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El que rompe, paga

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Por Luis Carranza Torres* y Carlos Krauth **

Una sociedad abierta, plural y una democracia necesitan de la libertad de expresión. Y no sólo en términos formales o como simple habilitación. Se requiere que se ejerza. Sólo diciendo las cosas se puede sentar una postura, entender la posición del otro, debatir, acordar o disentir, encontrar confluencias o marcar límites morales intraspasables.
Alguien, con agudeza, en alguna sentencia de la Corte de EEUU, dijo que la libertad de expresión es, fundamentalmente, el deber de tolerar la opinión que no concuerda con la nuestra, aquella que nos incomoda o genera rechazo.
Por ello, ejercicio no es inocente y trae aparejados molestias o entorpecimientos varios de la vida diaria, entre otras cuestiones. No deslegitima la expresión como acto democrático válido que sea ruidosa u agite conciencias.
Muy, muy distinto de todo eso es el amedrentamiento público. O el daño o destrucción de la propiedad del otro bajo la excusa de la protesta.
Confundir la libertad de expresión, o tomarla de rehén para poder destrozar cosas o intimidar a los semejantes se halla en las antípodas del acto de expresarse. Es algo muy distinto y nada democrático: supone la voluntad, ya no de decir algo sino de imponer mi voluntad sobre todos, fundamentalmente para callarlos o presionarlos a que actúen o no actúen de determinada manera.

Lejos de ser el ejercicio de un derecho o una garantía de la libertad, supone un claro acto de autoritarismo, que no es para nada novedoso. Tanto los bolcheviques en Rusia en la segunda década del siglo XX como los nazis una década después en Alemania hicieron de tales actos un modo sistemático de eliminar opositores y acallar a todo otro que no pensara como ellos. Romper vidrieras, llenar con pegatinas o consignas monumentos públicos, quemar contenedores de basura u otras acciones similares, resultan actos, además, de violencia política. De los más light, es cierto. Pero también, en la experiencia histórica, son aquellos que cuando se vuelven costumbre abren la puerta a otros mayores y más lamentables en una espiral muchas veces hacia el infinito.
Es por eso que hay que, como en tantos otros rubros de nuestra sociedad, empezar a clarificar las cosas, a llamarlas por su nombre y a hacer cargo a cada quien de su conducta.
En tal sentido, y respecto de los destrozos en la vía pública, el Consejo Deliberante de nuestra ciudad introdujo cambios en dos ordenanzas: la número 11202 -referida al resguardo de bienes de valor patrimonial municipal- y su similar número 12468 o Código de Convivencia Municipal.
Ello es directa consecuencia de que, como dice el concejal Esteban Dómina, uno de quienes ha estado atrás de tales medidas: «Muchas manifestaciones y marchas legítimas terminan comprometiendo y dañando el patrimonio de todos y eso no es justo que lo pague el contribuyente».Por ello se ha tipificado de modo más acabado el concepto de “daño patrimonial a la ciudad» en el Código de Convivencia, determinando multas para el caso que ocurra que van de 50 a 1000 Unidades Económica Municipal (UEM). Cada UEM son el equivalente en pesos a ocho litros de nafta de mejor octanaje (súper) a precio de venta al público en la ciudad de Córdoba.
Entre tales márgenes es que se impone la multa, la cual es graduaba conforme a la gravedad del daño. En el caso del que hablamos, conversión mediante, estaríamos en un mínimo de 8.800 y un máximo de 176 mil pesos.
Una de las consecuencias necesarias para ejercer la libertad es hacerse cargo de lo que llevamos a cabo con nuestros actos. Y, en tal sentido, esta nueva normativa es bienvenida en cuanto apunta a resguardar el ejercicio responsable de un derecho tan caro a cualquier sociedad que se precie de ser libre como lo es el ejercicio de la libertad de expresión.
Es un muy buen paso adelante; obviamente resulta necesario que sea efectivamente aplicada, ya que está visto que anunciar sanciones no disuade a los violentos.
Una buena ley es importante, pero si luego no se hace efectiva frente a las situaciones que ha sido instituida, sólo queda en una mera buena intención. Ojala que ello no ocurra con esta iniciativa.

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