A raíz del sorpresivo apoyo popular a un candidato impulsor de llamativas medidas extremas, se escuchan -con distintas músicas de fondo- llamados a abandonar a los derechos como herramientas para nuestra vida en común. A veces sonriendo, otras en tono paternalista o incluso a los gritos, parecen decirnos: “Ya estuvo bien. Cortemos con eso, avancemos”. En algunos casos, la propuesta viene incluso de personas de bien, quienes -abrumadas desde aquel domingo electoral- creen encontrar en los derechos la causa del hartazgo que el ultraliberal convirtió en esperanza para arroparse. Ante un golpe inesperado, esta gente de buena fibra compra un veredicto, un culpable abstracto que ya venía herido, desautorizado por propios y ajenos.
Otras voces son diferentes: se trata de viejas conocidas en el debate público argentino. Desde hace décadas -con cierta monotonía—exigen revertir las políticas dirigidas a compensar las desigualdades sociales, promover a quienes trabajan y garantizar mínimas condiciones de vida para los grupos más castigados por nuestro sistema. Muchas de estas medidas sociales se basan en derechos constitucionales o que se consagraron como tales. Los números de la elección parecen hacer sonar -como otras veces en el pasado- el toque de retirada para el modelo basado en la igualdad real y en la justicia social, valores que nuestra Constitución consagra textualmente (art. 75, incisos 19 y 23).
Con un probable toque de fingida preocupación, estas voces regresivas hoy nos dicen, palabras más, palabras menos: “¿Qué sentido tiene invocar los derechos? ¡Si no se cumplen…! Dejemos a la gente libre en el mercado; ahí se abrirán paso, si actúan virtuosamente”. En el mismo párrafo, estas voces reivindican la propiedad, su derecho preferido: creen encontrar allí -bajo una interpretación del siglo XIX, hoy insostenible- una barrera para proteger sus recursos, su poder social. “Este derecho”, parecen decir, “sí se cumple: aquí están mis cosas, nadie me puede obligar a usarlas o no usarlas, no tengo responsabilidad alguna ante nadie”.
Sí, algo de eso es cierto: los derechos protegen lo alcanzado por cada persona contra el despojo, la tiranía o la persecución. Sin embargo, también son la base para reclamar lo que todavía no está; para exigir las bases de dignidad humana; para denunciar, en fin, un agravio no sólo como injusto sino también como ilegal. Estar sin techo o sin alimento no es solo una desgracia sino una violación del derecho a la vivienda o del derecho a la alimentación. Ante la desgracia sólo caben los lamentos. La violación de un derecho obliga a las autoridades y a la sociedad a remediarla.
No sorprende que las personas sin casa, sin hospitales ni escuelas o golpeadas por la miseria o la violencia quizá ahora prefieran no oír hablar de los derechos: estos parecen cuchillos desafilados, inútiles para cortar las ataduras que cada mañana les impiden avanzar, que cada noche no las dejan dormir. No sienten que haya nada que defender ni nadie que escuche el reclamo.
Sin embargo, esta coyuntura dolorosa y difícil no justifica que entreguemos una herramienta construida a lo largo del último siglo por el pueblo argentino: los derechos que comprometen al Estado, que buscan limitar el poder del dinero sobre las personas y del mercado sobre la sociedad. Esos derechos sostienen la libertad real y efectiva frente a las necesidades, contra el miedo y la miseria. Renunciar a ellos significa premiar con impunidad al Estado y a los privados poderosos que no cumplen los derechos, o que los violan abierta y decididamente.
Quienes trabajan en la abogacía como una vocación social no pueden embarcarse en la negación de los derechos. No sólo porque -tras una larga lucha- su letra está en la Constitución sino también porque abandonarlos significa, sin vueltas, debilitar a quienes sufren la opresión cotidiana, agravar las enfermedades, reforzar la intemperie, santificar la injusticia.
Durante las dictaduras argentinas el derecho a votar se negaba con discursos académicos o arengas destempladas desde el patio de un cuartel. La libertad de expresión se cortaba con tijeras de censor, la de pensamiento se apagaba con secuestros. ¿Quién piensa que hubiera sido sensato renunciar a esos derechos? ¿Acaso alguien, en aquel tiempo de tiranía y pobreza, bajó los brazos y confió en el mercado para resolver la encrucijada?
Nuestra responsabilidad desde el Derecho no es la resignación. Nos toca denunciar el incumplimiento de derechos no como prueba de su irrelevancia sino como base de la acusación a sus violadores, dentro y fuera del Estado. Nos corresponde promover una herramienta que pertenece a los grupos postergados de nuestro pueblo: justamente porque tiene potencial, aquellas voces del atraso siguen -como cada día- pidiendo que desaparezca. Comprometamos nuestra tarea y nuestra vocación en impedir que lo logren.
(*) Profesor de la Facultad de Derecho y Facultad de Filosofía y Humanidades (UNC), Investigador Adjunto del Conicet y director del Grupo de Investigación en Derechos Sociales (Gides)