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El derecho a la vida (I)

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 Por Ricardo del Barco 

El 10 de diciembre de 1948, se proclamaron solemnemente los Derechos Humanos fundamentales. Debemos decir que –desde entonces- hemos experimentado notables avances y lamentables retrocesos en esa materia. Me limitaré en el presente texto al derecho a la vida, que -como sabemos- está enunciado de la siguiente forma:
“Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona”. (Art. 3º)

En la perspectiva de los redactores de este catálogo de los derechos humanos, estaban muy presente los horrores de la Segunda Guerra Mundial, en la cual -en nombre de causas contrapuestas y distintas- se había producido una violación sistemática, descomunal y que superaba toda ficción, del derecho a la vida. Los campos de exterminio y todo eso que el filósofo francés Jaques Maritain denominó cabalmente una “educación para la muerte” estaban subyaciendo en el ánimo de sus redactores.

La perversión del lenguaje y las viejas nuevas formas de violar el derecho a la vida
Magistralmente fue Orwell, quien nos planteó en su famosa novela 1984, esa manera sinuosa, disimulada, pero no por ello menos cruel, de vulnerar los derechos, en el que -tergiversando el lenguaje-, el odio era el amor, la guerra era la paz, la esclavitud, la libertad: aquel famoso neolenguaje trataba de ocultar la realidad de las cosas, con otros nombres.
Adviértase que, en el lenguaje contemporáneo, se han instalado formas similares al planteo orweliano. En efecto, se ha comenzado a imponer un estilo de habla que evita llamar a las cosas por su nombre. Daremos algunos ejemplos que no son los únicos, aunque son bastante significativos. Se da en llamar “interrupción del embarazo” a la muerte consciente de un ser humano. “Embriones”, a las personas humanas en gestación. “Muerte feliz (eutanasia)”, al asesinato deliberado de aquellos que -por distintas razones- ya no “merecen vivir”, según los requisitos de felicidad o conveniencia que nuestro egoísmo, el mercado o la mera conveniencia personal de los que deciden. “Eugenesia” (salud de la raza), al asesinato premeditado de aquellos que presentan enfermedades, deformaciones o anomalías que, según el patrón de perfección racial de los que deciden, no pueden vivir o llegar al territorio de la vida. Soy consciente de que estoy utilizando términos políticamente incorrectos y que hieren lo que se denomina “el progresismo cultural”. Pero la primera manera de defender el derecho a la vida es llamar “crimen” a su vulneración del mismo.
Son muchas las ofensas a ese derecho a la vida que desde el alba de los tiempos se han producido y seguramente continuarán ocurriendo. No es mi intención en el presente texto hacer una revisión sistemática de todas las violaciones a este derecho fundamental sino concentrarme en aquellas que se apoyan en criterios que buscan una justificación o que se presentan como el ejercicio de un derecho a la autonomía personal y a una libertad individual, que no encuentran límites.
Si algo extraño está ocurriendo en nuestros días es que en nombre de los derechos del hombre se plantea una vulneración sustancial al derecho a la vida. Y como tengo dicho, se utiliza una denominación que oculta de manera perversa la realidad de que se trata. Así, como en los años de plomo en la Argentina contemporánea y en muchos países de América Latina, se mataron personas en nombre de una “supuesta razón de Estado”, y se les dio el nombre engañoso de “desaparecido”. Se mató y se disimuló la muerte con un nombre eufemístico, que a la larga no alcanzo, felizmente, a ocultar lo que en realidad era un crimen.
En este caso, la evolución de la conciencia moral y el restablecimiento de las libertades democráticas permitieron que se dejara de utilizar el nombre falso y se presentó las cosas como fueron, la violación del derecho a la vida.
Pero también estamos en presencia de algo que podríamos llamar una involución moral, el aceptar como un derecho, la violación de la vida de otros, en este caso de los más débiles, el no nacido, la mujer, el pobre, el enfermo, el deficiente mental. El aborto, ofensa a la vida naciente, y la eutanasia, ofensa a la vida que declina, se plantean muchas veces como fruto de un “progresismo cultural” que reivindica el derecho a la autonomía personal o que invoca el “evitar el sufrimiento a otro ser” para producir su muerte.

Tengo en claro que el debate sobre estas cuestiones exige de nuestra parte una gran honestidad intelectual. Animarnos a decir lo que pensamos, sin evitar con eufemismos los nombres que producen desagrado. Con gran claridad se ha dicho lo siguiente: “Todo este debate sobre el feticidio y el infanticidio es, intelectualmente hablando, enormemente deshonesto: los que defienden el matar fetos e infantes saben bien en el fondo de sus conciencias lo que están aconsejando.
Sin embargo, muy pocos aceptan el verdadero nombre que merece: matar a seres humanos inocentes. Por eso lo llaman ‘freedom of choice’ (‘libertad para decidir’). Asistimos también a una serie de paradojas, por ejemplo, el rechazo ‘absolutamente justificado -por parte de sectores abortistas de la práctica frecuente del aborto en razón del sexo, niñas” . Pero me pregunto ¿el rechazo en razón de genero no es contradictorio a su aceptació, cuando se trata de varones por nacer? Lo que hace aborrecible la conducta no es el sexo del eliminado, sino su condición de persona.
Compartimos también lo expresado por el autor antes citado cuando dice: “Hacemos notar la selectividad de la preocupación sobre la “selección prenatal basada en el sexo del feto”.
Evidentemente las damas miembros de la Coalición Internacional para la Salud de las Mujeres están justamente irritadas por la práctica frecuente en algunas naciones del tercer mundo de matar fetos en la matriz en cuanto se determina que son precisamente fetos femeninos. Es extraño, sin embargo, la preocupación por estos casos, ya que, para ellas, la vida humana no existe antes del nacimiento, como lo han afirmado repetidamente en su defensa del aborto en general.
El 16 de septiembre de 1995, un editorial del New York Times se hizo eco de la misma preocupación cuando, al aprobar el documento final de Pekín, llamaba la atención sobre la “discriminación contra las niñas aún antes de su nacimiento en algunos países del mundo”.
Una vez más, los que afirman que los abortos no privan de la vida a inocentes seres humanos de momento cambian su opinión cuando se trata de un feto femenino. Pero, ¿no han repetido que es sólo un pedacito de tejido y no un ser vivo lo que se desecha en el aborto? Y también, si los abortos producen una reducción del índice de la natalidad y disminuye la población de algunos países, como recomiendan los que están a favor del aborto, ¿por qué este criterio no se aplica a todos los abortos, incluyendo el aborto de fetos femeninos?

El precedente nazi-fascista
Al preparar este texto he vuelto a leer con atención toda la perversa disquisición que en la Alemania nazi se hizo sobre el tema. Todos sabemos, que el nacionalsocialismo estableció la existencia de una raza superior y, desde esa perspectiva, formuló planes de eliminación de aquellos que eran considerados inferiores.
Pero lo curioso y -para nuestra perspectiva- lo anticipante fue que sistemáticamente se negaron a llamar las cosas por su nombre. Cito algunos ejemplos: las crueles y absurdas matanzas de inocentes se denominaron “Profilaxis de descendencia con enfermedades hereditarias”. La matanza en los hornos crematorios eran denominadas “baños”; la producción de enfermedades en seres humanos, “experimentos destinados a aliviar el sufrimiento de los heridos de guerra”. El genocidio del pueblo judío, “solución final”. Toda la infernal construcción nazi se basó en la absurda creencia pseudocientífica de la superioridad racial.
Un autor chileno, Horacio Riquelme, en un notable trabajo que describe la ruptura de los cánones éticos en la medicina nacionalsocialista, nos permite iluminar este sombrío proceso de vulneración del derecho a la vida.
Así nos indica: “La ideología en que se basa la noción de raza puede seguirse retrospectivamente hasta la mitad del siglo XIX y no se limita sólo a Alemania. Así, ya en 1853, y en medio de las tendencias de la Restauración en Francia había sido publicado el primer tomo de la obra del Conde de Gobineau.
Este Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (publicado en alemán en 1898) se dirigía especialmente contra el lema de igualdad de la Revolución Francesa y buscaba fundamentar filosóficamente el retorno a un status quo ante.
Gobineau entendía las clases sociales como grupos raciales, dentro de los cuales veía a la nobleza como la representación depurada de la victoriosa raza blanca. Él no restringía sus puntos de vista a la composición interior de la sociedad sino que los hacía extensivos también a los acontecimientos internacionales, otorgando de por sí un rol dirigente a las naciones conducidas por miembros de la raza blanca frente a otras naciones.
Mientras Gobineau fue poco discutido en su país, Francia, y naturalmente allí sus ideas sobre la superioridad de los arios germánicos encontraron una viva resistencia, el lado alemán se apoyó justamente en ello para postular que “en un grado y elevado sentido, el futuro de la humanidad depende de lo que ella aún posee en sangre de los pueblos germanos y germanizados”. (Esta presunción no está muy lejos, ideológicamente, de las conocidas palabras de Emmanuel Giebels en el sentido de que desde la esencia germana podía salvarse el mundo: “Am deutschen Wesen soll die Welt genesen”. Para Gobineau, las reservas en elementos raciales ario-germánicos eran muy escasas como para contener la decadencia de la cultura; los alemanes “gobinistas” se sintieron llamados, precisamente, a invertir sistemáticamente esta opinión del teórico.
Si para Gobineau las reservas en elementos raciales ario-germánicos eran muy escasas como para detener la decadencia de la cultura, los alemanes “gobinistas” se sintieron llamados, precisamente, a invertir sistemáticamente esta opinión del teórico de la raza. Así, según opinaba Schemann, Gobineau había subestimado “en las mezclas de pueblos, el momento extraordinariamente valioso de la irrupción y asimilación de los componentes más importantes de la sangre (…), que, por suerte, existe entre nosotros, los alemanes” (cit. por Seidler 1984: 124).

Francis Galton, un conocido biólogo inglés, acuñó la expresión “eugenesia”.
Con base en limitadas observaciones sociológicas y a la reconstrucción genealógica de la transmisión directa de aptitudes para determinadas áreas de actividades (por ejemplo, en médicos y juristas), extrajo las siguientes conclusiones teóricas de largo alcance: (a) la inteligencia y la capacidad física de rendimiento de los individuos están subordinadas a la primacía de la herencia; (b) las aptitudes están hereditariamente condicionadas y repartidas desigualmente al interior de una población (“población” se entiende aquí como “raza”) y (c) el progreso de la civilización conduce a que los miembros de la sociedad con mayor capacidad de rendimiento (intelectual) tiendan a limitar su reproducción, lo que exige que se tomen medidas sociales especiales (Mann 1978: 108).
Esta concepción biologicista de la teoría de la herencia concitó la aceptación irrestricta de muchos médicos, lo que confirió un cariz científico a tales creencias prejuiciosas sobre la herencia y raza, ayudando así a su amplia difusión. “No es extraño entonces que a partir de estas ideas, en 1933, con fecha 14 de julio, se proclamó la ley sobre ‘Profilaxis de descendencia con enfermedades hereditarias’; Gütt, Rüdin y Ruttke presentaron extensos comentarios sobre ella en marzo de 1934.
Con ello fue fijado el punto de partida para un proceso que conducía, por una parte, obligatoriamente a la ‘muerte de gracia’ de los enfermos mentales incurables y, por otra, a los planes para exterminar las razas consideradas inferiores como polacos, rusos, judíos y gitanos, realizados durante la guerra. En este contexto se debe considerar también la acepción ‘tratamiento especial’ en la que, más aún que en la ‘muerte de gracia’, se destaca en primer plano un fin utilitario en contraste total con una ideología humanitaria. Estos esfuerzos en pro de la ‘salud de la nación’ y el asegurar la alemanidad de la población se pueden resumir en tres planos principales: 1) El programa de eutanasia para ‘enfermos mentales’. 2) El exterminio directo de poblaciones étnicas indeseadas y enfermos indeseados por ‘tratamientos especiales’.
Trabajos experimentales preparatorios para esterilizaciones masivas” (1978: 183). 3) Me he demorado intencionalmente en esta larga cita, no para comentar los extravíos de la razón en la Alemania nazi, sino para mostrar que -cambiando algunos nombres, pero manteniendo el razonamiento fundamental- nos encontramos con muchos de los planteos contemporáneos que integran la denominado cultura de la muerte.
Así por ejemplo, detectar embriones defectuosos, para eliminarlos. Preparar, vía ingeniería genética, a niños exepcionales, sanos y fuertes. Clonar seres humanos para fines terapéuticos o de investigación. Toda esta manipulación de la vida, es y lo digo sin eufemismos, lo peor del nazismo trasladado al siglo XXI.
Vuelvo a Maritain, en un trabajo escrito antes de la terminación de la 2ª Guerra Mundial y antes de la formulación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Allí Maritain habló de los problemas pedagógicos que plantea la actual crisis de civilización, y decía: “Voy a hablar de la perversión de los espíritus que está haciendo estragos en muchas partes del mundo.
El nazismo alemán ha sido el último fruto de esta perversión y él las ha propagado por el mundo como una enfermedad mortal”. 4) El autor se refería a lo que acertadamente definió como “una educación para la muerte”.

Esa educación había preparado y justificado la aniquilación de pueblos enteros, por razones absurdas que se revestía de “pseudociencia”, y así la aniquilación del pueblo judío, o la eliminación de los definidos como imperfectos o inútiles, los mismo absurdos criterios. Lo curioso y lamentable es que, derrotados el nazismo y el fascismo, muchos de sus frutos venenosos se han ido introduciendo en la cultura contemporánea y alimentan eso que se denomina la cultura de la muerte.
¿Qué es la “cultura” de la muerte?
Entendiendo aquí la palabra cultura “como un particular modo de ver (no condividido por todos) que es asumido como propio por un grupo de personas dentro de una sociedad (o incluso a nivel intersocial o internacional).
Este modo de ver no se limita sólo al ámbito de las ideas sino que incluye actitudes, comportamientos y, en algunos casos, puede concretarse en leyes aceptadas por la sociedad. “A la luz de este significado se puede hablar de cultura de la muerte”; esta sería “una visión social que considera la muerte de los seres humanos con cierto favor”, la cual “se traduce en una serie de actitudes, comportamientos, instituciones y leyes que la favorecen y la provocan”.
En otras palabra, esta “cultura de la muerte” implica una serie de actitudes y de comportamientos, originados a partir de un modo de valorar a los otros que deja abierta la opción (como legítimamente aceptada o tolerada) de suprimir algunas vidas humanas.
En el mismo orden de ideas, Juan Pablo II ha propuesto un documento fundamental cual es la Encíclica Evangelium Vitae, en el cual coloca el derecho a la vida como la piedra fundamental de la sociedad humana.
La dialéctica entre la cultura de la muerte y al cultura de la vida, que presenta el documento pontificio, no sólo está dirigida a los creyentes. Si bien es cierto que es un documento de la Iglesia Católica, está planteado para todos los hombres de buena voluntad que aspiran a construir una humanidad mejor.
De la rica doctrina de este documento cito lo siguiente: “El Evangelio de la vida es para la ciudad de los hombres. Trabajar en favor de la vida es contribuir a la renovación de la sociedad mediante la edificación del bien común. En efecto, no es posible construir el bien común sin reconocer y tutelar el derecho a la vida, sobre el que se fundamentan y desarrollan todos los demás derechos inalienables del ser humano.
No puede tener bases sólidas una sociedad que —mientras afirma valores como la dignidad de la persona, la justicia y la paz— se contradice radicalmente aceptando o tolerando las formas más diversas de desprecio y violación de la vida humana sobre todo si es débil y marginada. Sólo el respeto de la vida puede fundamentar y garantizar los bienes más preciosos y necesarios de la sociedad, como la democracia y la paz.
En efecto, no puede haber verdadera democracia, si no se reconoce la dignidad de cada persona y no se respetan sus derechos.
No puede haber siquiera verdadera paz, si no se defiende y promueve la vida, como recordaba Pablo VI: “Todo delito contra la vida es un atentado contra la paz, especialmente si hace mella en la conducta del pueblo (. . .); por el contrario, donde los derechos del hombre son profesados realmente y reconocidos y defendidos públicamente, la paz se convierte en la atmósfera alegre y operante de la convivencia social”.

* Doctor en Derecho y Ciencias Sociales. – Profesor de Derecho Político en las Universidad Nacional de Córdoba – Profesor de Ciencia Política en la Universisad Nacional de La Rioja y en la Católica de Santiago del Estero (Argentina)

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