la creación de ciertas obras. En particular, respecto de la determinación de la autoría que tienen dichas creaciones.
En tal sentido ya en el año 1949 la Cámara Civil primera de la capital expresó: “La tutela de la propiedad intelectual se refiere al autor, entendiéndose por tal a quien inspira y encarna la obra, sin perjuicio de su ejecución material por un tercero”. Es decir, si bien en general creador y realizador se confluyen en una misma persona, su separación no afecta en nada a la condición de autor del primero.
Dichos conceptos son plenamente aplicables al uso de la IA que, al menos en su presente estado, no deja de ser una herramienta. Valiosa, sofisticada, pero herramienta al fin. Lo que vale es ese siempre humano “impulso direccional”, al decir de Isidro Satanowsky en el primer tomo de su Derecho intelectual de 1954.
La iniciática jurisprudencia en la materia parece ir en tal dirección. En agosto de 2023, Beryl Howell, jueza federal del Distrito de Columbia (EEUU), rechazó una demanda de Stephen Thaler, director Ejecutivo de la empresa de redes neuronales Imagination Engines, que impugnaba la decisión de la Oficina de Derechos de Autor del gobierno federal de negarse a registrar como único creador de una obra de arte a un sistema de IA denominado “Creativity Machine”.
La magistrada, sin dejar de reconocer que la intersección entre la IA y el derecho de autor presenta desafíos inéditos, fundamentó su negativa en que sólo la existencia de una “mano humana” que guíe el proceso creativo otorga tales derechos. Trajo para ello a colación a la fotografía, en la que las cámaras generan reproducciones mecánicas de escenas sólo luego que un ser humano desarrolle una “concepción mental” de la foto, que implica decisiones como la colocación del sujeto, los arreglos y la iluminación. “La participación humana en la obra en cuestión y el control creativo final sobre la misma fueron la clave para concluir que el nuevo tipo de obra (la fotográfica) entraba dentro de los límites de los derechos de autor”, expresó en su fallo.
Como puede verse, la noción del acto mediato y del acto jurídico automatizado resultan, también en cuanto a las cuestiones de la IA, una realidad extendida entre nosotros que debe empezar a considerarse, tanto doctrinaria como normativamente, a fin de dar certidumbre a las nuevas relaciones tecnológicas que se crean en nuestros días.