El tratamiento sistemático que se viene dando al desenvolvimiento contractual en sucesivas publicaciones precedentes ha permitido concluir en que, por la modalidad con la cual se despliegan las profesiones de la industria de la construcción, surge típico y predominante, el contrato de ejecución continuada o de tracto sucesivo.
Esta modalidad implica el cumplimiento de las prestaciones debidas de manera prolongada en el tiempo el que, en el contexto de la locación de obra, resulta una condición inherente al objeto de la prestación que requiere de aquel para su cumplimiento. Más aún, el contrato de construcción, como una especie del género locación de obra, configura el eje de un conjunto de contratos que, por sus múltiples vinculaciones e influencias recíprocas, constituyen un sistema.
Existirá conexidad contractual –sistema- cuando para la ejecución de un único objeto, deban celebrarse entre las mismas o diferentes partes, una pluralidad de contratos que interactúan entre sí a través de una finalidad económica común (El Inversor y la Construcción N° 390).
Ahora bien, tratándose de una convergencia de relaciones jurídicas que conformarán este sistema propio al contrato de obra, va de suyo que muchas veces aquellas –las diversas vinculaciones- podrán celebrarse con tiempos, lugares, partes e incluso ordenamientos legales distintos y, con más extensión, podrían formalizarse en el contexto de situaciones sociales, políticas y económicas determinadas.
Esto crea lo que algunas doctrinas llaman “el ambiente” del contrato, para significar de este modo, que las partes han consentido obligarse bajo ciertas condiciones que resultan –dentro de aquel- pautas determinantes para su celebración al punto tal que si aquellas fueren distintas a ese tiempo, el contrato no se hubiera formalizado o bien, habría surgido uno diferente.
El tiempo de ejecución posee entidad suficiente muchas veces, para alterar aquellas condiciones vigentes dentro del ambiente original y acarrear consecuentemente, alteraciones de las condiciones tenidas en miras para que las partes se obligaran.
Así esto, es de tener en cuenta que las partes de un vínculo jurídico de la naturaleza del analizado, no lleguen a imaginar, prever, o puedan alcanzar un conocimiento anticipado cierto, respecto del devenir de ciertas variables propias a el o bien, que el comportamiento futuro de las que eran conocidas, acontezca realmente, o se verifique en su tiempo pertinente.
Alterini llama a esto “circunstancias del contrato”, y las describe siguiendo a López de Zavalía –Teoría de los Contratos, Edit. Zavalía- al decir que “…cada contrato está inmerso en la vida, no desconectado de ella, (…) que lleva a tratarlo como un caso único, en un medio ambiente en el que surge, llega a ser eficaz y se desenvuelve. Se trata de las circunstancias del contrato (…) son externas a el y constituyen su mundo o su ambiente” (Contratos Civiles, Comerciales y de Consumo, pág. 231). Esto es absolutamente cierto.
Si bien lo que se viene tratando es una regla de carácter general con vigencia para cualquier contrato, se potencia dentro de la trama de los de obra en mérito al diferimiento temporal respecto al cumplimiento de sus prestaciones como objeto de sus obligaciones.
Ahora bien, debe quedar implícitamente entendido, que más allá del alea que pueda resultar propia al transcurso del tiempo dentro del desarrollo y ejecución de todo convenio, las partes han obrado con la normal diligencia frente a la nota de previsión o predicción de lo conocible, tanto en relación a la naturaleza del acto, como a su contenido, a las condiciones o circunstancias de su celebración, e incluso con relación a la calidad de los contratantes.
La articulación armónica de estas variables tornará posible que las partes prevean razonablemente el transcurrir de lo conocido o esperable dentro del marco dado a sus obligaciones, sin dejar librado al azar el motivo y sus consecuencias, de aquello que los llevó a vincularse.
El desajuste del andamiaje que sostiene la estabilidad de los contratos dentro de su ejecución diferida o de tracto sucesivo, llevará a que sus lagunas de concepción por un lado, o a las vicisitudes sobrevinientes por circunstancias inadvertidas temporáneamente por otro, serán suplidas por la interpretación de los jueces de la manera que mejor se conforme con el fin económico o práctico perseguido por el convenio.
Sin embargo, resulta impensable que reconociendo al contrato como un medio para alcanzar variados fines entre los cuales el económico es el relevante, subordinado funcionalmente al movimiento de los mercados del que resulta un elemento objetivo central como parte fundamental del tráfico comercial y generador de riqueza para motorizar el desarrollo económico-social, supedite su funcionamiento, interpretación y dirección teleológica, al criterio jurisdiccional.
Sería inviable materialmente, que toda derivación de circunstancias contractuales imprevistas recalen en los tribunales para su solución.
Por otro lado, resultaría una contramarcha respecto a la dimensión práctica propia de la factura legislativa del Código de Comercio que, aprobado a fines de 1859, fue nacionalizado en septiembre de 1862 el que, no obstante su antigüedad, abastece las exigencias para solventar la realidad impuesta por el tráfico mercantil.
El tránsito conceptual llevado a cabo no es gratuito ni casual, tiende a decantar serena y lógicamente sobre la plataforma de dos instituciones vitales dentro de la celebración y ejecución de los contratos esto es, su interpretación e integración.
Estas, como actividades derivadas del funcionamiento contractual, se imponen cuando se requieren precisiones que las partes no establecieron oportunamente, o bien cuando habiendo siendo pactadas, las circunstancias o el ambiente de materialización han variado respecto a lo que regía al momento de formalización. También cuando se hubieren empleado palabras o cláusulas que no ofrezcan claridad o se verifiquen omisiones que resulten necesarias esclarecer e incluso, existan términos que, dentro de un mismo contexto, refieran o se apliquen a más de un significado o bien y muy frecuentemente, que las partes no hayan establecido con exactitud el alcance de sus obligaciones.
Interpretar es entonces declarar el sentido de una expresión formulada por escrito y, en el caso de aplicarlo al contrato, significa determinar el alcance de sus cláusulas o estipulaciones concebidas al tiempo en el que las partes decidieron vincularse, toda vez que puede suceder que el sentido literal de los contenidos, resulte dubitativo o no coincida con lo que se presume haya sido la verdadera intención de los contratantes.
En definitiva, se trata de hacer prevalecer la voluntad de los interesados sobre las palabras, desentrañando una dirección teleológica sobre la base de lo concebido con anterioridad al surgimiento de la duda en ocasión de medir el alcance de un significado determinado.
Siguiendo a Borges cuando dice que “Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten” (El Aleph, pág. 259 – año 1949), se logra establecer y entender que la interpretación, es la acción de transferir a la actualidad, el sentido preciso de las declaraciones de voluntad que las partes tuvieron en el pasado.
Si bien tal interpretación es muchas veces objeto de pronunciamiento judicial, las partes son las que resultan ser quienes están en mejores condiciones para establecer e implantar el sentido de lo que acordaron.
Tal conducta dentro del vínculo, es la llamada interpretación auténtica, que toma su denominación en orden a que son actores de aquella, quienes establecieron la dirección de las declaraciones de voluntad.
La integración en tanto, es la actividad dentro de la ejecución del convenio, que sobreviene ante la ausencia de una regulación concreta que impide por ello, contar con la debida certeza.
En efecto, trayendo una síntesis conceptual práctica se dirá que “…la integración es una reconstrucción objetiva de la relación contractual (…) porque es muy raro que las partes al celebrar el contrato tengan presente todas las consecuencias, alcances y efectos que va a tener el mismo convenio, por lo que es indispensable integrar el acuerdo completando con normas supletorias establecidas por el legislador, las omisiones que las cláusulas convenidas por las partes hubieren dejado…” (Sanchez Medal, De los Contratos Civiles- pág.79).
En los hechos, será entonces vincular en sintonía dos variables esto es, instalar el derecho aplicable accesoriamente que resuelve la omisión surgida, y que tal actividad remita a la naturaleza jurídica del contrato por cuanto es esta, la que determina la norma supletoria que le debe ser aplicable al caso.
La doctrina sobre la materia es pacífica al reconocer que la actividad de integración finca en cuatro principios rectores que no deben conmoverse, ya fuere ésta ejercitada por las partes, por terceros y, con más razón cuando provenga desde la jurisdicción. Tales son la búsqueda de la verdad, la buena fe, la igual consideración entre los contratantes y la equivalencia de las prestaciones.
La preservación del sinalagma contractual por el ejercicio de la interpretación e integración, encuentra resguardo en el art. 1071 -2da. parte- del Cód. Civil cuando sostiene que “La ley no ampara el ejercicio abusivo de los derechos. Se considera tal al que contraríe los fines que aquella tuvo en miras al reconocerlos o al que exceda los límites impuestos por la buena fe, la moral y las buenas costumbres”.
También por el art. 1198 –primera parte- del Cód. Civil que regula “Los contratos deben celebrarse, interpretarse y ejecutarse de buena fe y de acuerdo con lo que verosímilmente las partes entendieron o pudieron entender, obrando con cuidado y previsión…”
La articulación de estas normas es-por caso y a título de ejemplo- un camino habitual de interpretación e integración aplicable a los contratos.