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Interpelación ética de la pandemia

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Por Armando S. Andruet
twitter: @armandosandruet

Sin duda alguna, cien días atrás, concomitante con los festejos por el nuevo año 2020 que se inauguraba en nuestro calendario, pocos podíamos imaginar que el mundo cambiaría en una forma tan drástica y veloz.
Hace solo tres meses, China detectaba los primeros casos de un tipo de influenza que tenía una sintomatología diferente a las anteriores, y que tampoco reaccionaba como era esperado con las medicaciones estándares. Hoy sabemos de qué se trata, cómo nos enfermamos, cómo nos cuidamos y todavía ignoramos terapéuticamente cómo podemos enfrentarla.
El mundo ha retrocedido a un modelo medieval del cuidado físico de la salud, que parece ser lo que nos demuestra inequívocamente que la biología y la enfermedad humana, en tiempos en los que hemos descubierto cómo construir una molécula de vida sintética, no tiene sin embargo una respuesta válida y eficaz desde lo tecnológico.
La biología supera cualquier parámetro de desarrollo tecnológico. Quizás sea ello un buen llamado de atención sobre que los sueños fáusticos de los científicos nunca serán mayores que los que la naturaleza siempre puede hacer con ellos.
Cien días atrás, cuando creíamos que las cosas seguirían avanzando tal como la lógica de las rutinas de las cosas normales se presentaban, hemos sufrido un giro de campana tan severo que autoriza a pensar que somos privilegiados -y también responsables- por ser los actores de un “cambio de época” en la civilización de la humanidad. La pregunta ínsita en ello es ¿cuáles deberían ser los elementos que esa nueva época, pospandémica, debería privilegiar o proyectar con mayor énfasis para el nuevo período histórico?
Es entonces quizás una buena oportunidad aprovechar el “acontecimiento de la pandemia” como hecho central de los sucesos en los cuales estamos incursos, para hacer de la “crisis” la fortaleza y el motor de la transformación de las cosas, para que ellas sean diferentes y mejores de lo que son hoy.
Ése, sin dudarlo, es el esfuerzo que está detrás del malestar. Quizás como ninguna otra lengua, el vocablo “crisis” en chino -atento al grado cero de la pandemia y tópico del cambio de época- se compone de dos caracteres: “wei” y “ji”, esto es “peligro” y “oportunidad”. Dicho esto con independencia del uso político que desde J.F. Kennedy en adelante se le brinda al concepto.
De la misma forma, nuestra palabra latina “crisis” tiene su antecedente en otra griega, “krisis”, que se referencia inmediatamente con “decisión”. Con ello, la “crisis” que habitualmente vinculamos con un “momento decisivo en un asunto de importancia”, es el tiempo cuando hay decisiones que deben tomarse para desbaratar el peligro que se muestra en el presente, y tener la decisión de hacer de ello una oportunidad para un triunfo ulterior.
Por los días que corren, temporalmente muy pocos desde que se inició el proceso y a la vez de tanta densidad por lo que ellos han significado; ciertamente todavía estamos en tiempos de peligro. Ni siquiera sabemos cuántas otras personas habrán de enfermarse y, de ellas, morir; pero dicha circunstancia no debe privarnos de reflexionar sobre las oportunidades en el futuro.
Quizás sea nuestro tiempo propicio para actualizar el “principio de precaución” de Hans Jonas, sobre la base de que las generaciones futuras de un mundo más humano -en sentido auténtico- no es proyectable a mediano plazo, tal como hasta hoy lo venimos haciendo, sino que debería colocarse como meta a muy corto plazo; esto es, antes de que la memoria generacional no haya sido oscurecida por nuevos acontecimientos que, si bien no serán semejantes a éste, podrán ser igualmente importantes.
Quizás el desafío de hombres y mujeres a la altura de los tiempos que corren sea superar el “peligro” y proyectarse en las “oportunidades”.
Oportunidades de un mundo mejor en donde las utopías de A. Huxley queden atrás y sean éstas otras que el peligro ha puesto de manifiesto que pueden ser cumplidas; pero conquistarlas como un logro de la razón común de la humanidad y no como el resultado colectivo del temor al enemigo común, como es el Covid-19.
Si naturalmente el colectivo humano no es capaz de pensar y orientar la acción en dichos términos, sin duda alguna que la “catástrofe” biológica en la que nos encontramos, que se ha multiplicado después en una infinita cantidad de reverberancias catastróficas -en lo social, individual, económico, laboral, industrial y una extensa lista de etcéteras-, pues habremos hecho de la “catástrofe” algo todavía peor, esto es, para decirlo en palabras de Ernesto Garzón Valdez, una “calamidad”.
Las catástrofes son desastres naturales, cuestiones no intencionales del hombre; las calamidades tienen una causalidad humana; y cuando el hombre no quiere hacer nada para modificar las condiciones para un mundo mejor, realiza una acción calamitosa, conjuga calamidades y se convierten dichos intercambios en los modos propios de una sociedad de canallas.
Cien días atrás, no dudábamos por un instante de que los países con mayor desarrollo en la industria tecnológica seguirían avanzando en la lucha de cuál de ellos gobernaría el prometeico desarrollo de la inteligencia artificial y, con ello, hacerlo por vía transitiva sobre las economías completas de los mercados; no desconocíamos que las guerras entre diversas etnias en el mundo por controles de territorios o la imposición ideológica iban a continuar; sabíamos que las bolsas cambiarias del mundo asfixian empresas y países en pocas horas al humillarlos en el valor de las acciones; suponíamos que se iban a profundizar las sustituciones de la vida biográfica de las personas por las vidas virtuales; descontábamos que los migrantes serían cada vez más numerosos así como el crecimiento geométrico de franjas con mayor pobreza y profundas desigualdades sociales. Todo ello lo sabíamos.
Es decir que los acontecimientos que vislumbramos como posibles a finales del año 2019 -hace cien días- no podían ser sino los que naturalmente se podían producir y/o agravar en la economía, tecnología, guerras, mercados, pobreza y desigualdad. Nuestro abecedario universal de pocas letras no contabilizaba, en general, los comportamientos éticos de las instituciones, de las empresas o de las personas.
El siglo XXI ha logrado licuar una idea de un mundo mejor en clave de un mundo más ético y responsable. Ha cambiado un modo ético de vida por una cosmética ética en la cual el conformismo con las cosas como están es la hipótesis a lograr, y para ello ha inoculado en muchos ámbitos que la dimensión de la solidaridad es el componente ético por antonomasia en las sociedades modernas; y que ello es suficiente.
Nada tenemos con la solidaridad, y en general en tiempos de catástrofe ella se manifiesta muy activa en nuestros países de tradición latina; y es muy importante y valioso que ello se cumpla así. Pero, de nuevo, lo importante es poder mirar las cosas no en tiempos de catástrofe sino de quietud y normalidad.
Es muy probable que la solidaridad en tiempos de dicho desorden esté movida por intereses atravesados por el propio egoísmo, en cuanto veo reflejado en el otro lo que también me puede ocurrir a mí. Sin duda que pensar la solidaridad de ese modo es de canallas, es cierto, pero no se puede negar que los hay.
Por ello, la calamidad de mañana puede remediarse con pequeños comportamientos morales de cada uno, para que difuminen ellos en el espacio que a cada quien le toca ocupar una praxis que demuestre que no le ha sido indiferente la catástrofe. Seguramente la suma de las voluntades individuales no hace al comportamiento del todo pero al menos puede poner en mayor relevancia la desidia ética de quien tiene más responsabilidad en dicho todo.
Las personas que tienen espacios institucionales de mucha o poca responsabilidad en la toma de decisiones es mucho lo que pueden hacer; cuando lo que hacen, lo cumplen con la convicción ética de hacerlo con integridad, honestidad, prudencia y eficacia. Así, las cosas pueden ser mejores cuando uno mismo intenta ser íntegro desde el lugar en que se encuentra. Ello es tan sencillo como hacer bien lo que se debe hacer.
Llegará un momento en que se nos interpelará respecto a cuánto hemos hecho con nuestras acciones sociales para evitar la calamidad. A ello responderemos positivamente mostrando la responsabilidad ética que hemos puesto en cada una de las cosas que de nosotros dependen.
Cuando ello no sea posible, que cada quien sepa que lleva colgada de sus ropas -como los leprosos siete siglos atrás- una campanilla que avisaba a los demás que era un enfermo. La enfermedad hoy, de no ser persona íntegra, es mayor que la que cualquier catástrofe nos puede traer, porque es una calamidad.

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