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El relativismo como falsa vacuna

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Por Verónica Michelle Cabido (Derecho UNC)
Especial para Comercio y Justicia

Desde los primeros casos a la fecha el virus se propagó tanto como las especulaciones en torno a su origen. El mito fundacional más popularizado señala que el covid-19 se originó en un mercado de animales, producto de la ingesta de un murciélago en una sopa. 

Si bien la teoría no ha sido confirmada, sin duda la peculiar comida sirvió para alimentar prejuicios étnicos, los cuales -unidos al temor por la propagación del virus- incrementaron el racismo en occidente.

En la vereda opuesta, se evita la formulación de cualquier juicio moral respecto de las costumbres culturales, hábitos de higiene y consumo de animales de otras comunidades en nombre de la tolerancia. Parecería que sólo encontramos la vacuna contra el prejuicio étnico en el relativismo cultural, la justificación moral de cualquier conducta bajo el amparo de la cultura. 

Esta postura sostiene que no hay juicios morales objetivos y universales sino que hay tantas verdades morales válidas como culturas existen. La conclusión nace de la comprobación empírica de la existencia de diferentes culturas. 

Sin embargo, de la variabilidad de creencias respecto a un hecho no se sigue necesariamente que éste no exista y que sólo podamos hablar de varios hechos. El relativismo sostiene que no existe una moralidad sólo porque nuestras creencias morales son, en apariencia, variadas. 

La cultura se erige en el marco explicativo único y final que anula toda posibilidad de juicio moral sobre determinada conducta, la cual será moralmente correcta siempre que se adecue al código moral de esa cultura.

El relativismo nos impide criticar los códigos morales de otra cultura. Al no haber criterio independiente para evaluar la corrección moral, estamos impedidos de valorar otras costumbres. Tampoco podemos hacerlo respecto de las conductas pasadas de nuestra propia cultura. 

No podremos juzgar prácticas como el racismo, la esclavitud, el antisemitismo, la mutilación genital femenina, el machismo, el odio a cualquier disidencia sexual o de género, o la utilización, sacrificio o ingesta de animales producto de la tradición. 

Impedidos de evaluar moralmente tales prácticas, sólo podremos juzgar las conductas conforme a su propio código moral, debiendo concluir siempre que todas estas conductas son moralmente correctas porque el código moral de esa cultura las aprueba en ese lugar o en ese tiempo. 

Si eventualmente determinada sociedad opta por abandonar ciertos hábitos culturales, tampoco podremos decir que esa sociedad ha progresado moralmente. Si el criterio para evaluar una cultura es el código moral de esa propia cultura, no podremos formular juicio valorativo alguno, pues para ello necesitaríamos un código moral independiente que nos sirva para evaluar el progreso o retroceso moral.

La clasificación de los animales en puros e impuros nos viene dada desde las antiguas escrituras. El capítulo 11 del libro de Levítico ofrece una detallada descripción y diferenciación de los animales que son puros, cuyo consumo nos acercaría a dios, de aquellos impuros, e incluso despreciables. Dentro de estos últimos se encuentra el murciélago. 

Nuestra cultura, tan pretendidamente secular como atravesada por la moral judeocristiana, entiende que ciertos animales son aptos para consumo, mientras que otros no lo son. Muy pocos de nosotros ofrecería como respuesta los versículos del libro de Levítico. 

Posiblemente muchos no sabrían ofrecer razones para justificar moralmente el especismo que autoriza matar una vaca para comerla, como hacemos en Occidente, y reprueba al mismo tiempo la ingesta de otro animal, como el murciélago o el perro. 

Frente el hecho empírico de la variabilidad cultural, el relativismo moral se erigió contra los prejuicios étnicos como el único antídoto contra la intolerancia. 

Sin embargo, incapacitados de criticar las prácticas perjudiciales de otras comunidades terminamos legitimándolas en función de sus códigos culturales, y adoptamos el relativismo como una actitud condescendiente que oculta nuestra propia incomodidad a la hora de juzgar las conductas de otras culturas, y nuestra incapacidad de reconocer cuántas de nuestras costumbres podrían ser igualmente reprobadas moralmente por otros. 

¿Se pueden formular juicios morales sin caer en el prejuicio étnico y odio racial? Encontrar el equilibrio se vuelve necesario si se quiere evitar caer en la intolerancia. Si evitamos formular tales críticas en nombre de la tolerancia, entonces no podremos evitar reconocer que al menos hay un valor universal, así más no sea éste el único. 

Nos alejaremos del relativismo, aunque suene paradójico, en nombre de la tolerancia. La paradoja no es tal porque sólo alejándonos del relativismo podemos erigir a la tolerancia en un valor moral compartido, y a su vez de ningún modo el objetivismo moral exige a sus adeptos imponer por la fuerza valores morales a otra comunidad cuya cultura es distinta. El objetivismo moral sólo compromete al agente a ofrecer razones por las cuales afirma que determinada conducta es o no adecuada moralmente.

Argumentar moralmente consiste en ofrecer razones que demuestren que todos los intereses involucrados han sido tenidos en cuenta por igual. Una objeción moral será aquella que demuestre que determinada postura moral no está fundada en razones sino tan sólo en la tradición, en meros sentimientos, o en errores fácticos de apreciación. 

Argumentar moralmente exige alejarnos de la condescendencia hacia quien es distinto, nos compromete a respetarlo como sujeto racional y a ofrecer argumentos en el convencimiento de que el otro, tan sensible a razones como yo, sabrá atenderlas o refutarlas mediante otro argumento moral. 

El mito fundacional de la ingesta de un animal tenido por despreciable desde los tiempos de las escrituras alimentó los prejuicios étnicos más repudiables. El atractivo del relativismo como aparente solución contra la intolerancia a la diferencia cobró vigor. 

Sin embargo, no encontraremos en el relativismo la vacuna sino más bien otro ingrediente que alimenta nuestra intolerancia a la diferencia y nos posiciona, desde la condescendencia, en una pretendida pero siempre negada superioridad moral.

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