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Hace 80 años Europa concelebraba la muerte

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 Por Silverio E. Escudero

Septiembre tiene un signo trágico en la historia de la humanidad. Por estos días se conmemora el aniversario número 80 del inicio de la Segunda Guerra Mundial (SGM), que transformó a Europa en un enorme campo de batalla donde el olor acre de la muerte impregnaba todo el paisaje transitado por miles de soldados.
Ochenta años de aquel trágico 1 de septiembre de 1939, cuando las divisiones blindadas alemanas invadieron Polonia para cumplir, en parte, las cláusulas secretas del pacto de no agresión firmado entre Alemania y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), en agosto de ese mismo año.
El 17 de septiembre las legiones soviéticas atacaron por el este.
Polonia fue rápidamente derrotada… desgarrada. Dos días más tarde, Gran Bretaña y Francia, en virtud de los acuerdos de ayuda mutua establecidos con Polonia, declararon la guerra a Alemania. Adolf Hitler había cometido un error al pensar que, al igual que en acciones precedentes (remilitarización de Renania, anexión de Austria e invasión de Checoslovaquia), ambas potencias contemporizarían.
El anexo al pacto, reafirmamos, estipulaba cómo sería la partición polaca en dos áreas cuidadosamente delimitadas: una para los soviéticos y la otra para Alemania. Quedaba pendiente, según el curso de la guerra, la suerte de Finlandia, las repúblicas bálticas (Lituania, Letonia y Estonia) y gran parte de Europa oriental.
Un capítulo especial en la historia de la crueldad es la suerte que corrieron los polacos. Gran parte de su población fue sometida al dominio y represión de los alemanes. Quienes esperaron un trato humanitario de las tropas stalinistas se equivocaron. Alemania y la URSS rivalizaron en ferocidad.

Especialmente significativo fue el caso de la comunidad judía, exterminada en buena medida en los campos de concentración o muerta a consecuencia de las inhumanas condiciones que sufrió en guetos como los de Varsovia o Cracovia. Igual suerte corrieron gitanos y homosexuales, quienes fueron sometidos a horrendas pruebas para “regenerarlos”, con la participación activa de la iglesia Católica.
El Pacto Ribbentrop-Mólotov, nombre con el que lo identifica la historia, fue firmado entre la Alemania nazi y la Unión Soviética, entre los ministros de Asuntos Exteriores Joachim von Ribbentrop y Viacheslav Mólotov nueve días antes de que se iniciara la Segunda Guerra Mundial.
Fue, más allá de cualquier otra valoración, un acuerdo entre fulleros. Tanto Moscú como Berlín estaban convencidas de que era un mero acuerdo de circunstancia, y hasta el menos avisado sabía que tendría la duración de una pompa de jabón.

La puesta en escena tenía como actores excluyentes a Hitler y Iósif Stalin. Hitler fundó en 1921 el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (cuyas siglas en alemán son Nsdap) al calor de la siempre indefinible “sinarquía internacional” y del ultranacionalismo y el racismo que armó unidades paramilitares para combatir los levantamientos comunistas y socialistas después de la Primera Guerra Mundial.
Después de fundar el Nsdap, Hitler tuvo una carrera política meteórica.
En 1933 ocupaba ya la Cancillería alemana. Su discurso se centró en un feroz combate contra las grandes empresas, con una marcada retórica antiburguesa, anticapitalista, antisemita y antimarxista.
Stalin, por su parte, necesitaba ganar tiempo. Observaba con alarma la creciente debilidad de la Sociedad de Naciones como dique de contención ante el expansionismo alemán. Tenía sobradas sospechas de que Francia y el Reino Unido estaban embarcadas en una “política de apaciguamiento” respecto de Hitler.
Pretendían usarlo -coincide la mayoría de los biógrafos del primer ministro británico Arthur Neville Chamberlain- como dique frente a los avances soviéticos en el este de Europa y el centro de Asia. Las definiciones imperialistas del Kremlin se asemejaban a las de los grandes zares, que soñaban tener puertos propios en cuatro océanos (Atlántico, Pacífico, Índico y Ártico), cuestión que quedó patentizada en la firma de los Tratados de Munich, el 30 de septiembre de 1938.

Éstos se firmaron a instancias de Hermann Göring y para ellos Benito Mussolini actuó como moderador. Se rubricaron para solucionar las insistentes reclamaciones de Hitler sobre el territorio de los Sudetes en Checoslovaquia -un país demasiado lejano del que ignoraban todo “incluidas sus querellas”, según la oficina del primer ministro británico. Estos pactos precipitaron una grave crisis internacional, en el verano de 1938, en la que ninguna nación del mundo quedó al margen de sus resultados.
Chamberlain no dudó en entrevistarse dos veces con el Führer en septiembre, tratando de garantizar una salida pacífica a la situación.
Finalmente, el 29 de ese mes se reunió en Munich una conferencia a la que asistieron Hitler, Mussolini, Chamberlain y (Edourd) Daladier, quien cumplía su tercer mandato como primer ministro de Francia. Ni el gobierno de Praga ni la URSS, que se había ofrecido a cumplir su acuerdo de asistencia mutua con Checoslovaquia en caso de un ataque alemán, fueron invitados a la reunión.
El pacto reconocía las aspiraciones del Tercer Reich para anexarse la región checa de los Sudetes, siendo que los gobiernos de Francia, Gran Bretaña e Italia aceptaban el reclamo de Hitler para revisar las fronteras de Checoslovaquia y adaptarlas a las exigencias alemanas. Esos reclamos por momentos eran auténticos dislates. No se formuló siquiera una consulta al gobierno checoslovaco sobre semejante acuerdo. La anexión alemana supuso la ocupación de los Sudetes por Alemania hasta el fin de la Segunda Guerra.
Los alemanes residentes en los Sudetes se convirtieron automáticamente en ciudadanos del Tercer Reich (por ello, en un tiempo de revancha, fueron considerados extranjeros por los checos a partir de 1945, lo que supuso que las propiedades de los alemanes fueran confiscadas y repartidas entre los checos durante la era comunista).

Hemos planteado las razones de una conmemoración iluminada por la historia del siglo XX, pleno de matanzas, genocidios, conflictos armados y grandes estallidos de violencia. Tendencia que parece continuar incólume en este, nuestro tiempo histórico.
No es cierto que haya habido dos guerras mundiales en el siglo pasado. El conflicto, con sus actores, es uno y sólo uno. Comenzó en Sarajevo y se detuvo un instante en 1918.
Habría un intermezzo de guerras regionales. La Guerra del Gran Chaco, entre Bolivia y Paraguay, alteró la paz regional en la que Argentina mantuvo una conducta dual. Mientras el jurista argentino Carlos Saavedra Lamas intentaba ganar la paz, los oficiales del Ejército Argentino se transformaron en traficantes ilegales de armas, hecho que quedó al descubierto cuando un barco de la compañía Mihanovich, contratado por la jefatura del Ejército, se hundió en el Paraná.
Más tarde ocurrió la Guerra Civil Española, plena de crueldad y abandono. Todo les estaba permitido a Hitler y Mussolini. Inglaterra y Francia fueron cómplices por omisión. Dejaron que la naciente II República de la bravía España se desangrara en los campos de batalla. Esa república que convocó la solidaridad mundial. La Córdoba republicana y reformista entregó lo mejor de sí.

Sin solución de continuidad dio inicio en el septiembre trágico de 1939 el segundo acto de un drama que continúa y marca los tiempos del porvenir, mientras se velan armas y se buscan antiguos-nuevos justificativos para seguir asesinando.
Ayer fueron Checoslovaquia y Polonia. Hoy, en las calles europeas disputan el control territorial los mismos protagonistas, los bandos en pugna. Europa es, nuevamente, un campo de batalla. Duró poco el sueño, la ilusión de los hacedores de la Europa comunitaria. Los inmigrantes y el control de las fuentes de energía son los factores desencadenantes. Los neonazis -tan aplaudidos en los boliches argentinos- han retomado los antiquísimos cuentos de la superioridad racial, de la sinarquía internacional, de las debilidades de la democracia, de la división de órganos-poderes, del sistema de representación, etcétera.
Mientras tanto, se promete un nuevo pacto social fundado en el autoritarismo y la restricción de las libertades constitucionales garantizadas por el orden liberal.

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