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¿Por qué hacemos lo que hacemos?

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En los últimos tiempos las neurociencias han venido a patear el tablero de una sociedad acostumbrada a justificar las conductas humanas sólo con cuestiones culturales.

Tildadas por algunos de moda pasajera, ninguneadas por otros, que dicen que sólo sirven para vender libros que hagan referencia al origen genético de la infidelidad, la consecuente catarata de chistes sobre el tema, tapa muchas veces la importancia del tema. En nada ayudan a situar en su justo punto la discusión aquellos absolutistas que juegan en la materia al todo o nada, atrincherando en sus afirmaciones, que viene a desplazar lo cultural y que lo biológico es el exclusivo origen de nuestro comportamiento.

Otros, en similar sentido, afirman que tenemos un “destino determinado” y que el “libre albedrío” no existe. Y hablamos de voces tan autorizadas, por ejemplo, como la de físico inglés Stephen Hawking, quien en su libro El gran diseño, escrito junto con Leonard Mlodinow, postula que nuestro comportamiento está determinado por una “mezcla” de miles de factores, que podría ser anticipada tanto como el resultado de un cálculo matemático.

Si tuviéramos la capacidad de identificarlos a todos y organizarlos en una suerte de larguísimo algoritmo, podríamos saber qué haría determinada persona en una situación. Y agregan que como eso, por ahora, no puede llevarse a cabo, nos conformamos con llamar esa imposibilidad de medir la composición de nuestra conducta usando la palabra “libertad”.

Ahora bien, ¿es tan así la cosa? ¿La conducta humana se origina sólo en la herencia cultural recibida o, por el contrario, estamos fatalmente determinados a actuar de acuerdo con los dictados de nuestro cerebro?

Ni una cosa ni la otra. Y esto lo dejan bien en claro las neurociencias. Si bien actuamos de acuerdo con una serie de reglas socialmente establecidas, también lo hacemos en conformidad con una “moral preconcebida en nuestro sistema nervioso”, como se expresaba hace poco en un artículo en la revista Nature. Allí se sugiere que la zona prefrontal del cerebro es la causante de nuestras emociones sociales, tales como la compasión y otros sentimientos para con los demás seres.

Estudios que se han hecho sobre gemelos han probado que los genes pueden ser los causales de 50% del comportamiento humano, en tanto que la otra mitad estaría predispuesta por el contexto social que nos rodea. En palabras más sencillas, podemos estar biológicamente inclinado a ser violento, pero si el contexto social en el que nos movemos nos contiene, difícilmente podamos transformarnos en monstruos agresivos.

Sin embargo, puede que el contexto no pueda contener nuestras inclinaciones naturales; va un ejemplo para ilustrar lo que decimos.

Hubo un famoso caso de un correcto señor que un día se transformo en un violador serial.

En prisión se le encontró un tumor cerebral en la zona frontal. Se le extirpo el tumor y volvió a ser el tranquilo hombre que otrora era. Al tiempo volvió a tener comportamientos sexópatas, se le hizo un estudio cerebral y se encontró que el tumor se había reagrupado. Nuevamente fue operado y volvió definitivamente a la normalidad.

Mucho queda por progresar en el estudio del cerebro y su relación con el comportamiento humano; sin embargo, nunca podrá avanzarse en conocimiento si prescinde de lo cultural; lo mismo ocurre con aquellos que desprecian la capacidad explicativa de las neurociencias, ya que la multidisciplinariedad es la forma más correcta de poder desentrañar por qué nos comportamos como nos comportamos.

Nada de esto es menor para el derecho. Todo nuestro ordenamiento jurídico, en sus distintas ramas, se basa en que el ser humano obra voluntariamente. Si la ciencia acredita lo contrario, aunque sea parcialmente, todas las teorías de responsabilidad, en lo civil, en lo penal y los demás sectores del derecho, deberían ser revisadas. Y los cambios no resultarían menores.

* Abogado. Doctor en Ciencias Jurídicas.
** Abogado. Magister en Derecho y Argumentación Jurídica.

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