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El mito del proceso oral (con particular referencia a los procesos civil y laboral – leyes 8465 y 7987)

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Una crónica del diario La Voz del Interior del domingo 16 de mayo de 2010 daba cuenta, al menos en lo que pudimos apreciar, de que una eventual reforma del procedimiento civil y comercial actual en nuestra provincia, concretamente, mutar su calidad de escrito a oral, terminaría con los “vericuetos” (que alongan los tiempos) y así las decisiones se alcanzarían más rápido

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. En definitiva, la nota parece adherir a la tesis según la cual el proceso oral evita la “chicana”, impide la eternización del juicio y allega al justiciable, en tiempo adecuado, la resolución final del conflicto que sometió a la Justicia.
Esta lectura nos ha movido a reflexionar sobre el asunto y, en ese entendimiento y con el ánimo exclusivo de abrir el intercambio de ideas, nos permitimos esta breve glosa para señalar que, respetuosamente, disentimos con aquella teoría (por llamarla de alguna manera), al menos en lo que respecta al proceso civil y también al proceso laboral actual (ley 7987). Por de pronto, los pronunciamientos rápidos no garantizan decisiones jurídicamente correctas que es lo que el proceso, como instrumento técnico para la resolución pacífica de una controversia de intereses, debe garantizar, porque ello está en la esencia del art. 18 de la Constitución Nacional. Es cierto que la mora en la definición de un pleito conspira contra el valor justicia, en tanto que la solución inoportuna genera un doble daño en el interés concreto de quien, aun concediéndosele razón, no logra materializar lo que el fallo le otorga o reconoce, y también en sus expectativas, frustradas por una decisión que en los hechos no alcanza o no colma el objetivo propuesto que el mismo decisorio judicial admite.
Empero, a nuestro ver, la solución no pasa por la “oralidad” del sistema (o, mejor, por “oralizar” el juicio civil), si por ello se entiende que, quitándole al proceso su carácter escrito, tal trastrocamiento importará, automáticamente, acabar con la demora en la resolución de una causa y con la dilación del pleito (deméritos que se atribuyen, en no pocos casos, al sistema escrito). Debe partirse de la base de que tan importante es el fallo a tiempo como que éste sea lógica y legalmente fundado, porque en esto último –que el constituyente local consagró como requisito insoslayable de validez de (en nuestra opinión) toda decisión jurisdiccional (art. 155, CProv.)– residen las garantías de libertad, seguridad y propiedad del ciudadano, datos distintivos de una sociedad democrática.
Y bien, el equilibrio entre oportunidad y justificación (léase, pronunciamiento ajustado a derecho) está más cerca de lograrse en el marco del proceso escrito que en el oral (dejamos al margen, ex profeso, el proceso penal, que tampoco es completamente oralizado pues –nobleza obliga– no transitamos ese fuero con la asiduidad que nos permita una apreciación crítica seria al respecto; no ocurre lo propio con el civil-comercial y el laboral. Además, en el plano penal funciona la prescripción, por lo que bueno sería tener una estadística seria de cuántas causas en realidad prescriben sin juzgarse). Veamos.
En primer lugar, no existe en nuestro sistema ritual un proceso oral puro (o sea, sin formas escritas) pues, por caso, en materia laboral, un segmento trascendente del debate se produce en la etapa conciliatoria, que es escrita. Allí (además de la interposición de la demanda y su contestación) se ofrece la totalidad de la prueba y se diligencia un sinnúmero de medios de convicción de importancia trascendente en el resultado final de la litis. Allí también pueden plantearse, además de la reconvención, tantas excepciones (art. 38, ley 7987), incidencias y recursos ordinarios (nulidad, reposición y apelación) como ocurre en el plano del proceso civil. Baste con apreciar que toda la informativa, las pericias (de cualquier tipo), la prueba instrumental y la exhibición de documentación laboral o contable (a guisa de ejemplo) se llevan a cabo, en modo escrito, ante el juez de conciliación. Para todo ello hay 90 días hábiles que, según entiende calificada doctrina, es un plazo ordenatorio y no fatal, a diferencia de lo que sucede, por caso, en el proceso civil, completamente escrito, cuyo término máximo y fatal es de sólo 40 días (juicio ordinario, el más amplio). De otro costado, las excepciones e incidencias tienen previstos plazos y recursos (en el procedimiento laboral), y éstos tramitan también en segunda instancia y, a todo evento, con impugnaciones de casación (queja) e inconstitucionalidad.
Por tanto, cuando se habla de juicio oral, en realidad se hace mención sólo a una parte del procedimiento, que es el que se diligencia con la declaración de actor, demandado y testigos, en audiencia pública, nada más. Empero, esa condición (o esa situación), en sí misma, no certifica ni asegura celeridad porque, reiteramos, en la etapa previa (que no es oral, salvo la audiencia del art. 47 que, en puridad de conceptos, tampoco lo es) pueden plantearse los mismos mecanismos incidentales y recursivos que en el proceso escrito y el tiempo que ello insuma puede ser igual o mayor que en el juicio civil.
En segundo lugar, el proceso civil, como se dijo, prevé la fatalidad de los plazos de prueba, al igual que para interponer recursos y, también, en todos los que rigen el procedimiento declarativo especial (abreviado) que, por el monto actual, transita gran parte de las demandas que se interponen. Los términos que lo rigen son exiguos y, al igual que lo que sucede con el juicio ejecutivo donde los plazos son breves (y eliminado felizmente el apremio), no se advierte que el mecanismo proyectado para la sustanciación de la controversia, de suyo escrito y actualmente vigente, configure un impedimento para una decisión final del conflicto en tiempo razonable. Es más, la limitación al recurso de apelación es un factor que tiende a eliminar la demora. Luego, el juicio laboral con su segmento de oralidad, al igual que el proceso civil, tiene previstos recursos extraordinarios (casación, queja e inconstitucionalidad contra el fallo que lo cierra) cuya resolución, según sea el caso, puede retrasar la determinación del asunto, tal como acontece –insistimos– en el juicio puramente escrito.
En tercer lugar, el proceso escrito, a diferencia del oral (y aquí reside la virtud del primero) garantiza al justiciable el control de la prueba (de toda la prueba), que –como bien se dijo alguna vez– es la que en realidad define un juicio. Pues desde la demanda hasta la sentencia, todo queda documentado en el expediente; o sea, desde las afirmaciones iniciales del actor, pasando por la réplica del demandado, la confesión de las partes y los dichos de los testigos, todo, absolutamente todo (incluido el resto de las probanzas rendidas) queda plasmado en la causa, con lo que no solamente actor y demandado pueden verificar realmente el resultado de los medios de convicción aportados a la causa, sino también lo propio le ocurre al juez al tiempo de tener que emitir sentencia y, en el caso de las instancias recursivas, la ventaja o el reaseguro es que las censuras contra el primer fallo pueden constatarse (en su acierto o error) por los tribunales superiores en razón de la condición escrita de lo sucedido en el pleito, lo que no acontece en el procedimiento oral donde no hay registro alguno ni medios técnicos (que conozcamos) que permitan aprehender certeramente parte de la prueba que se diligencia en la audiencia de debate; verbigracia, la absolución de posiciones y las declaraciones testimoniales (que en materia laboral, en innumerables ocasiones sellan la suerte de los derechos en disputa), donde sólo cabe confiar en los apuntes que toma el juez, nada más (dicho esto con todo respeto, pero es así). Se nos podrá refutar con que la parte puede solicitar que se deje constancia en acta de determinadas circunstancias que acaecen en sala, pero todos sabemos que eso molesta, perturba y, en no pocas situaciones, el propio letrado se autocensura por temor a incomodar al tribunal que –también debe señalarse– si se le pide que cada señalamiento de un testigo se documente en el acta, es porque (se intuye, de parte del magistrado actuante) no se confía de lo que él mismo oye y resume. En nuestra experiencia profesional alguna vez hemos oído como respuesta, frente a ese pedido, que el “juicio es oral”. El mismo problema existe frente a los recursos (su fundamentación, réplica y definición) que pueden plantearse durante el debate y que deben fundarse, por caso, la reposición ante una decisión que se juzgue errónea o ilegal del juez actuante. Está claro, a nuestro ver, que el principio de inmediación pierde sentido si no se tiene registro exacto de lo que partes y testigos dicen. El principio de concentración también se ve hoy diluido porque lo que de corriente ocurre es que no todos los testigos declaran en la misma audiencia, y de ese modo, esa prueba no se produce en un mismo acto.
Luego, el sistema así proyectado dificulta el ejercicio recursivo ante la sentencia (que es parte esencial de la garantía de defensa) porque, preguntamos: ¿cómo demostrar el error de apreciación sobre una deposición que puede ser dirimente si no hay constancia escrita de ella y la sentencia no lo documenta? Eso es imposible que suceda en el procedimiento escrito. En cambio, en el oral puede acaecer, y no son escasas las oportunidades en que, sin el aseguramiento de la prueba, apreciar o valorar la observancia de las reglas de sana crítica racional (sin lo cual no hay sentencia fundada en ley) es imposible, con lo cual lo que entra en crisis es la propia garantía constitucional del art. 155 y, de esa forma, la labor del tribunal casatorio que, a partir del precedente de la CSJN in re “Casal”

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debe extenderse a las cuestiones de hecho y prueba. De ese modo, el derecho al recurso se convierte en una quimera.
En consecuencia, el proceso escrito protege a los litigantes en cuanto a lo obrado en el pleito en toda su extensión porque –como se dijo– lo que se actúa queda debidamente documentado. De esta manera se garantizan las postulaciones y la prueba, lo que no siempre avala el juicio oral, tal como referimos supra. Luego, la obtención de un fallo que defina la controversia debe ser el producto de un delicado equilibrio entre celeridad y fundamentación, porque de qué sirve un fallo rápido si no puede verificarse que resulta derivación lógica y razonada del derecho vigente con arreglo a los hechos probados de la causa. Es ésta una experiencia frustrante y de las peores. Del mismo modo, tan inútil será la sentencia que, virtuosa en su fundamentación, no logre efectiva protección del interés del vencedor por la demora en su emisión.
Pero la celeridad no la otorga la oralidad, al menos es lo que estimamos. Por el contrario, el sistema escrito tiene suficientes antídotos para evitar el alongamiento que se emparienta con la “chicana” judicial y, al propio tiempo, representa un método de debate seguro para el derecho de las partes, en particular en cuanto a la prueba ofrecida y receptada en el juicio. Lo primero porque el acortamiento de plazos y su fatalidad imprimen rapidez a la actividad jurisdiccional y enervan los tiempos muertos del proceso, que es lo que suele suceder con los términos meramente ordenatorios; luego, el tipo de proceso, según la materia de que se trate, y el monto debatido, al menos en la ley 8465, genera que un sinnúmero de causas se diligencien por el trámite más rápido y efectivo (juicio abreviado o ejecutivo, en su caso, con imposibilidad de apelar salvo contra la sentencia); y finalmente, las sanciones procesales del art. 83, CPCC (o las propias de la LOPJ, 2), bien aplicadas, devendrían una eficaz herramienta para el litigante o su abogado que pretenda alongar el proceso con planteos maliciosos, temerarios o perturbadores. Y, seamos sensatos, el trámite de un proceso no depende siempre de la mayor o menor agilidad del tribunal sino del compromiso de quien ha tomado a su cargo la defensa del interés de la parte.
Luego, el derecho al recurso (que existe en igual medida en el proceso oral) tiene la ventaja del aseguramiento de las probanzas diligenciadas, o sea, la posibilidad cierta de que el tribunal de alzada, sean recursos ordinarios o extraordinarios, pueda revisar todo lo que haya que revisar para verificar si la sentencia dictada se adecua al parámetro que consagra el art. 155, CProv. Reiteramos, en el proceso laboral (que es parcialmente oral) esto no está plenamente garantido porque ni de la prueba confesional (que es la “madre de todas las pruebas”) ni de la testimonial queda registro alguno, con lo que son incontables las veces que es materialmente imposible determinar si la parte o el testigo dijo lo que dijo, o lo que (siempre, claro, producto del error, que es de la esencia del ser humano) la sentencia consigna qué dijo. Además, hay también (en el proceso oral) otras rarezas que afectan el derecho a la tutela judicial efectiva y la garantía de defensa y que no se aprecian en el procedimiento escrito. Por caso, la convocatoria de los testigos a la audiencia de vista de la causa. Algunos tribunales (de Córdoba Capital) exigen, a contramano de lo que dispone el art. 33, ley 7987, que las notificaciones a los deponentes se agreguen al expediente dos días antes de la celebración de la audiencia, bajo el apercibimiento de tener al testigo por renunciado. Nos hemos preguntado cuál es la fuente normativa de semejante imposición. Con perdón de la ignorancia, no la hemos encontrado. Sin embargo, es una formalidad que, además de no contar con respaldo legal, desemboca en una auténtica privación de justicia porque si la parte cuenta con las notificaciones antes del debate, pero no agregó las cédulas con aquella antelación, ¡no podrá insistir con la prueba! Se exige la reposición en contra del decreto de convocatoria que porta ese requerimiento (que no es necesaria porque la exigencia no es adecuada a derecho) lo que genera dilación y un desgaste jurisdiccional inútil. Ello no acontece en el proceso civil (escrito) donde el interesado debe urgir su prueba y, si no lo hace dentro del plazo previsto para ello, el acuse de negligencia es la herramienta para evitar la prolongación injustificada del trámite.
La conclusión es que, con la simpleza de razonamiento que nos caracteriza, rápidamente adherimos a una idea con la vana ilusión (muchas veces no asumida) de que es la herramienta que o soluciona el problema o ayuda a aliviarlo. En el caso del proceso oral, insistimos, ni una cosa ni la otra. De lo que se trata es de lograr un sano equilibrio entre sentencia oportuna y ajustada a derecho. Para ese objetivo, no dudamos en sostener que el proceso escrito lo garantiza en mejor medida que el oral.
Para finalizar, sería sumamente interesante debatir si el proceso laboral debe permanecer como hasta ahora, conforme a la arquitectura que emana de la ley 7987, o si no sería conveniente establecer, como sucede en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, que se revirtiera su carácter parcialmente oral y se tornara completamente escriturario, con sentencia de primera instancia y recurso de apelación ante la Cámara del Trabajo. Pero en definitiva, todo esfuerzo debe ir acompañado de recursos, materiales y humanos, porque sin ellos no hay escritura ni oralidad que resuelvan el problema ■

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1) Diario La Voz del Interior del domingo 16/5/2010, p. 3 A, “Cómo terminar con los vericuetos en los procesos civiles”.
2) CSJN, in re: “Casal, Matías Eugenio y otro s/robo simple en grado de tentativa”, Causa 1681 – C1757 – XL, 20/9/05.[Vide SJ Nº 1530, 20/10/05] Ver también interesante nota de José Luis Puricelli: “Casación y su inspección amplia, un avance en la evolución del derecho”, en Doctrina Judicial N° 18, mayo de 2010, p 1156.

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