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Un profesional mediocre

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Otto von Bismarck sabía de Estados pero no de leyes. Nada en sus inicios jurídicos indicaba que llegaría a algo en el futuro.

Por Luis R. Carranza Torres

Otto Eduard Leopold von Bismarck-Schönhausen, para abreviar llamado simplemente Otto von Bismarck, fue el arquitecto político de la unidad alemana en el siglo XIX. Apodado «Canciller de Hierro» por la implacabilidad de sus decisiones, nada hacía prever, en sus inicios, que llegaría a ser el artífice del Estado alemán unificado.

Nacido en cuna de oro, por influencia de su madre Otto recibió la mejor educación que el dinero podía pagar, pero no existe registro histórico de que en su tramo inicial la aprovechara, se destacase o mostrara el menor interés en nada.

Como suele suceder con aquellos que no terminan de saber qué hacer con su vida, en 1832, a la edad de 17 años, ingresó en la Universidad de Gotinga para estudiar Derecho. Repitió, en líneas generales, el pasar inadvertido académicamente. Sólo mostró un leve interés por las clases de Arnold Hermann Ludwig Heeren, historiador y profesor de Derecho público, a cuyas enseñanzas sobre el desarrollo político de los países europeos echaría mano en el futuro.

Y a pesar de que ingresó a “Corps Hanovera”, la asociación de estudiantes más antigua y prestigiosa de Alemania, apenas aprovechó las posibilidades intelectuales a su alcance.

En donde sí se destacó en sus días como estudiante universitario del derecho fue en el aspecto disciplinario. Una verdadera paradoja que quien luego como gobernante postuló la necesidad de orden y unidad, desordenara -y bastante- su comunidad universitaria.

Nada particularmente grave, sólo ocurrencias y bromas de estudiante, en algunos casos bastante pesadas. A causa de ello, su conflicto con la autoridad fue una constante por aquellos tiempos.

Mucho tiempo después recordaría con franqueza e ironía lo que denominó su «vida silenciosa» en la universidad, entendiéndola como la forma de desahogo de una personalidad que aún no encontraba su rumbo.

El joven Otto podía ser un incordio pero no se mentía respecto de sí mismo. En una carta escrita por esos días, a un amigo de juventud le confesaba: «Seré el último pelagatos del país o el hombre más grande de Prusia». Y nunca le faltó decisión para llevar a cabo sus metas, dentro o fuera del reglamento universitario.

En paralelo a sus faltas a la disciplina, Bismarck se destacó igualmente por su amor a los perros, de preferencia de gran tamaño, gran danés o similar. Vivía con uno, que era su compañero más cercano, en una personalidad que no terminaba de dar confianza a casi nadie.

Una vez fue llamado ante el decano por haber lanzado una botella vacía por la ventana, y llegó al despacho en compañía de su inseparable amigo, que causó con su actitud un inmenso miedo en la autoridad citante, que corrió a refugiarse detrás de su sillón, de donde no quiso salir hasta que personal de la universidad retiró el perro del despacho.

Sea que hubiera o no contribuido adrede a tal escena, lo cierto es que a Bismarck le sumaron a su falta original la cometida por el perro.

Raspando, con lo justo, aprobó materia tras materia hasta quedar en 1835 en condiciones de rendir su examen final de la licenciatura en Derecho. La superó, en idéntico modo.

No tuvo mejor desempeño con el título bajo el brazo. Inició la carrera judicial. De nuevo, lo suyo, más que carrera era un paseo al paso. Los tribunales de Berlín y Aquisgrán, sucesivamente, se disputaron el modo más elegante de sacárselo de encima.

A pesar de toda su parsimonia y desinterés, de esos años de no labor o semilabor judicial Bismarck adquirió algunas cosas como experiencia de vida. Y como el ser humano es más propenso a pescarse fobias que a adquirir buenos hábitos, su bagaje de ese tiempo fue decididamente en tal dirección: durante el resto de su existencia conservaría esa aversión hacia la burocracia y los ámbitos rígidamente formales, en donde todo parecía estar reglamentado en determinada forma.

Tener que obedecer a jefes fue también un problema durante ese tiempo y en los posteriores. Pero estaba lejos de llegar al cenit en la cuestión: cuando fue canciller, siempre se las ingenió para desobedecer al rey de Prusia, primero, y al kaiser, luego.

Y si los de administración del poder judicial prusiano pensaron que su traslado a los tribunales de Aquisgrán lo atemperarían en algo, o al menos la distancia a la capital pondría sordina a sus rebeldías, se equivocaron de cabo a rabo. Otto se preocupaba más por sus perros y los placeres mundanos que por los expedientes asignados.

La cereza de aquella torta de la displicencia fue cuando se ausentó de su tribunal de trabajo para viajar por diversos sitios siguiendo los pasos de una joven inglesa que prometía…durante meses y sin ninguna autorización, permiso o similar.

Siguiendo una costumbre administrativa que, al parecer, hemos heredado en algunos círculos, en vez de ponerle los puntos en claro se limitaron a darle otra vez el pase, esta vez a Potsdam.

Al partir, haciendo gala una vez más de su sinceridad inmisericorde hasta con él mismo, al ver sus calificaciones, en las que se reconocía su capacidad pero lo exhortaban a ser “más disciplinado en el servicio”, Bismarck comentó: «Creo que me han dado notas más altas de las que realmente merezco».

Con sólo tres años de antigüedad dijo basta y en 1838 renunció al servicio estatal para dedicarse a la política. La historia le daría la razón -más allá del éxito de sus guerras de conquista y unificación- respecto de su falta de aptitud para obedecer el derecho.

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