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Esos 63 disparos en el Capitolio de Baton Rouge

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El fin menos pensado. Un atentado que cambió la historia de Estados Unidos en aquella agitada década de 1930.

Por Luis R. Carranza Torres

El bien y el mal conviven inseparables en el alma humana. No recuerdo al autor de la frase, pero en pocos casos tiene mayor verdad que al mirar en retrospectiva la vida de Huey Pierce Long, Junior.

Mañana del 8 de septiembre de 1935. Esos momentos en que la historia cambia. El lugar: la legislatura estatal de Luisiana, en la ciudad de Baton Rouge. En ese momento y lugar, camina a la salida del edificio junto a una buena comitiva, guardaespaldas incluidos. Allí se cruza y empieza a discutir con el médico Carl Austin Weiss, yerno a futuro de uno de sus oponentes políticos. Nada hace prever que pasará lo que luego quedará en la historia.

Pese a haber concluido su período como gobernador y ser electo senador federal, «Kingfish» Long parecía no acusar recibo de eso. Todo seguía en Luisiana como cuando él la gobernaba por derecho de las urnas. Al nuevo gobernador, Oscar Kelly Allen, no parecía importarle mucho que Long hiciera esto. Era su lugarteniente y sabía que lo había colocado en ese sitio, precisamente para eso: dejarlo hacer.

Por eso, las leyes que Long apoyaba en la legislatura por lo general se presentaban y aprobaban en un mismo día. Entre algunas polémicas medidas se hallaba la norma que les quitaba a los alcaldes de las ciudades la facultad de designar a sus funcionarios y se la endosaba al gobernador.

Otras establecían sanciones y multas varias a periodistas y medios de prensa que no informaran la verdad. La cual, por supuesto, en Luisiana coincidía siempre con lo que él pensaba. También creó un «Cuerpo de Investigación Estatal», bajo el mando directo del gobernador. Claro que en lugar de investigar crímenes lo hacían con los opositores a Long, a la usanza de lo que Franklin Delano Roosevelt hacía como presidente con el FBI de Edgar Hoover.

Uno de los pocos que se le animaba a Long era el juez Benjamín Henry Pavy, quien había pasado a ser el blanco de sus esfuerzos para destituirlo por la legislatura.

Se trataba de una piedra más en un largo camino de odio. Decía una frase en Luisiana: «Si eres amigo de Long, él te ayudará. Si eres su enemigo, te hundirá», modismo más, modismo menos. Y Huey Pierce se había aplicado a la tarea respecto de la familia Pavy. Como el buen juez persistía en eso de ser un magistrado imparcial, se la había tomado primero con los suyos. A su hermano Paul, director de una escuela pública, lo removió del puesto. Su hija Marie, maestra de tercer grado, corrió igual suerte. Y para terminar le modificó los límites de su circuito al juez, agregando zonas rurales donde se votaba a quien Long decía, para asegurarse que perdiera la próxima elección.

Al parecer, el futuro yerno de Pavy fue a enfrentar a Long según algunos, a conciliar ánimos según otros. Sea lo que fuera que tuviera en mente, al hallarlo se estrelló contra el carácter sobrador del senador y dueño de los destinos de Luisiana.

Quizás por tenerlo en mente desde un principio, quizás ofuscado por el destrato, Carl Austin Weiss sacó un revólver y alcanzó a dispararle antes que los guardaespaldas de Long lo «regaran» a balazos. Eran las 9.20 de la mañana y fueron 63 disparos en total. Uno de Weiss a Long, que se alojó en su torax, y 62 de los custodios de «Kingfish» a Weiss, quien murió en el lugar.

Huey Pierce duró dos días más, debatiéndose entre la vida y la muerte, hasta expirar el 10 de septiembre de 1935 a la edad de 42 años. Sus últimas palabras fueron, según algunos: «Dios, no me dejes morir. Tengo tanto todavía que hacer». Más de uno en Washington, Casa Blanca incluida, suspiraron con alivio de no tenerlo de oponente en una carrera presidencial.

Carismático e inmensamente popular por sus programas sociales, en medio de un desencantado electorado posquiebre de Wall Street, Huey Long tenía una llegada en los sectores populares que nunca antes un político había logrado en Estados Unidos. Escuelas gratis, hospitales gratis, ayudas alimentarias eran algunas de las causas de ese fervor. Por eso, ya fuera desde su propio partido -el Demócrata, o desde el bando de los Republicanos, siempre se lo había visto como un tipo peligroso. Alguien demasiado libre, sin casi ninguno de los códigos que la clase política estadounidense, sin importar época o bando, había siempre preservado. Como me dijo un profesor en la Johns Hopkins University, de no haber sido asesinado: «El peronismo se hubiera dado en Estados Unidos diez años antes que en Argentina». Una frase ciertamente para el análisis y no exenta tampoco de polémica.

Lo velaron ahí mismo a Huey Pierce, en el lugar donde todo detonó: el capitolio del Estado. Lo vistieron de traje oscuro y corbata de moño al tono. Tuvo un multitudinario funeral, a tono con su popularidad, se compartieran o no sus métodos políticos. No sería la primera vez, ni la última en la historia política del país del norte, que una bala viraba en profundo el curso de la pluma de Clío.

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