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El “Vencedor de Verdún” en el banquillo de los acusados

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Se trató del juicio más importante y polémico de la posguerra francesa

Por Luis R. Carranza Torres

Apenas terminada en Europa la Segunda Guerra Mundial, Philippe Pétain, mariscal de Francia, otrora héroe nacional por su brillante actuación durante la Primera Guerra Mundial, fue llevado a juicio en su carácter de jefe de Estado del régimen de Vichy, por su política colaboracionista con Hitler y sus secuaces, acordada luego de la rendición en denominada “Entrevista de Montoire” en octubre de 1940.
Por dos veces, el clamor popular lo había ungido “el salvador de la patria”. Una en 1916, cuando detuvo en los campos de Verdún la invasión de los ejércitos del Kaiser, y otra en 1940, cuando se hizo cargo de un Estado francés derrotado que nadie quería tomar. Pero luego, convertido en el “colaboracionista número uno”, había cedido a todos los deseos nazis, por más terribles que fueran: mano de obra esclava para mantener la industria de guerra alemana y el arresto y deportación de todos los judíos franceses a campos de exterminio.

Poco antes del desembarco en Normandía, cuando se vislumbraba un cambio de marea en la guerra, Pétain había llamado a la población a no entrometerse en la lucha durante una visita a la ciudad de Nancy el 26 mayo de 1944: “Nuestro territorio puede ser campo de próxima batalla entre dos fuertes ejércitos adversarios. No toméis parte en esta contienda; no os mezcléis en los asuntos de otros porque las represalias serían terribles”. Pétain, incluso con su alineamiento automático con los nazis, conservaba buena parte de su prestigio en Francia y sus contadas apariciones públicas congregaban cierto fervor popular; aun cuando su régimen, conforme se intensificaba la Resistencia de los franceses partidarios de De Gaulle, había endurecido la represión interna, llegando a las 70.000 detenciones y dictando los jueces unas 10.000 sentencias de muerte. La organización paramilitar del régimen, denominada “Milicia Francesa”, una suerte de versión gala y de segunda de las SS nazis, adquiriría por ello una fama deleznable en cortísimo tiempo.

Sus palabras no conformaron ni a unos ni a otros. Los alemanes ocuparon lo que quedaba de Francia y luego de la liberación de ésta por los aliados debió escapar, en agosto de 1944, a Alemania. Si fue por propia voluntad o forzado por los germanos, es materia de discusión, como también bajo qué motivaciones estableció, perdida ya la guerra, en abril del 1945, un “Gobierno en el exilio”, en el castillo alemán de Sigmaringen. Acuciados por los problemas de reconstruir un país devastado por la guerra, no pocos querían pasar la página y hacer como si el anciano mariscal no hubiera existido. El propio De Gaulle cuenta en sus Memorias que “deseaba que cualquier peripecia hubiese mantenido alejado de Francia a este acusado de 89 años”. Pero Pétain regresó vía Suiza y se entregó a las nuevas autoridades francesas el 26 de abril de 1945. El país se hallaba dividido, en forma irreconciliable, sobre qué hacer con él. Los periódicos de la Resistencia reclamaban el juicio y fusilamiento del traidor, y los comunistas directamente el fusilamiento en plaza pública, pero millones de franceses lo veían como una figura paternal, que había hecho lo que podía por Francia en su peor hora. Y no pocas de sus víctimas, trabajadores forzados o sobrevivientes de los campos de exterminio que retornaban a país, exigían que pagara por tales actos.
Entre unos y otros, lidiando con esa bolsa de gatos que era el escenario político y social galo de inicios de la posguerra, De Gaulle se decidió por la alternativa judicial ordinaria. Ni olvido ni lapidación pública. Tampoco un sumarísimo proceso militar aprovechando su grado de mariscal. La instrucción judicial preparatoria fue desbordada por la inmensidad de la prueba a colectar y por la constatación de un extremo no menor respecto del acusado: mostraba evidencia de pérdida senil de la memoria. Pero una vez echado al río, “Le Grand Charles” no quería ni oír hablar de algún supuesto de incapacidad para terminar con el proceso. Tampoco, que el juicio se demorase. Se trataba de un asunto por demás ríspido, capaz de quebrar el país y que debía ser concluido a la mayor brevedad.
Es así que el 23 de julio de 1945, aun con la guerra prosiguiendo en el extremo oriente con el imperio de Japón, Philippe Pétain fue llevado a juicio público en el Palais de Justice de París. Dentro y fuera del edificio se soportaba como se podía el calor sofocante del verano parisino. Por los Campos Elíseos, manifestaciones de sobrevivientes de los campos nazis, vistiendo sus trajes a rayas de prisioneros, pedían un ejemplar escarmiento.

El diario France-Soir tituló: “El más grande proceso de nuestra Historia ha comenzado”. Justo en el mismo sitio donde, casi dos siglos antes, habían juzgado a María Antonieta. Las modestas dimensiones de la sala tenían su razón de ser: no se quería que hubiese demasiados asistentes y que se transformara en una arena política.
Pétain tomó asiento en el banquillo de los acusados, escoltado por gendarmes, vistiendo su uniforme de mariscal, con gorra y guantes blancos de piel de camello. El magistrado Mongibeaux, de toga roja y barba blanca, presidía el tribunal que incorporaba un jurado popular de 24 miembros, provenientes a partes iguales de partidos de izquierdas y miembros gaullistas de la Resistencia.
Estaban dados todos los ingredientes, en lo institucional, para una tragedia griega en el curso del debate. Y eso, precisamente, sería lo que ocurriría.

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