El encarar un tema de esta naturaleza, en que se suelen realizar comparaciones internacionales, es indispensable considerar muy especialmente las diferencias que existen entre un país de organización unitaria o centralizado frente a otro de carácter federal.
En los primeros, las jurisdicciones son sólo dos, nacional y municipal, coincidiendo con territorios no muy extensos. En cambio, en los países que adoptan el esquema federal, éstas se dividen en tres -nacional, estadual o provincial y municipal-.
Esta última forma de institucionalización involucra, sin excepción alguna, a los que disponen de superior amplitud espacial pues la descentralización hace más eficiente y facilita la prestación de los servicios. En el continente americano, Canadá, Estados Unidos, México, Brasil y Argentina la han adoptado desde el comienzo de su esquema constitucional. Debe advertirse que cuatro de los precitados figuran entre los ocho con mayor superficie de todo el planeta.
En nuestro caso, los diversos intentos se caracterizaron por la pretensión de Buenos Aires de monopolizar las máximas expresiones del poder; mientras las huestes del interior intentaban hacer valer lo que consideraban eran sus derechos indelegables. Incluso el primer Presidente constitucional, Bernardino Rivadavia, se ungió en la cima de un gobierno unitario. Pero cuando en la batalla de Caseros (1852) Urquiza venció a Rosas, la Constitución votada en 1853 optó por el federalismo. En esa oportunidad la Provincia de Buenos Aires no concurrió ni adhirió a consagrarla; por lo tanto, con expreso reconocimiento a la autonomía de las provincias (por entonces y hasta 1949, sólo catorce, además de diez gobernaciones), se sancionó por aclamación. En éstas últimas, las autoridades, disposición de recursos y asignación económico-funcional del gasto dependían de decisiones excluyentes a cargo del Gobierno nacional.
En consecuencia, no existía legalmente investido como tal un distrito federal (capital del país). La posterior reincorporación de la mayor provincia por extensión y población costó mucha sangre derramada, pues las condiciones en que habría de definirse fueron dirimidas en el campo de batalla, donde sus máximos conductores enfrentados fueron los generales Justo José de Urquiza y Bartolomé Mitre. En última instancia éste, aunque sin imponerse por las armas, consiguió sean atendidas casi todas sus pretensiones para concretar la integración definitiva. Por entonces la ciudad de Buenos Aires era capital de dicha provincia aunque admitió a la cúpula presidencial y de los restantes poderes nacionales (legislativo y judicial) sólo en carácter de “huéspedes”. Esta situación se modificó a partir de 1882, con la fundación de la ciudad de La Plata, que se constituyó en la capital provincial y viabilizó así que la de Buenos Aires se constituyera en el Distrito Federal, sede natural y permanente de las máximas autoridades.
La reforma constitucional de 1949 convirtió a nueve de las diez gobernaciones en sendas flamantes provincias (pasaron a totalizar veintitrés) mientras que la de Los Andes se dividió entre Salta y Jujuy. Esta organización institucional fue ratificada porque en este aspecto no introdujo cambios.
La evolución histórica de la población
En 1869 se realizó el Primer Censo Nacional de Población que, con los lógicos inconvenientes y falencias de esa época, estableció que el país contaba con 1.736,9 miles de habitantes, con un promedio de apenas 0,63 habitantes por km2, proyectando por tanto una desoladora visión de su virtual carácter de “inmenso desierto” salpicado por un puñado de ciudades y pueblos. El segundo censo, de 1895, ya reflejaba la reciente llegada de las primeras corrientes inmigratorias europeas, en especial constituidas por italianos y españoles, con los cuales se llegó a un total general de 3.955 miles (24,5% eran extranjeros). El tercero se verificó en 1914 y permitió constatar que en poco menos de 20 años se había operado un significativo “salto” para elevarse la población a 7.885 miles (+99,4%).
Desde entonces y hasta 1947, cuando recién se realizó el demorado cuarto censo, se tuvo plena constancia de que el número de habitantes totalizaba 15.894 miles, cifra que, de todas maneras, corroboraba un bajísimo promedio de 5,8 habitantes por km2, consecuencia lógica de un avance que sigue siendo muy escaso. Con posterioridad, el quinto censo -que data de 1960- revelaba que se había llegado a 20 millones de habitantes, lo que significaba un ascenso de 25,8% en el transcurso de 13 años. Sesenta años después, a fines de octubre de 2010, el respectivo censo constató un total de 40 millones con lo cual el promedio por km2 pasó a ser de 14,4, índice éste que vuelve a traducir un aún más lento proceso de crecimiento habitacional.
Si paralelamente se verifica lo sucedido en los cinco estados federales de América, puede advertirse que Canadá, segundo en extensión del mundo, es un caso especial pues apenas llega a 3,4 habitantes/km2 pues el área efectivamente poblada se circunscribe a una cuarta parte de su territorio debido a su proximidad al Polo Norte.
En el caso de Estados Unidos, con 9.632 miles de km2, tercero en superficie del planeta, esa relación llegaba a 31,8, lo que constituye una marca notoriamente baja. Prueba de ello es que las tareas rurales -donde rigen niveles de inferior remuneración- se ejecutan apelando, sin admitirlo explícitamente pero con muda aquiescencia, a la llegada de más de 11 millones de trabajadores, de carácter transitorio, mayoritariamente mexicanos que cruzan la frontera con alto riesgo de vida y permanecen en el anonimato más absoluto.
A su vez, México, vecino y primer proveedor de la primera potencia mundial, está ubicado al sur del Río Grande, siguiendo una línea fronteriza de 3.200 km entre ambos océanos. Dispone de una dimensión cinco veces menor que la de EEUU, pero ello no obsta para que logre una elevada relación de 51,5 habitantes/km2. Los dos restantes países que completan el mencionado quinteto están localizados en el Hemisferio Sur, siendo Brasil el que registra a máxima extensión con 8.515 miles de km2 -la cuarta superior mundial- y exhibe un promedio de 25,2 habitantes/km2. Según el FMI, es la séptima economía universal pero, en función del ingreso “per cápita”, queda relegada a un distante 95º lugar. Le sigue Argentina que, con 2.780 miles de km2, tiene un muy modesto promedio de 14,3 en el habitantes/km2; si bien ostenta el rango 28º, cotejando su PIB, pasa al puesto 76º considerando la media por habitante.
La obligada expansión del sector público
Este enfoque, que pretende evaluar y caracterizar la gestión del Estado, admite diversas metodologías de análisis. Entre ellas están las que distinguen como indicadores válidos a ese efecto el crecimiento del número de agentes que se desempeñan en su ámbito y la proporción que asumen respecto al total de la ocupación, así como la línea tendencial en cuanto al nivel de los gastos de consumo y, obviamente, de inversión que permiten capitalizar al sector. Respecto de la evolución histórica de estas facetas, es indispensable tener muy presente que hasta 1930 regía en Argentina un esquema que pregonaba la prevalencia del “libre juego en la interacción en la oferta y demanda”, tratando de circunscribir la participación pública debajo del equivalente a 18% del PBI (salvo durante los años de la Primera Guerra Mundial). No obstante, hubo algunas excepciones significativas: en primer lugar, la creación en dos tiempos -1923 y 1928- de la primera empresa pública en el ámbito mundial especializada en las diversas etapas de la industria petrolífera (YPF) junto con la instalación y explotación de un sistema ferroviario complementario que luego se habría de integrar mediante la estatización de aquellos a cargo de capitales ingleses y franceses. Lo paradójico es que el economista más prominente del liberalismo autóctono, el doctor Federico Pinedo, fue obligado por las circunstancias a convertirse en el ”piloto de tormentas” y apeló al mayor intervencionismo estatal, el cual supuso equivocadamente que regiría sólo “temporariamente”, sin advertir que el mundo había cambiado y ello era irreversible.
La gran crisis de los años treinta y la declaración en 1931 de inconvertibilidad de la libra esterlina, área en la que estaba inserta Argentina, obligó un par de meses después a introducir el control de cambios e implementar una serie de medidas proteccionistas que impulsó una mayor expansión den las actividades a cargo del sector público. Durante los años que precedieron a la Segunda Guerra Mundial y durante el transcurso de ésta, el virtual aislamiento y escaso volumen de las importaciones impulsó un esquema de sustitución de ellas que generaron las condiciones para que el Estado pasara a desempeñar un rol activo que, obviamente, se tradujo en nuevos y sostenidos incrementos del gasto. La creación de las Juntas Reguladoras de Granos y Carnes, de la Dirección Nacional de Vialidad y hasta del Banco Central simbolizan ese proceso.
En los años inmediatos de posguerra, la Europa hambrienta no vaciló en adquirir a buen precio todos los excedentes agrícolas y cárnicos disponibles; pero para 1950 ya dejó de actuar de esa manera y nuestro país sintió el virtual aislamiento con mucho de castigo por su sospechosa “neutralidad” que no ocultaba la mayor simpatía por las denominadas Potencias del Eje. En cuanto a los ingresos públicos, la introducción de los impuestos a las Ventas y diversas expresiones del gravamen que recae sobre rentas netas (Réditos, Eventuales y Extraordinario) junto con los instrumentos financieros creados para sostener un sistema de seguridad social, lograron paliar en buena medida la lógica baja de los tributos sobre el comercio exterior que antes habían sido esenciales, permitiendo cubrir así los nuevos requerimientos.
No obstante, a partir de 1946 se apeló cada vez mas a la emisión monetaria que, desde entonces, ha seguido jugando una gestión equilibrante de las cuentas publicas, pese a que su uso desproporcionado y sistemático sea harto peligroso. La relación gasto/PBI llegó en 1946 a un nivel récord de 46,9%, pero ello sería por un lapso limitado. La firma, el 4 de diciembre de 1958, de la primera Carta de Intención con el FMI impuso un severo programa recesivo que preveía una contracción inmediata de 15% en el gasto e igual proporción en el número de sus empleados.
Lo peor fue que, simultáneamente, se implementaron medidas para bajar la inversión, “demorando la terminación de proyectos de obras públicas y postergando nuevos proyectos”. Por supuesto, este conjunto de restricciones se tradujo en un marcado deterioro del salario y reducción en la participación global de los asalariados (-23,5% solo en 1959). Durante el quinquenio 1959/63 se produjo una piramidal suba que multiplicó los déficits nada menos que ¡por diez!
En los posteriores años del decenio siguiente, en que irrumpió el denominado Proceso (1976/83) con su elevado grado de autoritarismo y represión, paralelamente se intensificó aún más el grado de concentración de la riqueza, y la relación gasto público/PBI cayó a 27,2%, impulsando la paralización de las obras de mayor magnitud. Al mismo tiempo se derivaron a las provincias todas las erogaciones en los servicios de educación, menos la universitaria, y los de salud tanto en sus niveles primarios como secundarios. Dado que las provincias no poseían suficientes recursos propios para encarar todas estas nuevas funciones, las deficiencias asumieron continuos y crecientes deterioros.
En los últimos treinta años (1984/2013), luego de un lapso de difícil tránsito debido a la debilidad política e institucional, sobrevino en la última década del siglo una gestión de inspiración neoliberal extrema que, además de llevar a que se doblara el monto de la deuda externa, la mencionada relación gasto público/PBI descendió a las más bajas marcas de 1955 en adelante. Con posterioridad, a partir de mediados de 2003 y hasta la fecha, se revirtió la tendencia pues el gasto público nacional ha vuelto a registrar un promedio anual de 28,7%; que se acrece con un 5,8% que las provincias asignan al destino final y 1,4% del conjunto de municipios.