La última muestra del año del Museo Emilio Caraffa invita a un recorrido dominado por los antagonismos entre las geografías barrocas y los paisajes litoraleños, y la abstracción geométrica y el trazo plástico de las concepciones no occidentales
El Museo Emilio Caraffa abrió su última muestra del año el pasado jueves 12, exposición que podrá visitarse hasta el 8 de marzo en el horario de martes a domingos y feriados de 10 a 20 .
En la sala 1 se encuentra la nueva edición del “Premio Escultura Olmos 2019”, realizado en coordinación con Cultura Olmos, el Museo Caraffa y la Agencia Córdoba Cultura, en el cual se exhiben los proyectos premiados de Ana Capra, Aylén Bartolino Luna, Enzo Scurti, Sol Carranza, Mateo Grossi, Nicolás Monsú, Nehuén Moyano Cortés y Armando Tanús. Los proyectos se realizaron con el acompañamiento de clínicas impartidas por los jurados Pablo Insaurralde y Andrea Ruiz, y comparten ciertas cualidades que no se descubren en sus aspectos visuales sino en conceptos y en mecanismos creativos similares. En todos los casos, el denominador común con la disciplina escultórica tradicional es la ocupación del espacio real. Todas las obras remiten a un momento contemporáneo de las artes donde los aspectos performáticos, conceptuales y procedimentales han desplazado al antiguo interés representacional.
En la sala 2 se exhibe Cosmogonía, una muestra de dibujos y pinturas de Ricardo Tschamler con curaduría de Susana Verde. No es la primera muestra del artista en el Museo Caraffa -ya hubo una en 1976-, cuando la ciudad y el museo se disputaban entre otros circuitos y lecturas en relación al arte moderno. En este momento, Tschamler se presenta como uno de los artistas más dialógicos ya que sus obras tejen geografías barrocas y complejas entre el arte de vanguardia europeo y la representación de paisajes del litoral argentino, el imaginario selvático de Paraguay y el sur de Brasil.
Por otra parte, su búsqueda autodidacta se fusiona o combina con perfiles de una formación cordobesa de artistas locales como Roberto Viola, Horacio Álvarez y César Miranda. De origen alemán, nació en 1907, vivió desde muy joven en Argentina -desde 1929-, y residió en diversas provincias antes de instalarse definitivamente en Córdoba. Es en esta ciudad, donde Tschamler comienza a verse a sí mismo como pintor y donde encuentra voces que lo motivan a pintar y a continuar en una investigación constante sobre la imagen.
Por su parte, en la sala 3 se expone Evolución, una muestra de dibujo, pintura y collage de Cecilia Cubarle (Córdoba, 1975) conformada por una serie que representa un importante cambio en la idea que habría sostenido sobre el arte previamente, caracterizada por cuestionar a la misma institución (arte) de la cual participaban.
Las imágenes que ahora exhibe son resueltas con una límpida factura, donde formas geométricas de borde neto soportan un amplio abanico de color. Estas piezas -que a simple vista parecen formar parte de una genealogía de la abstracción geométrica, como el arte concreto, o el pop art- han ido cediendo rigidez ante el trazo más plástico y orgánico que otros materiales como el grafito y los lápices de color posibilitan, remitiendo de este modo a otras concepciones no occidentales del mundo. Este cambio de materialidad representa una renovación de sensibilidad, un cambio de rumbo que la dirige hacia sí misma, en un gesto donde prima la más revolucionaria de las actitudes vitales: la alegría.
En las salas 5, 6 y 7 se puede visitar Las formas de las fronteras, una muestra de Yaya Firpo (Victoria, Entre Ríos, 1973) conformada por dibujos, collages, objetos e instalación y cuenta con la curaduría de Carina Cagnolo. En un contexto en el cual la inmediatez propiciada por Internet y sus redes sociales puede generar la sensación de homologación, empatía o continuidad cultural de grupos humanos desterritorializados, la herética obra de Firpo se presenta potente y disruptiva, en tanto versa sobre la fragmentación al interior de cada comunidad. Sus mapas y banderas reconstituidos, intervenidos y desjerarquizados ponen en evidencia la vigencia de una retórica xenófoba y clasista que inunda mientras recuerda que son relatos: unas construcciones susceptibles y desmontables, que habilitan -como sujetos del Estado y de los discursos- a una apropiación de sus sentidos para usarlos a a favor de quien desee. Esta muestra, rica en símbolos, texturas y sentidos profundamente políticos, puede abrir el panorama hacia una introspección que urge en momentos de sensibilidades erizadas. Se trata de nuevas formas de habitar el mundo, de habitar los cuerpos, de nombrar, de identificar y de relacionarse con los otros, posibles a partir del reconocimiento de la propia sujeción.
Finalmente, en las Salas 8 y 9 se exhibe “Jardines flotantes” una muestra de Beatriz Pagés conformada por dibujos y pinturas. La obra, al mismo tiempo, matérica y delicada, se presenta como el misterioso relato de una experiencia interior; una perspectiva de mundos inaccesibles que se desvanecen en lo real. Sus telas de seda, sus papeles de arroz sostienen esa memoria de la unidad, de los opuestos que se acercan y repelen. Su obra, de frágil apariencia, es una poderosa manifestación de lo oculto, una especie de cartografía para delimitar esa región. Por momentos, sus diagramas imaginarios conducen a Odilón Redón o Paul Klee, referencias singulares en el arte moderno donde lo enigmático y lo genuino que reúnen en la imagen. En otras ocasiones, nos evoca un pasado más remoto, el nacimiento de la escritura, las pinturas rupestres, las caligrafías sagradas, los textiles andinos o las estampas orientales. Entendemos, entonces, que lo diverso nuevamente se reúne, se encuentra en el presente para devolverle sentidos y saberes olvidados, pero aún latente, espesor de pétalos y humo. De esta manera, la obra de Pagés es una sola obra, una experiencia gráfica que se extiende en el tiempo exterior y en el ondulante acontecer de la conciencia, formas dialécticas de la expresión.