Huir del encarnizamiento terapéutico conduce necesariamente a terrenos meandrosos, donde la toma de decisiones no resulta sencilla. Quién resuelve qué sucede ante un caso de estado vegetativo.
Por Armando S. Andruet (h)
Twitter: @armandosandruet
Exclusivo para Comercio y Justicia
Resulta de incuestionable evidencia y contundencia la experiencia biográfica a la que asistimos mediante la medicalización de la sociedad. Ella tiene múltiples razones que la explican, y la primera puede que sea la natural inclinación del hombre a ‘ser y estar’, antes de ‘no- ser ni estar’. Para ello, la conservación y atención a su salud es piedra de toque.
Entre vivir y morir, la opción parece ser la primera. Aunque en rigor también hay que decir que modernamente, atento a que los procesos del morir pueden ser manipulados e intervenidos por aparatos, técnicas o fármacos, para algunas personas en ciertas circunstancias será preferible no vivir, antes que vivir bajo condiciones que no son las que desde un determinado panóptico social se advierta de que no existe dignidad para ello.
De esta manera, se ha mutado el concepto de un ‘mero vivir’ al de ‘vivir con calidad básica’, y ello puede implicar -a su vez- que bajo circunstancias específicas resulte preferible ‘no vivir’.
La tesis del exterminio
Deviene quizás paradójico que, décadas atrás, la tesis de los profesores alemanes K. Binding y A. Hoche volviera a ser un argumento válido para defender la posición que postula el valor de la libre elección para la determinación de cuál es la calidad de vida que las personas quieren para sí. Se trata de los dos pensadores que dieron argumentos a una buena parte del proceso trágico del exterminio a personas deformes, gravemente enfermas, judíos, polacos, gitanos y disminuidos, que encontró su asiento en el axioma de que existen ‘vidas desprovistas de significado’ (expresión en el título del libro de dichos autores; Leipzig, Meiner, 1920).
Obviamente que hay una precisa diferencia entre aquellas circunstancias y las actuales. En el régimen nazi, era otro quien juzgaba cuáles vidas no merecían ser vividas. Por el contrario, en la actualidad ello habrá de ser un juicio propio de quien sea titular de la misma vida y es quien invoca esa posesión para juzgar si esas condiciones de vida son hábiles en dignidad o no para ser vividas.
Lo definitivamente cierto es que en estos meandrosos temas biográficos que rodean el perímetro del territorio del proceso de morir, será cada vez más angosto el ámbito donde las propias personas puedan hacer opciones definitivas para considerar qué vida merece ser vivida en el proceso de morir.
La coyuntura ideológica normativa, la práctica hospitalaria, la mentalidad médica, el poder económico y la burocracia estatal serán los factores que en el futuro habrán de construir socialmente el modelo máximamente tolerable de la fase mínima de vida digna posible de ser vivida. Y por lo tanto, aquellos que desafíen vivir por debajo de dicho umbral tendrán que asumir los costos -no solo científicos-, por los cuales serán conceptuados como representantes de una cultura médica-paleolítica, sino también los juicios denostativos morales y religiosos, atento a que se los habrá de tratar de retrógrados, inadaptados a las prácticas y convenciones reinantes en los tiempos dinámicos y líquidos de la contemporaneidad.
Los costos de sobrevivir
Sin embargo, el desafío todavía más riesgoso que tendrán que afrontar ellos estará en la instancia económica que deberán asumir quienes decidan querer vivir por debajo del umbral que social y científicamente se terminará imponiendo como el registro estándar adecuado.
Las obras sociales y las prepagas médicas no atenderán a dicho gasto, que a su vez cada vez será mayor porque -por las mismas razones- tenderá también a ser más excepcional. Y el derecho prestacional a la salud que el Estado debe asegurar, posiblemente se discuta artificiosamente, que es de la salud como un bien de los vivos y no de un tercer género. Para ello, podrá acreditarse técnicamente -no de otra manera- que el Estado no merece ser considerado prestador de salud porque las condiciones de modificación de esa ‘vida no digna’ son inexistentes.
No desconocemos que puede parecer nuestro texto demasiado proyectivo de las relaciones sanitarias y del proceso del morir futuro. Si bien ello es cierto parcialmente, no pueden desconocerse registros de la realidad normativa argentina que orientan muy tímidamente -y creemos no mal intencionadamente- a tales desarrollos, para lo cual se habrán de requerir ajustes operativos.
A tales efectos, sólo aportamos que la ley 26742, que regula los derechos de los pacientes, en sus art. 11 y 11 bis incorpora las Directivas Anticipadas, que también han sido recogidas por el nuevo Código Civil y Comercial en su art. 60 (de las que, conceptualmente, somos fuertes defensores desde hace 15 años). Y si bien, en ambos lugares citados, se dice que dichas Directivas… no autorizan las prácticas eutanásicas, en nuestra opinión no queda a salvo de dicha excepción el suicidio asistido para cierto colectivo de personas; o que también -como posibilidad- se consolide la tesis actualmente discutida en la comunidad científica sobre la compatibilización del estado vegetativo permanente de una persona y la no realización de prácticas médicas por devenir ellas en realizaciones de encarnizamiento terapéutico.
Si esto último es así, estamos dándole la razón al Ivan Illich, quien 40 años atrás postulaba acerca de la iatrogénesis de la ciencia médica, esto es, sólo encarnizamiento que no postula resultado de mejora de la salud.
Mas no siendo de esa forma, debemos reflexionar acerca de si el mencionado modo de vivir -el estado vegetativo permanente- es un modo que no merece ser vivido o que está desprovisto de significado. Y será de nuevo con la gravedad de que serán ‘otros’ quienes -en principio- decidirán por aquél.
Antes fueron aquellos débiles o idiotas quienes no pudieron cuestionar la decisión de que sus vidas no merecían ser vividas porque era la fuerza del Estado la que imponía la respuesta. En el futuro, quizás, sean los que padecen estados vegetativos permanentes, entre otros, quienes no podrán escapar a tal derrotero por las consideraciones que más arriba apuntamos. Al fin de cuentas, no puede faltar la dignidad en el vivir como tampoco se puede carecer de ella en el proceso de morir. Mas la cuestión realmente compleja es la diversidad en la calificación de la dignidad.