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Guernica y Machu Picchu

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Por Edmundo Aníbal Heredia (*)

Historiadores dedicados a las relaciones internacionales acostumbran a definir etapas titulándolas como tiempos de guerra, de preguerra, de posguerra y hasta de entreguerra, es decir las guerras consideradas como factores definitorios de las relaciones. Tienen sus razones, porque siempre hay una guerra en alguna parte del mundo, pero al menos sería mejor que a las de entreguerras las llamaran tiempos de paz. Por lo general, si bien las guerras suelen desatarse entre dos naciones, en general se extienden a otras, vecinas o distantes, hasta alcanzar la categoría de mundiales. Eric Hobsbawm es quien mejor las ha estudiado hasta ahora y quien nos ha recordado que en las dos grandes guerras del siglo XX murieron más personas que en todo el resto de la historia de la humanidad, y hasta desafía a la cronología afirmando que ese siglo comenzó con la gran guerra de 1914. Así, las historias universales que leemos suelen ser una sucesión de conflictos, cuando no de guerras desatadas; de modo que, según aquellas lecciones, tendría que definirse la paz como el espacio de tiempo que media entre dos guerras.

Un señor adusto, vestido con un traje azul
Preocupado por esa gran cuestión y tratando de encontrar una explicación, yo acostumbraba caminar por el parque de la Ciudad Universitaria, contemplando los edificios que evocaban las naciones latinoamericanas y dos europeas, España y Francia. Al de Francia veía dirigirse con frecuencia a un señor adusto, alto y delgado, que solía vestir un traje azul; por entonces, yo tenía curiosidad por conocer todo lo que fuera propio de la vida de la universidad, sobre todo de los profesores, igual que de los libros. Sospechaba, no sé bien por qué, que este señor debía ser alguien importante. Un día entré al Francia para resolver mi enigma y así supe que se trataba de un español republicano, exiliado para eludir la dictadura de Franco, poeta y amigo del peruano César Vallejo, por cuya poesía yo sentía devoción. El personaje era un vasco de Bilbao y se llamaba Juan Larrea.

Mi intriga desembocó en una búsqueda hasta saber que Larrea fue uno de los intelectuales –poeta surrealista, aunque prefería que le dijeran que era ultraísta- que venía del Perú y que antes había estado en México, y que había vivido muchos años en París, donde había sido amigo de Pablo Picasso. Un día de abril de 1937, al salir del Metro de París, Larrea vio un titular en el diario que decía: “Fue bombardeada Guernica”. Se reunió ese mismo día con sus amigos, todos intelectuales, y fueron a verlo a Picasso para interesarlo en pintar un cuadro que aludiera a Guernica y su desgracia. El resultado fue que Picasso alquiló un estudio muy amplio para pintar ese gran cuadro. Durante semanas los amigos del pintor se reunieron con él y opinaron sobre las figuras que aparecerían en el cuadro y sus ubicaciones. Larrea participó en la tarea y seis días después del bombardeo el malagueño comenzó a pintar su versión de la tragedia, que es hoy el grito de toda España resonando en todo el planeta en defensa de la paz.

Guernica
Guernica como ciudad representa dos cosas para el mundo, y por dos cosas el mundo ha conocido el nombre de “Guernica” como una palabra de insuperable belleza, a despecho de armonías, eufonías o consonancias, porque para el mundo la belleza de la palabra Guernica está más allá de lo estético. En 1526, al pie de un roble, los vascos habían proclamado su fuero, esto es, sus derechos como ciudadanos, que supieron defender con sus almas y con sus cuerpos. Cuenta la historia que los reyes tenían que ir a Guernica y al pie del roble -el que necesita del agua y no la implora, como lo eternizó Almafuerte- debían jurar que respetarían esos fueros como condición para ser reconocidos como reyes; es decir, el símbolo ya existía antes de Picasso. Como esa historia no le gustaba a Hitler, mandó a bombardear la ciudad justamente a la hora en que hombres, mujeres y niños iban al trabajo, a las compras del día o a la escuela. Su pueblo sufrido e indomable recibió las descargas de la ira irracional, sin que su espíritu pudiera ser quebrantado ni su orgullosa cerviz doblada. De la conjunción de los dos hechos –fueros y bombardeo- nace la más significativa parábola sobre la paz. Y hasta parecería que uno y otro completan el necesario claroscuro para dar realce a los valores positivos que Guernica encarna para el mundo. Son el día y la noche, la luz y la sombra, el bien y el mal, la vida y la muerte. Los hombres que quieren vivir en paz y ser libres en cualquier parte del mundo reflexionan que todas las guerras son horrendas, pero ninguna más que la del ataque avieso a poblaciones civiles inermes, al punto de que eso ya ni siquiera es guerra.

Por su carácter indomable, los vascos no pudieron ser romanizados, ni germanizados, ni arabizados, ni castellanizados. Euzkadi se reservaría otra misión diferente a la de Castilla, pues no se dedicó a juntar pueblos y proyectarlos luego fuera del continente, sino a afirmar el valores más preciado para el hombre, que es el respeto por sus determinaciones individuales y sociales en un marco de igualitarismo democrático. Otro español, Claudio Sánchez-Albornoz, quien también debió salir de su patria, fue profesor en la Universidad de Buenos Aires y fue nombrado presidente de España en el exilio, dijo de los vascos: “Su rudeza, aspereza, virilidad y coraje –incluso las mujeres se distinguían por su fiereza y energía- hicieron imposible otra articulación social distinta de la basada en el orgullo igualitario. Ese igualitario orgullo debía conducir a la democracia.”

Machu Picchu
Con esta ciudad de Córdoba como su nuevo hogar y desde su cargo en la Universidad, Larrea creó un instituto orientado, entre otras cosas, a descubrir simbologías en las culturas americanas. Por entonces se dedicaba a develar las incógnitas de Machu Picchu, la ciudad perdida de los incas, a la que llamó en un estudio esclarecedor “La ciudad de la última esperanza”; es decir la ciudad en donde procuraron un refugio sus habitantes para escapar de los conquistadores españoles que los buscaban para someterlos a la servidumbre. Larrea tenía esta interpretación para explicar el sentido, finalidad, funcionamiento y, en fin, lo que representaba aquella ciudad para el mundo incaico.
Ahora tengo para mí que Larrea quería encontrar en Machu Picchu la explicación simbólica del drama indígena americano, en esa ciudad luego abandonada y oculta entre las nubes que coronan a las montañas. Machu Picchu era, para Larrea, una ciudad metafísica, construida más allá de los horrores del mundo. Según su expresión, “en el paraje más abstracto e inaccesible”; era “la ciudad de la paz… una apelación a juicio contra el desenfreno exterminador del hombre blanco.”
No resulta extraño que un vasco buscara la paz en las entrañas de América. En su itinerario por el mundo había encontrado esa paz, la paz en libertad. Si aquel era su ideal, es de creer que finalmente encontró esa paz aquí, en esta ciudad del Suquía, donde terminó sus días en 1980.

Nota: La cita de Claudio Sánchez-Albornoz fue tomada de su libro España, un enigma histórico. Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1956.
La de Juan Larrea, de su artículo Machupicchu, ciudad de la última esperanza, publicado en la Revista de la Universidad Nacional de Córdoba. 2ª serie, Año 1, No. 1. Córdoba, marzo-abril de 1960.

(*) Doctor en Historia. Miembro de número de la Junta Provincial de Historia de Córdoba.

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