Cuotas de resarcimiento y gravámenes a las empresas fueron -en Argentina- algunos de los intentos para disminuir ese flagelo, con escaso éxito. Marcos González, contador público, se refirió a los
antecedentes legislativos y a los actuales beneficios fiscales con objetivos ambientales, entre otros aspectos
“Si hay algo que tienen en común las dos opciones, ya sea aplicar una multa por contaminar o establecer un impuesto a la contaminación, es que en ambos casos hay una gran cantidad de dinero en juego.
Pero se supone que una multa es una sanción que se aplica ante una conducta que la sociedad rechaza, como cruzar con el semáforo en rojo. El impuesto, en cambio, es el pago por una actividad que la sociedad autoriza.
Pagar una cuota por volcar el efluente es lo mismo que pagar por estacionar el auto sobre una rampa para discapacitados”, señaló Marcos González, contador público y especialista en Tributación (UNC), al ser consultado por Factor sobre la política fiscal que se aplica en el mundo y en Argentina con respecto a este tema.
El profesional se refirió a que en la década de 70 se desarrolló un principio que se llamó “el que contamina paga”, que en la década de 80 se resumió como “principio contaminador-pagador”.
Con respecto a si realmente pagan los contaminadores, el especialista agregó que multas por contaminar hubo muchísimas y el monto de las sanciones suele variar de reducido a insignificante. En muchos casos, las empresas prefieren pagar las multas antes que hacer cualquier inversión descontaminante.
-¿Cuál es el rol del Estado para hacer efectivas las multas?
-Llegar a esas multas mínimas se hizo siempre muy difícil por la ausencia de una adecuada estructura de control. Esto ocurre porque cada ley define qué entiende por contaminación. Es decir, la ley permite arrojar una pequeña cantidad de efluentes al agua o al aire, siempre que no se supere un mínimo.
Y para saber si las empresas cumplen o no con los mínimos establecidos, hay que tener equipos de medición y personal capacitado que sea incorruptible o que esté lo suficientemente controlado.
Esta situación no se presenta con demasiada frecuencia, al menos en nuestro país. Sin embargo, además, hace falta que el organismo encargado del control ambiental tenga el poder político necesario como para hacer cumplir la ley, a pesar de las presiones que pueda sufrir por parte de los grandes grupos económicos. En definitiva, un gran contaminador suele ser una empresa importante, que ha contribuido a la campaña electoral del partido gobernante o que en otros tiempos tuvo un contacto fluido con las altas esferas del poder militar. Esto no es solamente un problema de Argentina.
El autor estadounidense Henry Still afirma que ninguna agencia, incluido el gobierno federal, es lo bastante fuerte y solvente como para imponer una política única del régimen de aguas a escala de un país o un continente.
Un informe del Worldwatch Institute de Washington expresa lo siguiente: “El instrumento más poderoso para remodelar las economías nacionales hacia una actitud ecológica preservadora tal vez sea la fijación de impuestos.
Fijar impuestos sobre las actividades que contaminan, agotan o de algún modo degradan los sistemas naturales, es un modo de asegurar que se tengan en cuenta los costos ecológicos en las decisiones privadas.
Ante un impuesto a la contaminación, cada productor o consumidor individualmente decide cómo ajustarse a unos costos más elevados: un impuesto sobre las emisiones atmosféricas haría que algunas fábricas incorporaran controles de contaminación, otras cambiaran sus procesos de producción y otras rediseñaran productos a fin de generar menos residuos”.
A partir de aquí, los autores se permiten ir más allá, suponiendo que los impuestos ecológicos podrían ser la base de la política tributaria de todos los países. Es decir, que en vez de cobrarse impuestos a las Ganancias o al Valor Agregado, se cobrasen casi exclusivamente impuestos a la contaminación, al mayor uso de agua o de energía, a la erosión de los suelos, lo que permitiría rediseñar completamente la economía mundial sobre bases conservacionistas.
-¿Cuáles han sido las políticas en países desarrollados?
-En 1972, los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), que agrupa a los más desarrollados, adoptaron el principio ya mencionado “el que contamina paga”.
Durante las décadas siguientes se ensayaron numerosos impuestos ecológicos en esos países con distintas variantes tributarias sobre actos contaminantes: por ejemplo, impuestos a la contaminación del aire y del agua, al ruido, al uso de productos nocivos como los gases que afectan la capa de ozono, ciertos fertilizantes, las pilas que contienen mercurio o el plomo de las naftas.
Acerca de los resultados de estas políticas, el Banco Mundial opina: “El principio de quien contamina paga no es útil en situaciones en que es difícil identificar y vigilar a los contaminadores.
Estados Unidos trató de aplicar el principio de quien contamina paga por medio del programa del Superhondo. Este programa tiene por meta la restauración de los vertederos de desechos peligrosos, mediante la aplicación de impuestos al petróleo crudo y las materias primas de los productos petroquímicos, y ha de reponerse recuperando los costos de limpieza de los que contaminaron en el pasado. Este intento ha sido un fracaso: se ha gastado mucho en litigios y poco en limpieza”.
El licenciado en Economía Política y profesor Antonio Elio Brailovsky va más allá y habla de prohibiciones: “Podemos trabajar con políticas tributarias en aquellas situaciones en las que nos proponemos ahorrar recursos naturales o energía, o racionalizar su uso.
Aplicar un impuesto al consumo excesivo de energía puede ayudar a que no se despilfarre. Pero en aquellos casos en los que la conducta industrial afecta la salud o la vida de las personas, la herramienta fiscal no es posible, porque los derechos humanos no deben ingresar a los mercados, por un imperativo ético.
El asbesto o amianto causa enfermedades pulmonares gravísimas, incluyendo cánceres de pulmón. No hay que aplicarle un impuesto para encarecerlo: hay que prohibirlo, sin dejar la posibilidad de que alguien logre ingresar en sus cálculos económicos la posibilidad de usarlo”.
-Argentina, ¿ha tenido políticas fiscales con respecto a este tema?
-En Argentina, el primer antecedente de un impuesto por contaminar data de 1978. El gobierno de facto encabezado por el genocida Jorge Rafael Videla, mediante decreto 2124/78, estableció el principio “contaminador-pagador” mediante un impuesto que se llamó “cuotas de resarcimiento por contaminación”. Sus propósitos fueron:
-Por una parte, “estimular a las industrias a construir sus plantas de tratamiento de efluentes líquidos”. Aclaremos que muchas de ellas ya los tenían: el gobierno peronista se las había financiado con una desgravación impositiva. Las tenían pero no las usaban, ya que se necesita gastar mucho dinero para hacerlas funcionar.
-También querían compensar “las mayores erogaciones que causan a la empresa Obras Sanitarias de la Nación los efluentes residuales líquidos provenientes de actividades industriales”.
El decreto se aplicó sobre “aquellos establecimientos industriales que, por carecer de instalaciones depuradoras de sus líquidos residuales, o por poseerlas en grado insuficiente, produzcan un efluente fuera de las condiciones exigidas por las reglamentaciones vigentes”.
El impuesto era proporcional al caudal diario del efluente, a la concentración de sustancias contaminantes y al número de años que la fábrica siguiera echando tóxicos a los ríos. Sin embargo… “hecha la ley hecha la trampa” (y si hay algo en lo que somos expertos los argentinos es justamente en hacer trampa): muchas fábricas diluyeron su efluente con mucha agua para reducir la concentración de sustancias contaminantes. Es decir que no sólo contaminaban sino que además despilfarraban agua.
Para que dejaran de cobrarle la cuota, la empresa tenía que construir una planta de tratamiento de efluentes y que no se comprobaran deficiencias en su funcionamiento.
A nadie se le ocurrió ir a ver si, además de tenerla, la usaban todos los días. Lo que hubiera sido, por otra parte, una preocupación inútil: durante todo el período de vigencia del decreto no se construyó ni una sola planta de tratamiento de efluentes.
Todas las fábricas prefirieron pagar puntualmente sus cuotas de resarcimiento antes que descontaminar. Las cuotas de resarcimiento fueron reemplazadas por un impuesto a la Contaminación durante el gobierno de Raúl Alfonsín, con resultados semejantes, y finalmente olvidadas.
Conclusión
Según González, actualmente existen dentro de los demás impuestos normas de incentivos que en muchos casos son compatibles con objetivos ambientales, tales como los regímenes de tierras áridas y la exención de las Ganancias de ciertos sujetos que realizan actividades de disposición de residuos, vinculadas con el saneamiento y la preservación ambiental. “Por otra parte también se han dictado normas legales que tienen el propósito de fomentar el desarrollo de combustibles y tecnologías limpias”, refirió el profesional.
“Hace falta que el organismo encargado del control ambiental tenga el poder político necesario para hacer cumplir la ley, a pesar de las presiones que pueda sufrir por parte de los grupos grandes grupos económicos”.