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La tinta verde

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Por Alicia Migliore (*)

Pasó mucho tiempo sin que volviera a ver tinta verde en una rúbrica. Ese garabato repetido me disparó a través del tiempo en un torbellino de emociones.
En aquella lejana juventud, la tinta verde era una caricia que los docentes utilizaban, por entender que era menos agresiva que un comentario en la página infantil escrita en rojo. ¡Tiempos cuando la educación cuidaba palabras, modos y colores! La justificación pedagógica apuntaba a acortar distancias entre alumnos y maestros, concibiendo la corrección como una parte ineludible del aprendizaje y del crecimiento, sin censuras ni prohibiciones.
No resulta posible establecer si se trató de una actitud individual o colectiva, si fue un movimiento impulsado por grandes pedagogos o por nuestros profesores cercanos, pero fue una experiencia atesorada que emerge en el recuerdo como antídoto a la mala sensación de redescubrirla ahora.
Esas guirnalditas parejas, de color tan amigable, escritas por quienes enseñaban, con un texto estimulante acompañando la calificación, se visualizan, décadas después, al cerrar los ojos en la evocación.
También nos envuelve la tinta verde mediante la cual pretendíamos resucitar al maestro muerto en Isla Negra.

Desventurado, ni el fuego ni el vinagre caliente en un nido de brujas volcánicas, ni el hielo devorante… serán para ti nada sino una puerta oscura arrasada.
De infierno a infierno… Aquí estás. Triste párpado, estiércol de siniestras gallinas de sepulcro, pesado esputo, cifra de traición que la sangre no borra. Quién eres, oh miserable hoja de sal, oh perro de la tierra…
Maldito, que sólo lo humano te persiga, que dentro del absoluto fuego de las
cosas no te consumas, que no te pierdas en la escala del tiempo…
No mereces dormir aunque sea clavada de alfileres los ojos; debes estar despierto General, despierto eternamente entre la podredumbre… Todos, todos los
tristes niños descuartizados, tiesos, están colgados, esperando en tu infierno ese
día de fiesta fría: tu llegada… Niños negros por la explosión, trozos rojos de seso,
corredores de dulces intestinos, te esperan todos, todos en la misma actitud de
atravesar la calle, de patear la pelota, de tragar una fruta, de sonreír o nacer.
Todos te esperan para pasar la noche… Como el agudo espanto o el dolor se consumen, ni espanto ni dolor te aguardan. Solo y maldito seas, solo y despierto seas entre todos los muertos, y que la sangre caiga en ti como la lluvia, y que un agonizante río de ojos cortados te resbale y recorra mirándote sin término.

Nos parecía un modo de resucitar a Neruda recitar el poema que emplazaba a Franco peregrinando de infierno en infierno, como una especie de plegaria combativa que escribiera tantos años atrás.
No pudimos resucitarlo después de aquel trágico septiembre de 1973, y peor aún: el generalísimo esperó más de dos años la barca del Caronte.
Y nosotros pintábamos nuestros sueños escritos en versos verdes, como Neruda, y cantábamos aquellas inmensas declaraciones de amor a su última compañera, para que «si alguna vez tu pecho se detiene, si algo deja de andar corriendo por tus venas, deja tus labios entreabiertos, porque este último beso debe durar contigo, Matilde, amor».
¡La tinta verde de nuestros textos de entonces hablaba de amores y de justicias pendientes e inalcanzables, era portadora de utopías y heroísmo!
¿Cómo evitar la desolación al encontrarla como prueba de la más desgraciada utilización?

Después de décadas la encontré en varias firmas del padrón electoral de una mesa de mi ciudad en el reciente acto eleccionario provincial. Abierta la urna, varias «boletas únicas de sufragio» (BUS) tenían el tilde en idéntico color. Si no tuviéramos experiencia en elecciones, podríamos pensar que la presidencia de la mesa optó por ese color. Pero estaríamos en un error: tantas fueron las experiencias a lo largo de nuestra accidentada vida democrática que, de inmediato, descubrimos un nuevo modo de atentar contra la libertad del sufragio.
En nuestras recorridas durante la campaña, se nos alertaba sobre el uso del celular para violentar la voluntad de los votantes; se comentaba la exigencia de remitir foto luego de marcar el tilde que se utiliza en la BUS. La Justicia prohibió el uso de esa tecnología, sin especificar aquella razón que conocíamos.
Cuando se usaba el voto tradicional, impreso en papel de diario, hubo prácticas en sentido parecido: se entregaba la boleta doblada de modo determinado y luego se cotejaba cuántas aparecían para compararlas con el número de «clientela» obligada a votar de ese modo.
Todas estas prácticas fueron denunciadas en forma casi ininterrumpida desde que se sancionó la ley Sáenz Peña, en 1912.

Esta norma, que estableció el sufragio libre, el voto obligatorio y secreto, era el colofón de una larga lucha para erradicar el abuso de poder y la burla de la voluntad popular.
Ya no se podría presentar un patrón explotador munido de nombres y documentos y hacer votar como su arbitrio dispusiera.
El voto popular ejercido por los ciudadanos habilitados a votar, previa confección del padrón (masculino), consagró en la Presidencia de la Nación a Hipólito Yrigoyen, en lo que se considera el primer gobierno democrático de nuestra historia nacional, que asumió el 12 de octubre de 1916.
No obstante ello, el poder tenía dueños, que eran distintos sectores que no ejercían el gobierno y no estaban dispuestos a renunciar a viejas prácticas: acudieron a fraudes de diversa índole, que en muchas ocasiones se cobraron vidas de quienes defendían la voluntad popular. Los revolucionarios que conquistaron el sufragio libre habían ejercido docencia suficiente para que la conciencia cívica de la ciudadanía ponderara el valor del voto y de la libertad necesaria para ejercerlo.
La democracia, tan perfecta en la normativa y tan humana en su ejercicio, ha sufrido variados vapuleos y vejaciones. Desde tiranías y dictaduras a sofisticados modos de burlar la voluntad popular.

La tinta verde de las firmas y de las BUS me sacudió íntimamente, en algún instante casi causó el ánimo de darme por vencida, comprando el escepticismo que campea hoy en la franja de jóvenes que descreen de la política. Imaginé al «puntero» en el transporte, las personas bajando con su fibrón verde, la autoridad partidaria pertinente anotando el número de boletas «marcadas» para luego rendir cuentas al «puntero» y éste separando el «premio» (en dinero, bolsón, beca, etcétera) o prebenda prometido.
Sin embargo, sólo fue un instante: recordé a mis entrañables amigos, mis correligionarios que tanto me enseñaron y lo escuché a Tito Abecasis decirme que «la democracia se fortalece con más democracia, ¡hay que participar y hacer docencia!», y allí mismo se me presentó María Teresa Merciadri de Morini diciendo «hay que explicar que siempre que se puede se debe votar, lo que no decidimos nosotros, otros lo hacen en nuestro nombre».

¿Cuántas decepciones por trampas y fraudes debieron enfrentar ellos? ¿Cuántas interrupciones de períodos democráticos? ¿Cuántas veces recomenzaron, siempre pretendiendo restaurar instituciones y alcanzar el bien común, consolidando derechos?
Nacidos uno en 1940 y la otra en 1912, nunca permitieron que la decepción fuera superior al coraje. Hubiera querido comentarles este episodio. Aunque no estén, los siento muy cerca, y por el ejemplo permanente no dudo de que hubieran utilizado la tinta verde para escribir las nuevas utopías que necesitamos hoy.
Iré en busca de la tinta, las utopías permanecen en mí.

(*) Abogada-ensayista. Autora de los libros Ser mujer en política (2014) y Mujeres grandes (2018)

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