Tal como se halla construida la fórmula contenida en el art. 168, CP, pareciera resultar de ella que el extorsionador debiera en efecto infundirle miedo a la víctima de manera tal, que ésta resultase intimidada, es decir, violentada moralmente por medio de amenazas ilícitas, tal cual lo dispone el art. 34 inc. 2, 2ª. parte, CP. Pareciera, entonces, que este delito requiriese que, en efecto, la víctima deba hallarse intimidada, en el sentido de que debe habérsele inspirado por medio de aquellas amenazas un temor fundado de sufrir un mal inminente y grave en su persona, libertad, bienes, honra, etc., conforme lo establece el art. 937, CC. En una palabra, que el ofendido hubiera experimentado una fuerte impresión en sus afectos.
Sin embargo, parece mucho interpretar que el delito de extorsión deba requerir tanto, o requiera lo que requiere la coacción, porque cuando el art. 34 inc. 2, 2ª parte, describe a ésta, lo hace para establecer que el hecho típico y antijurídico que ha cometido quien ha sido intimidado
. Esto no es robo sino extorsión, aunque la víctima no hubiese llegado a experimentar el miedo que nutre a la intimidación del art. 34, inc. 2. A la inversa, el actor que comete un crimen para evitar la silbatina no podrá ampararse en el art. 34, inc. 2
.
Vamos a suponer que una persona hubiera perdido una cosa de su propiedad y que un tercero la hubiera encontrado. Este último puede obrar cumpliendo lo que le manda el Código Civil o puede apropiarse de lo que perdido encontró. Claro es que si optara por esto último, cometerá el delito del art. 175, inc. 1º, porque nadie se puede apropiar de cosas ajenas aunque las hubiese encontrado perdidas (CC, art. 2528). Vamos a suponer, también, que el hallador fuera una persona honesta y que procurara la entrega de lo encontrado a su dueño, quien, por haber perdido una cosa, puede acaso ser tenido como una persona descuidada y torpe en el manejo de lo suyo. En razón de que el hallador honesto tiene derecho a una recompensa (CC, art. 2531, y ss), es de suyo que tiene derecho a pedirla, y es de suyo que el propietario de la cosa tiene el deber de pagar aquella recompensa. Mientras un derecho sea ejercido regularmente, es decir, sin abuso (CC, art. 1071), el hecho de pedir la recompensa no puede ser sino un hecho lícito, porque se deriva del ejercicio legítimo de un derecho. En este orden de ideas, el hallador y el dueño habrán llegado a un acuerdo de voluntades; el asunto podrá darse por concluido, y cada cual con lo suyo.
A esta altura se hace necesario tener especialmente en cuenta la
. Puede ocurrir, sin embargo, que todo se presente de muy distinto carácter y que los modos sean otros. Así, puede ocurrir que el hallador establezca ciertas condiciones que el dueño deberá satisfacer. Ahora se trata de que éste
. Desde luego que no vemos en ello el pago de lo que la ley tiene por “recompensa”, máxime cuando el hallador es considerado como un depositario que recibe una recompensa por los
. Pasemos por alto en este lugar que la recompensa es debida sólo cuando el hallador hace saber
.
En síntesis, pensamos que quien encuentra una cosa perdida y condiciona la entrega por precio, comete extorsión, salvo cuando el derecho de recompensa pueda ser ejercido legítimamente. Esto no ocurre toda vez que el hallador hubiese omitido dar aviso de inmediato al dueño, o cuando, sin el pago, se amenaza con no entregar la cosa. Mientras que la recompensa es por los cuidados, la extorsión representa el pago de la cosa misma como una forma de rescate.
Las cosas no cambian toda vez que el extorsionador fuera quien primero hurtara o robara el objeto de utilidad para extorsionar al dueño. Frente a las reglas del concurso, no se podrá entender que esta hipótesis debe resolverse por el concurso ideal. Entendemos que el concurso es real, porque si primero se hurta o se roba, y en otro tiempo distinto se extorsiona, no puede aplicarse el art. 54 y corresponderá llamar al 55 ■
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