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Entre los velos del espionaje

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Por Luis R. Carranza Torres

Era una mujer muy deseada por varios, pero entonces pasó a ser odiada por muchos

Margaretha Geertruida Zelle, la holandesa más universalmente conocida por su sobrenombre artístico de Mata Hari, fue detenida el 12 de febrero de 1917 en el hotel Elysée Palace, en los Campos Elíseos de París, por una comisión policial encabezada por el comisario Priolet, a consecuencia de la denuncia formulada por el general Lyautey ante el Gobierno Militar de París señalándola como espía al servicio de los alemanes.
A Louis Hubert Gonzalve Lyautey, ministro de Guerra francés, entonces general y luego mariscal, poco y nada le había ido bien en su corta trayectoria ministerial. Después de tres años de guerra de desgaste y frentes estancados, todos estaban hartos del conflicto, comenzando por los mismos soldados en las trincheras del frente occidental. Lyautey debió soportar diversos motines de soldados y el fracaso de la Ofensiva Nivelle.
Un mes después del arresto de Mata Hari, el 15 de marzo de 1917, renunció a su ministerio luego de haber sido abucheado como pocos en la Asamblea Nacional, la cámara de diputados francesa. Cuatro días después el gobierno galo presidido por Aristide Briand caía y era reemplazado en el cargo por Alexandre Félix Joseph Ribot.
Para ese entonces, la bailarina devenida en espía, luego de un breve paso por el Palacio de Justicia en donde se le comunicaron los cargos, fue conducida bajo fuertes medidas de seguridad a la prisión para mujeres de Saint-Lazáre, en el Faubourg Saint-Denis, cárcel dirigida por la orden de las Hermanas de San José.
Entre los cuchicheos de la historia se cuenta que Mata-Hari, lejos de perder el ánimo, para sorpresa de todos entró en prisión altiva, con la cabeza alta, como si estuviera ingresando al hotel más suntuoso. Aun en la mala, que todo el mundo pusiera su atención en ella la deleitaba como pocas cosas. Acaso, como ninguna otra. Era el mismo narcisismo que la hacía romper todas las barreras del pudor en la época para efectuar danzas supuestamente orientales, en que se quitaba velo tras velo hasta quedar desnuda, ante grupos de los más encumbrados caballeros de la época.

Su alojamiento como reclusa fue un muy distinto lugar de los que solía pernoctar. Una estrecha y misérrima celda sin ventana y con sólo un colchón por todo mobiliario. Luego de su primer día fue enviada «por razones de salud» a otra celda, algo mejor, la número 12, en la enfermería de la cárcel. Allí quedó bajo el cuidado y vigilancia de Sor Leonide, superiora de las monjas encargadas del trato con las prisioneras.
En su desdicha, en tanto la mayoría de sus antiguos amoríos negaba toda relación con ella, uno de sus viejos admiradores hizo acto de presencia. Se trataba de Eduard Clunet, un abogado de 75 años, con quien mucho tiempo atrás habían mantenido un affaire. El anciano letrado venía a ofrecerse para asumir su defensa. Fuera por esa muestra de lealtad o por no tener otra mejor opción, la acusada de espionaje aceptó.
Pierre Bouchardon fue el encargado por parte del Estado de investigar los cargos presentados. Proveniente de una familia de abogados y médicos, estudió Derecho en la Facultad de Place du Panthéon para luego abrazar, con 25 años, la carrera judicial. De mente brillante, pronto se destacó y escaló en los cargos de la jerarquía tribunalicia. Fue llamado a filas al estallar la Primera Guerra Mundial. Se lo destinó, con el grado de capitán, al Tercer Consejo de Guerra, recientemente creado, en el cual ocupó la función de rapporteur, una suerte de pesquisidor o investigador de las acusaciones. Su labor como instructor de las causas hizo que fuera apodado por el mismo Clemençeau, presidente de Francia, como Le grand inquisiteur (el gran inquisidor).

En los días subsiguientes, en extensas, agotadoras y repetitivas sesiones maratónicas de interrogatorios, Bouchardon trató de sacarle a la presa alguna declaración que condenara su suerte. En tiempo de guerra y bajo ley marcial, las normas procesales se relajaban bastante, por lo que Clunet, pese a estar nombrado como su defensor, sólo pudo asistir al primero y último de tales interrogatorios.
La instrucción de la causa se cerró sin mayores probanzas que la relación de la imputada con oficiales de uno y otro bando, en sus viajes por Europa. A pesar de ello, la causa fue «elevada» a juicio. El caso había concitado la atención de la prensa y el repudio de amplios sectores de la sociedad que, frente a la tristeza del momento, la veían como la culpable de casi todos los males. No era cuestión de dejar las cosas a medias.
En tanto, el tiempo pasado en prisión había afectado el estado físico y los nervios de Mata Hari. Por eso, al comunicarle fecha para el juicio, se la trasladó a una de las mejores celdas de Saint-Lazáre, con buenas comodidades, donde podía pedir para comer cuanto quisiera, inclusive lujos de tiempos de guerra como eran la «carne, vino y café», y en donde tenía asimismo el «privilegio de poder bañarse diariamente». Nada suscitaba más la compasión del tribunal de la opinión pública que una acusada débil y demacrada.
En el mediodía del 27 de julio de 1917 se inició su audiencia de juicio. Uno de los mayores espectáculos judiciales de Francia estaba por iniciar.

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