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En defensa de la libertad de expresión

VALORES. En la redes, personas de todas las ideologías atacan a quienes piensan distinto.
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Por Lorenzo Bernaldo de Quirós * para La Vanguardia (España)

La carta abierta del presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, en la cual se planteaba su continuidad por la existencia de una campaña de acoso contra su persona plantea un viejo y recurrente problema en todas las sociedades a lo largo de la historia: el de los límites a la libertad de expresión. La desinformación no es un fenómeno nuevo. Ha existido siempre y las nuevas tecnologías reducen los costes para producirla y distribuirla a una escala sin precedentes. Por otra parte, la denuncia de ese fenómeno suele ser asimétrica; es decir, no se crítica sino se aplaude cuando se ejerce contra los adversarios, pero es inaceptable cuando uno es la víctima de ella. 

En este contexto, las víctimas de las hipotéticas o reales estrategias desinformativas plantean de forma expresa o tácita la necesidad de combatirlas. Esto se traduce de facto en la insinuación de que es preciso actuar para evitar esas prácticas. La “necesidad de hacer algo”, nadie ha de llamarse a engaño, supone una sugerencia o invitación a introducir restricciones formales o legales a la libertad de expresión; esto es, la censura. Y este enfoque es aceptado a priori por muchas personas de buena voluntad cuyas intenciones son sin duda honorables. Sin embargo, esto es peligroso en una sociedad que dice ser libre y aspira a seguir siéndolo. 

En su ensayo Sobre la libertad, John Stuart Mill estableció un principio básico: la única justificación por la que el poder puede ser ejercido sobre cualquier miembro de una comunidad civilizada, contra su voluntad, es prevenir que su conducta dañe a los demás. Desde esta perspectiva, el margen para limitar la libertad de opinión es muy estrecha y, en gran medida, borroso. Resulta muy difícil sostener y demostrar que muchas acciones afirmaciones causan un perjuicio tangible a los derechos de terceros y es muy fácil efectuar una interpretación extensiva de lo que se considera dañino. Por eso, la objetivación de ese criterio exige ceñirle a conjurar y, en su caso, castigar las agresiones contra la vida, la libertad y la propiedad de los individuos.

La mayor parte de los ordenamientos legales protege el denominado derecho a la “reputación”. En La Ética de la Libertad, Murray Rothbard recuerda algo elemental: los individuos son propietarios de su mente y, en consecuencia, de las ideas y de las opiniones que aquella alberga por repugnantes que sean. Nadie tiene derecho de propiedad alguno sobre los pensamientos de otro y otros sean estos reales, imaginarios, justos o injustos. Sin duda, este planteamiento rothbardiano es radical, pero refleja algo básico: las percepciones que uno tiene de los demás son por definición subjetivas. Difundir libelos sobre una persona es inmoral, pero es muy cuestionable que deba ser ilegal.

Por otra parte, la introducción de restricciones a la libertad de expresión plantea un problema insoluble; léase, la definición de qué opiniones son lesivas o no. Esto abre un enorme portillo para que cualquier gobierno decida de manera arbitraria qué es o no tolerable decir. En el extremo, quienes gozan de una mayoría, por definición coyuntural, en un sistema democrático tendrían la potestad de censurar las informaciones o las ideas que no les gustan y prohibir su difusión.  Esta tesis quizá parezca extrema, pero obedece a un axioma de consistencia lógica: la extracción de las consecuencias últimas de un razonamiento. Y, por otra parte, existen claras evidencias de que esto se produce ya en muchas ocasiones.

Las nuevas tecnologías pueden ser y son una fuerza tanto para el bien como para el mal, al igual que todas o muchas de invenciones realizadas a lo largo de la historia. En muchas redes sociales se practica el hostigamiento, se insulta y se ataca a colectivos o personas específicas. Y esas prácticas no son realizadas sólo por conspiradores malvados, sino por muchos y con planteamientos ideológicos no sólo muy diferentes, sino antitéticos. Esto es un problema, pero eso no legitima que esas expresiones se convierten en delitos y, por tanto, se sancione a quienes las profieren. 

En una sociedad libre, el pensamiento, por execrable que sea, no delinque. Son los actos los que lo hacen y son éstos los que, en su caso, han de ser objeto de castigo. Cuando se traspasa esa barrera, la libertad está en peligro y es esencial tenerlo en cuenta. Es inaceptable y, desde luego, peligroso, considerar lesivas o punibles informaciones que hieren la sensibilidad de la gente, aunque sea la de la mayoría; entre otras cosas, porque las sociedades modernas son plurales y no todos sus miembros tienen los mismos valores. Las ideas se combaten con ideas, la desinformación con información. Y los potenciales costes derivados del abuso de la libertad de expresión son muy inferiores a los que supone restringirla.

En las sociedades contemporáneas se asiste a un claro intento de muchos gobiernos y de sus paladines de censurar las opiniones que no les gustan o desafían el statu quo dominante. Los “progresistas” consideran intolerables las opiniones que critican su ideario o atacan a quienes las realizan; buena parte de la llamada derecha alternativa hace lo mismo allí donde gobierna. La tentación censora se está convirtiendo en una política transversal y hay que combatirla.  

(*) Presidente de Freemarket International Consulting (Madrid, España). Académico asociado del Cato Institute.

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