Luigi Zago Montesanto, reconocido pintor italiano nacido en los alrededores de Verona, ingresó al amplio salón rectangular del Café Japonés, ubicado en la segunda cuadra de la calle San Martín y, acercándose a Juancito -así le llamaba la bohemia parroquiana al mozo nipón que allí atendía-, le preguntó:
– ¿Villafañe?
– ¡Villafañe, un cliente!, convocó el camarero en su media lengua oriental.
Desde el fondo del local avanzó una figura morena, con un cajón de lustrar en una de sus manos y otros adminículos afines en la otra.
– ¿Le lustro, señor?
– No, Villafañe, sólo quería conocerlo porque en Europa me han hablado de sus pinturas. Lo felicito.
Un apretón de manos fue el inicio de una larga conversación. Ramón Ernesto Villafañe, venido al mundo en 1910 en Altos General Paz, suburbio agreste de escenario barrancoso, donde humildad y pobreza se confundían en un diálogo seco de lágrimas, era desde hacía varios años el lustrabotas del café, como antes vendiera diarios y billetes de lotería en el viejo bar La Cosechera, de 9 de Julio y San Martín, y desde muy niño alfajores en la calle para paliar en algo las escaseces de una familia poblada de dignidad.
Sentado en su banquillo, cumpliendo con las modalidades del oficio, llevaba casi una década escuchando las muchas veces acaloradas discusiones de singulares contertulios, plásticos y literatos, preguntando en ocasiones, pero nunca opinando, con la actitud de un reservado y al mismo tiempo tímido discípulo. Allí estaban, en torno a las tazas de café, Francisco Vidal, Antonio Pedone, José Malanca, Nicolás Antonio de San Luis, Roberto Viola, Carlos Camilloni, José Aguilera, Manuel Coutaret, Horacio Juárez, Alberto Nicasio, Azor Grimaut, Primitivo García Curto, Víctor Manuel Infante y Washington Riviere, entre otros entusiastas del arte y de las letras, algunos ya maduros, otros en plena potencia creadora.
Desde muy pequeño el lustrabotas garabateaba papeles de diarios, copiaba figuras de historietas o esbozaba rudimentarios paisajes. Cierta tarde le preguntaron:
– En la Academia hay clases libres de noche ¿no querés ir?
Y allí fue el lustrín ya treintañero. Francisco Vidal, el director, lo recibió con rasgos paternales, humanista cabal como era, y Antonio Pedone le descubrió técnicas que lo llenaron de asombro y renovaron un fervor innato. A los meses dejó las clases por exigencias de la economía del hogar pero, al tiempo, la artística y solidaria clientela lo obligó a retornar. Fueron dos años de aprendizaje a lo largo de los cuales se interiorizó de los secretos del óleo, las acuarelas, las monocopias y el dibujo. Antonio de la Mora lo guió en los primeros trazos y la preocupación de Vidal siempre estuvo latente.
Ya miraba a sus barrancas de otra forma. Ya sabía descomponer el color tierra en otros colores. Ya el entorno se le manifestó con recursos inadvertidos, pintó aún aquello que no se vía, los túmulos de masa terráquea aceptaban figuras humanas con signos de sufrimiento. Había planos ascendentes y descendentes. Pronto “La Nación” señalaría en su obra un vínculo estético que fusionaba al hombre con la tierra.
En 1944, todavía frecuentando las aulas académicas, expuso en el II Salón de Acuarelistas y Grabadores; en 1945 se presentó en el Salón de Alumnos de Bellas Artes y en 1946 en el II Salón de Artes Plásticas del Jockey Club de Córdoba, con su celebrado “Tarde de otoño en San Vicente”.
En el recientemente inaugurado edificio de las avenidas General Paz y Colón, quien apenas dos años atrás sólo prestaba sus oídos a las animadas charlas de café, colgó su tela junto a firmas como las de Enrique Larreta, el maestro Pedone, Rosa Ferreyra de Roca, Lescano Ceballos, Coutaret, Viola, Aguilera, Malanca, Tessandori, Olimpia Payer, Victorica, Butler, Berni, Farina, Bonome, Rosalía Soneira, Ernesto Soneira.
Comentaba la prensa de aquel entonces: “Retengamos el nombre de quien, como Villafañe, vive los sueños de sus visiones pictóricas y los anima con el destello enviado a su espíritu por la gracia”.
“La Voz del Interior”, por su parte, dijo de él: “Hombre de la calle, de ella ha extraído las condiciones necesarias para ser un hombre laborioso y honrado (…) y también para poder Los mentores de esa muestra lo compararon con Antonio Alice, retratista de don José de San Martín, de origen humilde como Villafañe y, para mayor coincidencia, también lustrabotas.
Villafañe siempre fue un agradecido de la vida y de la gente. Nunca ahorró palabras para reconocer el estímulo de aquellos artistas del Café Japonés ni dejó de recordar que la señora Mercedes Pérez de Couceyro le regaló sus primeros elementos profesionales: una paleta, una caja con pinturas, un caballete y un tablero, además de pinceles. Aquella generosa mujer sólo le dijo que pintara su ciudad, sus calles.
En 1950, en la Sala Manuel Belgrano de Córdoba, el chico que iba a las exposiciones con miedo a que no lo dejasen entrar, presentado como un artista proletario, exhibió 39 obras con motivos populares de los suburbios de Córdoba.
En la oportunidad, Alberto Leiva Castro, ministro de Educación, le dijo al público en el día de la inauguración: “Se trata de un artista del pueblo que muestra actitudes estéticas latentes en la clase humilde”.
(*) Abogado-notario. Historiador urbano-costumbrista. Premio Jerónimo Luís de Cabrera.