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La verdad o lo inevitable del debate histórico

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La política, a veces, plantea escenarios absurdos, irrealizables. Luego de la sangre derramada no hay posibilidad de reencuentros ni de reconciliaciones. No lo han logrado siquiera las religiones que se dicen especialistas en perdonar. ¿Por qué exigir a los parientes de las víctimas que entierren su dolor y se abracen a los asesinos?
Cuestión compleja por cierto. Tan compleja que ha desvelado a la humanidad desde los tiempos primeros del hombre sobre la tierra.
Los padecimientos familiares constituyen una historia jamás contada. Sólo ellos pueden hacer el balance de sus suplicios, martirios y torturas; de las violaciones, estigmatizaciones y extorsiones que sufrieron en su largo peregrinaje en busca de noticias sobre sus seres queridos.
Ésa es la herencia más tangible de todas las dictaduras.

¿Los sobrevivientes del stalinismo, los familiares de los 20 millones de muertos que legó a la historia José Stalin, están dispuestos a abrazarse a sus torturadores y marchar en recordación de tamaño asesino? ¿Es legítimo pedir olvido y perdón a los parientes de las víctimas y muertos de los campos de concentración y cámaras de gases levantados a lo largo y ancho de Europa por el nazismo? ¿Qué decir de los resultados de las contiendas bélicas en las naciones del Este europeo, Francia, Italia, Alemania –que no puede sanar las huellas de su división mas reciente-, Grecia, América Latina, Estados Unidos y el resto de las naciones del globo?
Muestras todas de las divisiones permanentes de la sociedad sobre las que se forja la historia que no es, como pretenden algunos, un lecho de rosas.
¿Cómo conciliar, como perdonar al franquismo, por ejemplo, cuando no se sabe cuántos miles de muertos costó ese monumento a la megalomanía que es el Valle de los Caídos construido con el trabajo esclavo de miles de republicanos que dejaron su vida a lo largo de 18 años de sacrificio? ¿Quién puede conceder perdón por la muerte de los esclavos españoles que el Caudillo de España por la Gracia de Dios envió a Alemania en pago por la participación de la aviación teutona en la guerra civil? ¿Qué deben hacer los que frente a las presiones de la España Católica tuvieron que adjurar de sus creencias a cambio de sus vidas o de sus pertenencias?

El perdón es imposible porque quienes lo reclaman ocultan la verdad, ocultan las ordenes de exterminio, las causas de los fusilamientos, las tumbas, los restos de las víctimas. Las causas por las que se aplicó el terrorismo de Estado y la justicia, amañada, convalidó la violación de la ley cediendo su potestad irrenunciable a los tiranos.
Se pide que perdonemos. Quienes lo hacen tienen las manos tintas en sangre.
No hay posibilidades de olvido ni perdón.
Sabemos que el ejercicio de la memoria es intrincado. Unos piden, en beneficio propio, la omisión de sus crímenes. Tan grande es la polémica que todavía se cuestiona –sin resolución a la vista- al Gran Sanedrín por haber clamado ante Poncio Pilatos la condena a muerte de Jesús de Nazaret.
Estamos frente a un verdadero dilema. Carlos Fayt, en medio de una feroz controversia, trajo a la memoria colectiva un concepto fundante de la libertad de prensa y de la historia: “Ni en lo que se da, ni en lo que se deja de dar, ni en el modo de presentarlo debe el rostro límpido de la verdad sufrir ningún mal. El comentario es libre, pero los hechos son sagrados”, escribió Charles Prestwich Scott, allá por 1921, cuando era editor jefe del diario británico The Guardian.

La diferencia entre unos y otros estuvo –y está- en el uso de la fuerza. Fundamentalmente en el uso de la clandestinidad por parte del Estado, que debe ser por siempre reprochable. Debate que emprendió en la España de posguerra, casi en solitario, el inolvidable Javier Tussel al radiografiar la intervención italiana en la Guerra Civil a través de los telegramas de la Missione Militare Italiana in Spagna.
Se exige de algunos sectores de la sociedad que se construya una Historia Blanca, una historia sin héroes ni villanos. ¿Temen que el debate de los “hechos sagrados” los termine de condenar?
El libre debate permitió poner en orden algunos anaqueles. El primer paso se dio en Francia, cuando -pese a la voluntad omnímoda de Charles de Gaulle y el Partido Comunista francés- debieron aceptar a regañadientes la presencia mayoritaria de españoles republicanos en la “heroica resistencia francesa”.
Duro les fue aceptar que no era cierto que “eran cuatro gatos locos” los colaboracionistas protegidos por el régimen de Vichy.

El francés medio miró con singular encanto el desfile de las tropas de la Alemania nazi por las calles de París. Admiración que se tradujo en delaciones y traiciones de todo tipo. Delatores que los combatientes españoles denunciaron ante el general Philippe Leclerc, habida cuenta de que ocupaban puestos destacados en la nueva administración, evitando el proceso de “desnazificación” de la sociedad francesa.
¿Cómo olvidar? ¿Cómo construir un relato consensuado si quienes tienen la memoria de los hechos, las claves de las tumbas, los registros de los muertos y desaparecidos han juramentado silencio?
Algunos ya han manifestado que “no importa – dijeron voz en cuello- el rigor histórico sino un relato consensuado a la verdad”. Propuesta tramposa, por cierto. “Consensuar” significa, para muchos, perder porque hay mucho que ocultar. Ése es el tenor del debate en torno a la construcción histórica del siglo XX que libra España por estos días.
Historia que niega a los investigadores el legítimo derecho de preguntar y -si no se pregunta- ¿cómo descorremos los velos de las conveniencias? La Iglesia Católica, que tanto protagonismo tuvo en la Guerra Civil, ¿está dispuesta a abrir sus archivos y asumir su cuotaparte de responsabilidad o preferirá ocultarse en el mismo silencio cómplice con que trata de esconder los casos de pedofilia que la conmueven sin que la autoridad papal dé muestras de su compromiso para erradicar tamaño crimen de su seno?

¿Ésa será la razón por la que el episcopado español puso como condición previa que no se incorporara al debate la monumental obra del historiador británico Hugh Thomas, titulada La Guerra Civil Española, en la que, con la habilidad de un cirujano, reconstruye, in totum la contienda? Obra que, editada en 1961, tuvo que circular en la clandestinidad a pesar de los esfuerzos del gobierno de Franco y la estigmatización de la clerecía que desde los púlpitos amenazaba con excomulgar a quienes se atrevieran a leerla.
Obra, además, que durante su período de clandestinidad, sufrió adulteraciones de todo tipo, según fuese su ocasional editor. En procura, por cierto, de sacar alguna tajada para mejorar el posicionamiento de sus partidos o cuidar la imagen de aquellos que habían erigido en líderes.
Es menester retomar el hilo conductor. La construcción democrática de la historia no es un relato que busque consensos; no está, por tanto, en el contenido de lo que pasó en el pasado sino en la manera de volver sobre él.

Es importante establecer un terreno donde se puedan debatir argumentos, datos, procedimientos metodológicos, etcétera, sabiendo que es inevitable enfrentar visiones subjetivas, cargas ideológicas y valores en cada uno de los que intervienen.
Pero por todas esas cuestiones pasarán generaciones para sanar esas heridas.
Vivimos una historia de combate y lo sabemos. Se han vuelto a cavar trincheras, esta vez de papel.
Trincheras que muchas veces dejan paso a la intolerancia y a las amenazas contra aquellos que dicen lo que no queremos que digan.

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