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La vieja Semana Santa en Córdoba (II)

Por Carlos A. Ighina (*) - Exclusivo para Comercio y Justicia
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 Por Carlos Ighina (*)

Jueves Santo
El Jueves Santo, la iglesia conmemora la institución de la Eucaristía, el día del gran regalo de Cristo a la humanidad: su cuerpo, su alma y su divinidad.
Recuerda Ataliva Herrera en su Bamba” que las campanas se aplacaban, el silencio se generalizaba, los sacristanes sacaban de las sacristías las vetustas matracas, llenando la ciudad con sus toscas estridencias.
De la lectura del acta capitular del 13 de marzo de 1672 se desprende como práctica habitual que el Jueves Santo por la noche las autoridades participasen de la procesión que partía del templo de San Francisco, llevando el estandarte real. También las actas mencionan a los funcionarios a quienes les tocaba sacar la llave de los sagrarios donde no había patrones, indicándose especialmente la Iglesia Matriz, la de Santo Domingo y la de la Compañía de Jesús.

Las visitas a los monumentos
En la Córdoba de las campanas se podía hacer el recorrido a los siete templos. En cada uno de ellos, en una urna brillante, se colocaba la Eucaristía, Jesús Sacramentado.
En esta tradición de los monumentos, las iglesias competían unas con otras, pujando a cuál presentaba más admirable la recreación eucarística. En realidad, de alguna manera, esta tradición prosigue. El Jueves Santo, después de las ocho de la noche, tiene lugar una suerte de piadosa romería, pues centenares de personas transitan presurosas y severas por las calles del centro histórico.
En otros tiempos esos trayectos servían para despliegues más banales, pues las marcadas diferencias de clases permitían a las matronas y a las niñas casaderas de la sociedad cordobesa mostrar la elegancia y fineza de sus vestidos. Martínez de Sánchez nos recuerda la afirmación de don Ambrosio Funes, quien sostenía que ni siquiera en las procesiones de Semana Santa los trajes, en particular los femeninos, guardaban correspondencia con la solemnidad de la ocasión.

El lavatorio de los pies
Otra ceremonia importante, que aún hoy repite el arzobispo, era la del lavatorio de los pies o mandatum. Doce religiosos representaban a los doce apóstoles; frente a ellos, el religioso de más jerarquía se doblaba de rodillas y les lavaba los pies con agua, que estaba depositada en una palangana de plata, hasta que finalmente besaba humildemente las extremidades desnudas y les entregaba un pequeño crucifijo de nácar. Con el tiempo, el rol pasivo fue desempeñado también por niños, ancianos y pobres de solemnidad.

Las amonestaciones del viejo de la casa
Los viejos cordobeses, que entre fines del siglo XIX y principios del XX se vestían de negro a partir del Jueves Santo y evitaban cuidadosamente pasar con los rodados por delante de un templo, tenían por costumbre levantarse muy temprano –aunque eran normalmente madrugadores- para que los remolones en abandonar el lecho despertasen con el cielo todavía estrellado.
Esa misión solía conllevar un modo ritual, ya que el viejo, sacudiendo a los durmientes, los espabilaba con esta cuarteta: Levántate pecador / no duermas tan descansado / no venga la muerte y te halle / sin haberte confesado. A quienes correspondía esta incómoda tarea se les llamaba “albeadores”, por cumplir con sus responsabilidades al aparecer las primeras luces del alba.

La caridad con los presos
Refiere Emilio Sánchez que allá en los últimas décadas del siglo XIX, a mediodía del Jueves Santo, la Cofradía del Carmen, con sede en el templo de las Teresas desde dos centurias atrás, y encabezada por su capellán, el polémico canónigo Clara, a quien acompañaba un centenar de cofrades con escapulario carmelitano al pecho, recorría las calles con ropas y víveres que serían luego repartidos entre los presos, alojados en la cárcel pública que ocupaba el solar donde luego se levantaría la Escuela Olmos. Una vez en el lugar, los presos recibían a la comitiva formados en el patio, donde escuchaban una alocución del canónigo, finalizada la cual regresaban a sus celdas, portando vestidos y viandas.

La Manifestación de Fe
Otra ceremonia tradicional del Jueves Santo. Que con algunas modificaciones se mantiene, es la Manifestación de Fe que parte por las noches desde María Auxiliadora. Comenzó como procesión de hombres, para convertirse con los años en una costumbre plenamente participativa, sin distinción de género. Lleva ya muchos lustros y siempre con el mismo recorrido: avanza por la avenida Colón, tuerce por La Cañada y llega a la Iglesia Catedral. Allí, en las escalinatas del frente, el arzobispo pronuncia una homilía en presencia de las numerosísimas personas convocadas por los padres salesianos.

Viernes Santo
El poeta Ataliva Herrera nos ha dejado una colorida descripción de los que fuera la vivencia del Viernes Santo hacia finales del siglo XVII. Nos dice del luto de Catedral, del dolor reinante en las calles y de los religiosos llantos comunes de advertir. Se detiene en los negros satines que cuelgan de las paredes del templo, en el pórtico cerrado, en el neblinoso aroma del incienso y en el rezo del Cabildo Eclesiástico hincado sobre cojines.
También evoca el oficio de las tinieblas y una ceremonia frente al tenebrario con quince velas o cirios amarillos, que representan a los once apóstoles que permanecieron fieles, a las tres Marías que acompañaron la Pasión y a la Madre de Dios. Tras el canto de los salmos, las lumbres e iban apagando de una en una, quedando finalmente sólo la de la Virgen María. Con el canto del Miserere, el tenebrario se ocultaba tras el altar, simbolizando y matracas el ingreso de Cristo a su sepultura. Sonaba entonces un desagradable ruido de carracas y matracas que cesaba con la aparición del cirio, representativo de la luz de Cristo.

Luego alude a la procesión del Viernes Santo, con sus ornamentos, banderas y guiones, cachidiablos –hombres disfrazados de diablos- y llorones. Los gigantes –actualmente posibles de ver en fiestas populares europeas- eran una suerte de muñecos de gran tamaño, cuyas cabezas se conformaban con cartón pintado. Se movían de un lado a otro a través del desplazamiento de una persona que cargaba sobre sus hombros la estructura de madera. Alrededor de un siglo más tarde, una real cédula de Carlos III los prohibió en las procesiones sagradas por considerarlos inconvenientes al decoro de esas manifestaciones religiosas. Martínez de Sánchez nos agrega que también el cedulario prohibía los disciplinantes, empalados y todos aquellos espectáculos que hicieren faltar a la devoción y a la penitencia. Igual suerte corrieron los danzantes que desfilaban tras la figura de Jesús, a poco de la evocación de su muerte en la cruz. Asimismo señala la presencia de los nazarenos y detalla a un Cristo “acribillado de dolores”, mostrando la carne marcada, la angustia de su pupila, la cabeza doblegada, “triste su alma hasta la muerte”. Atrás del Cristo marchaba el Cabildo Eclesiástico con sus capas pluviales, mientras el guión principal era portado a su frente por el gobernador intendente, de la misma manera que encaminaba el Cabildo Civil, de negro, sin capa ni golilla.

(*) Abogado-notario. Historiador urbano-costumbrista. Premio Jerónimo Luis de Cabrera

Comentarios 1

  1. Luis María Serralunga says:

    Excelente el repaso de Carlos Ighina, con lujo de detalles sobre la Semana Santa, de otros tiempos, en Córdoba. Ayuda a rememorar lo vivido, por los más que «setentones» de ahora, allá por los años ´40 y ´50, en todos lados. Respecto a Bahía Blanca, aquí parece olvidado, TODO. Los días desde la tarde del miércoles y hasta el Domingo de Pascua, son dedicados al turismo, cercano o más lejano. El que fuera medio de la ciudad (ahora ni siquiera es un diario; apenas un periódico y con pobre contenido) ya ni menciona el culto propio de la Semana Mayor, que evoca la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús. El «clima» es otro, quizás, también, porque la jerarquía eclesiástica poco hace para dar relevancia a este acontecimiento sobresaliente de la cristiandad. Otros tiempos; otra vida, sin duda…

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