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Esa muerte en el bosque de Vincennes

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Mata Hari tuvo una ejecución tan particular como ella misma

Por Luis R. Carranza Torres

Cuando se le leyó la sentencia que la condenaba por delitos de espionaje, la holandesa Margaretha Zelle pareció no entender lo que le notificaban. No era, ni por asomo, el resultado que la mujer más deseada de Francia había esperado de su juicio. Margaretha era mucho más conocida por su seudónimo artístico de Mata Hari («ojo del alba», en javanés).
Al terminar la lectura y al hacerle la pregunta de rigor, si tenía algo para objetar; confusa pero serena, sin quebrarse su ánimo ni su voz, pero todavía sin reponerse de la sorpresa, expresó: «Nada. Sabéis toda la verdad. No soy francesa. Tenía derecho a tener amigos en otros países. Pero seguí siendo neutral. Me atengo al buen corazón de los oficiales franceses».
La frase no le funcionó, ni remotamente, pese a todos sus amigos en las altas esferas. Y es que para el espionaje, en tiempo de guerra, la pena capital se impone. Con ella no hicieron una excepción, y así pronunciaron la condena de rigor: “muerte”.
Su abogado defensor, el renombrado letrado Eduard Clunet, un antiguo cliente suyo, se desesperó ante lo decidido por el Tercer Consejo de Guerra de París. Empecinado en salvarla por cualquier medio, a esa mujer de la que se hallaba apasionadamente prendado a sus 75 años, trató de convencerla de decir que se hallaba embarazada. Una artimaña dilatoria, para ganar tiempo y efectuar ulteriores planteos de nulidad o revisión de un juicio muy “flojo de papeles”. Para ello, echaba mano a lo establecido en el artículo 27 del Código Penal de Francia, en vigor por ese entonces, que establecía: «Si una condenada a muerte declara estar embarazada y si se comprueba que está encinta, no sufrirá su pena hasta después de haber dado a luz». Sin embargo, Mata Hari no se avino a esa estratagema y rechazó efectuar tal declaración.
El detalle de la ejecución se conoció el domingo 14 de octubre de 1917. Estaría, por disposición del comandante Masart, a cargo del Gobierno Militar de París y se efectuaría al día siguiente a las 6:15 de la mañana en el polígono de Vincennes. El propio presidente de Francia había rechazado la petición de clemencia hecha a través de su letrado, y allanado la realización del mortal ejecútese de la sentencia.
El día fijado, antes del alba, el capitán Mornet, los doctores Brizard, Brazler y Socquet, el pastor Arboux y el abogado Clunet entraron en su celda. Luego de la noticia, Mata Hari se vistió con sus mejores galas, «como si en realidad estuviera saliendo del hotel Ritz para ir de compras», en opinión de un testigo presencial.
«¡He dormido muy bien!», le dijo a la comitiva. «Otro día no les habría perdonado que me despertara tan temprano. ¿Qué sentido tiene esta costumbre de ejecutar a los condenados en la madrugada?». Nadie supo contestar su pregunta.
Dejó tres cartas. Una para su hija, a la que hacía años que no veía; otra para un alto funcionario francés cuya identidad no fue revelada;  otra para su último amante, el capitán Vadim Maslov, que en el juicio había negado conocerla. Con cierta ironía, al entregárselas a su abogado le recomendó: “No se confunda los sobres».
Antes de salir, por un momento vaciló, confesando a su abogado, molesta: «¡Bah, estos franceses…! ¿De qué les servirá haberme matado? ¡Si cuando menos esto les hiciera ganar la guerra! ¡Ya verán…!».
En el polígono de tiro del bosque de Vincennes, al este de la ciudad, la esperaba el pelotón de ejecución conformado por 12 soldados seleccionados con escrupulosidad. Lo peor que podía pasar era que alguno rehusara disparar o que le temblara el pulso por tener que ultimar a una mujer y, que tras la andanada, Mata Hari siguiera vivita y coleando. Ya bastante polémica había tenido todo el juicio. Para aventar las posibles culpas, se les habían entregado los fusiles diciéndoles que uno, al azar, estaba cargado con salvas. Así, nadie sabría si había disparado o no en verdad.
Mata Hari vestía un abrigo negro de terciopelo, con botones y cinturón y un sombrero de piel. Se la sujetó, atándola, a un poste enfrente de la línea de fusileros en posición de firmes. Antes de eso, se había abrazado con su abogado Clunet, el más fiel de todos sus clientes. Cuando el oficial a cargo fue a vendarle los ojos, ella preguntó, volviéndose hacia su abogado: «¿Debe ponerme eso?». “Si la señora no lo prefiere, no tiene importancia», replicó el oficial. Un gesto galante podía tenerse, muy a la francesa, hasta con quien iba a ser ejecutado.
Previo a la descarga, lanzó un beso al aire, a quienes le apuntaban. Tras la salva, el cuerpo cayó lentamente de rodillas, doblándose hacia adelante hasta quedar en el suelo. El sargento a cargo del pelotón sacó su revólver de la funda en su cinturón y le dio el tiro de gracia. Algo innecesario, como se comprobaría más tarde durante la autopsia. De los 12 disparos que surcaron el aire otoñal de Vincennes, sólo cuatro de ellos le habían acertado; pero uno había impactado de lleno en su corazón, matándola de inmediato. Tenía 41 años.
Nadie reclamó su cuerpo, que fue enviado a la facultad de Medicina para prácticas anatómicas de los estudiantes.
La autoridad policial parisina anotó en su ficha de prontuario: Nombre verdadero: Marghareta Gertruida Zelle, Alias (nom de guerre): Mata Hari. Profesión u ocupación: cocotte. (Se hace pasar por tal y por bailarina para encubrir su trabajo de espía a sueldo de los alemanes). Sentencia: ejecución por fusilamiento.
Como siempre, existe una verdad más allá de los papeles. Y existen papeles que ocultan la verdad. Seguramente, respecto a Mata Hari hubo un poco de ambos.

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