El escenario latinoamericano, multifacético en sí mismo, muestra un mosaico de naciones que se debaten por consolidar sus proyectos nacionales. No es fácil la tarea. Las presiones internacionales, en especial la de Estados Unidos. son cada vez mayores. Pretende someterlas más allá de los modos del habitante transitorio de la casa que se encuentra al 1600 de Pennsylvania Avenue.
Los métodos elegidos, después del atentado del 11-S, son cada vez más sofisticados. Parten de la idea de estar viviendo una guerra distinta, en la cual los Estados están siendo desplazados en el uso del monopolio de la fuerza, enviando al archivo a Karl von Clausewitz, que, según enseñó en su clásico manual, la guerra es la continuidad de la política por otros medios.
La nueva realidad exige respuestas. Las usinas ideológicas acuñan nuevos conceptos o resignifican palabras. Las universidades y gabinetes estadounidenses, desde sus atalayas, analizan la nueva conflictividad. Parten de un documento cuasi secreto titulado "El rostro cambiante de la guerra: hacia la cuarta generación” en el que se intenta explicar el escenario bélico a futuro, atento a las experiencias de combate de la guerra de guerrillas, la guerra asimétrica, la de baja intensidad, la guerra sucia, las operaciones encubiertas, el terrorismo de Estado, la guerra popular, el terrorismo y el contraterrorismo, la guerra civil y el uso de la propaganda, para no comprometer los ejércitos regulares en los enfrentamientos para controlar grupos violentos o no, de naturaleza política, económica, religiosa o étnica.
Se han abierto las compuertas para que operen, con un status jurídico diferenciado, poderosos ejércitos privados, armados por grandes transnacionales, empresas privadas que arman y alquilan, al mejor postor, sus expertos (mercenarios) para que realicen el trabajo sucio en Irak, Afganistán, Medio Oriente, Timor Oriental, África, Asia y, así, dirimir conflictos de la más diversa naturaleza como la apropiación de yacimientos petrolíferos, minas de oro y diamantes, o el control de corredores de significativa importancia militar.
América Latina no escapa a ese cuadro de situación. Vive un peligroso proceso de militarización de la sociedad. La guerrilla, los grupos armados por irregulares y los ejércitos privados son una realidad. Los Estados han declinado sus jurisdicciones. Las justificaciones abundan. Intentan justificar su alejamiento del orden jurídico algunos gobernantes, que se deben enfrentar a poderosas bandas que protegen las operaciones de los carteles del narcotráfico, favorecen el tráfico de armas, facilitan el lavado de dinero y garantizan “la estabilidad” de los mercados de consumo. Los ejemplos de México, Colombia y Brasil son elocuentes.
Pero el crimen organizado va por más. Avanza a pasos agigantados. No le alcanza la participación y protección que les brindan políticos y funcionarios venales. Quieren apropiarse y poner a su servicio la estructura de numerosas naciones que aparecen estragadas por la pobreza. Honduras y Haití, los países más pobres del continente, están a punto de caer bajo su red.
Los sicarios imponen condiciones. El presidente Carlos Mauricio Funes ha recibido un virtual ultimátum de las maras salvadoreñas. Quieren participar en el diseño de las políticas de seguridad que emprende El Salvador, ya que nada se podría hacer –le dicen– sin su intervención. Le avisan de su poderío. Conforman un ejército disperso de casi