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La motivación de las sentencias y la ética del juzgador

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Por Armando S. Andruet (h)* – twitter: @armandosandruet

Sabemos que el Código Iberoamericano de Ética Judicial, en sus artículos 18 al 27, incluyó la motivación de las sentencias como una práctica ética, al igual que la cortesía, integridad, transparencia, etcétera. Sobre ello nosotros hemos tenido una apreciación contraria.
Consideramos que la realización del acto de la motivación de la sentencia es una operación de destreza técnica y metodológica, que puede ser cumplida adecuadamente por un juez, aun cuando éste tenga total desprecio por los comportamientos éticos.
Reiteramos entonces que quien conoce la dogmática del derecho y también los espacios operativos del derecho adjetivo, y posee un adecuado entrenamiento en la teoría de la decisión judicial y su postulación argumentativa, está en condiciones de presentar una motivación suficiente sin fisura alguna y ninguna relación tiene ello con la eticidad del magistrado.
La motivación es una cuestión técnica y no ética. En sentido inverso, a un juez de quien se pueda predicar su grandeza moral pero su baja densidad técnica en los modos de motivar las sentencias, sería injusto atribuirle defección ética. Predicaremos sólo que carece de formación disciplinaria en la práctica argumentativa. La cuestión, en realidad, no está en la técnica motivacional que se usa o desconoce sino en si los argumentos que se utilizan en la deliberación pueden superar un cierto estándar socialmente dinámico, cuando ellos se instalan en territorios de la periferia de lo jurídico y pueden ser discutidos enfáticamente desde lo moral.

Todo ello más allá de la franja de la razonable discrecionalidad que los jueces tienen para emplazar sus consideraciones, sobre las cuales está vedado todo juzgamiento. Porque por defecto los jueces no pueden ser juzgados por el contenido de sus sentencias aunque ellas sean revocadas por falta de motivación.
Observando entonces el tema, sólo desde la perspectiva de los argumentos utilizados en la motivación de los casos moralmente delicados podría encontrarse alguna vía apreciativa acerca de la falta de motivación brindada. Se revela también un perfil no ético de quien la ha sostenido. De cualquier forma, no se nos escapa que es un tema resbaladizo y que se presta a infamias espantosas.
Mas lo cierto es que si los jueces en su tarea de sentenciar no trasladan su ideario de pensamiento -siempre que ello no afecte la imparcialidad de las decisión o la neutralidad del proceso- no se están comportando psicológicamente como tales. Estarían asumiendo una posición impostada generada en algún interés: político, económico, social, académico, mediático, etcétera, y con ello se consuma una violación a la independencia judicial.
El juez auténtico (cuidando la imparcialidad, neutralidad e independencia), teniendo como instrumentos la dogmática, lo procesal y la argumentación, construye la motivación de la sentencia acorde con cómo visualiza y percibe lo justo concreto en el caso. Y allí está la impregnación en la sentencia de su propio ideario, no sólo cosmovisional sino también ideológico.

Los jueces transitan tópicos moralmente delicados. Porque tienen per se dicha formulación ontológica -verbigracia, autorizar el retiro de soporte vital de un alimentado parenteralmente en estado vegetativo permanente- o porque acaso habrán de tener un impacto similar en el imaginario social, aun no siéndolo desde el inicio.
Es en estos casos cuando los jueces deben hacer un gran esfuerzo para que la motivación sea auténtica y no una mera apariencia de tal, porque cuando ello acontece lo único que habrá allí es la desnudez voluntarista del triunfo de la creencia del juzgador.
En estos últimos supuestos, entonces, como lo adelantamos, es en los que creemos que la motivación de las sentencias tendría un componente que permite una consideración de la misma ética del juzgador. No porque la motivación intrínsecamente sea una exigencia ética sino porque la imparcialidad, neutralidad e independencia en ese tipo de cuestiones imponen que ella se cumpla de manera por demás suficiente.
Y tratándose de cuestiones de alta sensibilidad moral para la ciudadanía, bien se justifica que los jueces deban maximizar el esfuerzo motivacional porque con ello en realidad lo que están haciendo es resguardar que la resolución pueda ser tachada de parcial y dependiente. En estas cuestiones de moralidad delicada entonces la motivación es asegurativa de las mencionadas excelencias judiciales.

En nuestro parecer, sólo por esa razón y en dichas circunstancias podrá llegar a haber un tratamiento de comportamiento no ético para el juez que no ha sabido, podido o querido brindar las razones suficientes para sostener el pronunciamiento en cuestión, acorde con cómo la jurisprudencia provincial ya sentada ha nombrado bajo el tópico de control de logicidad y de errores in cogitando. Pero reiteramos que llevar al extremo de endilgar falta de eticidad a un juez por no haber brindado una adecuada fundamentación a una sentencia en un juicio de daños parece un notorio exceso.
Días pasados se produjo un suceso que en México tuvo mucho impacto mediático, que se ubica en la categoría de casos delicados por su incidencia en el imaginario social. El caso ha venido a mostrar una envilecida práctica de la función judicial que prodiga impunidad a los poderosos, que el escritor mexicano Antonio Ortuño, en el diario El País de España (1.IV.17) la denomina “porkycracia”, que a nosotros nos permite predicar la existencia posible de un “modelo judicial porkycrático”.
Para Ortuño existen en dicho pronunciamiento tres cuestiones que son de considerar para la conformación del estándar dicho: i) un caso delicado y que, en el supuesto, es un hipotético abuso sexual de un hombre sobre una mujer; ii) una cierta superioridad social y económica del abusador; iii) una motivación en la resolución insostenible desde el sentido común. El resultado de dicha combinación fue explosiva y las denuncias luego de su dictado se hicieron sentir en las calles y en las redes sociales.

La información destaca que los porkys son un conjunto de jóvenes de familias con cierto linaje, de Veracruz, que en 2015 violaron a un muchacha de 17 años. Algunos fueron capturados y luego liberados; otros, prófugos, y el que fue eje de la noticia -Diego Cruz-, extraditado de España, juzgado y absuelto por el juez Tercero del Distrito, Anuar González Hermadi, quien destacó en su pronunciamiento que “quedaba claro que le había hecho tocamientos a la denunciante y éstos habrían sido realizados, según su interpretación de la ley, ‘sin intención lasciva’. ¿Pero qué otro motivo podría haber llevado a Cruz -sigue diciendo Ortuño- a tocar los senos e introducir los dedos en la vagina de la menor, quien iba sola con los puercos a bordo de una camioneta?” (sic).
El delito de pederastia, recogido por el Código Penal de Veracruz, se refiere a quien «sin llegar a la cópula (…) Abuse sexualmente de un menor, agraviando su integridad física o moral (…) Aprovechándose de su ignorancia o indefensión (…)». No obstante, el juez consideró que ella no se encontraba indefensa -cuando antes había sido subida al coche por la fuerza- y también que las acciones sobre ella fueron roces y no propiamente una violación.
Resulta a todas luces que la motivación que los jueces tienen que brindar en casos delicados y con una alta connotación moral debe ser de mayor consistencia que la dispuesta para otros casos. Y si por cuestión, su desiderátum intelectual se orienta sobre definiciones que prima facie parecen desafiar el parecer corriente, pues eso no puede ser óbice para su dictado.

Mas el déficit se instala cuando no existen en el juez las condiciones argumentativas que permitan explicar lógica y también corrientemente el acierto de su decisión.
Lo grave de todo esto es que el “modelo judicial porkycrático” -que no es mera falta de motivación- tiene notable generalización. Sea porque hay jueces que quieren tener un pensar diferente, porque pretenden instalar un nuevo paradigma o simplemente les gusta ser considerados distintos de los demás. Con tal proceder confunden lo que es una auténtica realización judicial contramayoritaria con una mera pretensión personal de vanidad judicial, que entonces bien cabe señalar que es un comportamiento no ético el cumplido y bien dispuesto en el Código Iberoamericano de Ética Judicial.

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