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El centenario de la Reforma Universitaria

Por Alicia Migliore*
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Este año se cumple un siglo del grito libertario que dirigió “la juventud argentina de Córdoba a los hombres libres de Sud América”, según el histórico Manifiesto Liminar.
Es profusamente difundido el reclamo de los estudiantes tendiente a lograr la democratización de la enseñanza. Este grupo de jóvenes osados bregaba por la libertad de cátedra, la asistencia libre, la docencia libre, la cobertura de cargos docentes por concurso, la publicidad de los actos universitarios, y la extensión cultural de los claustros a la sociedad.
La cohesión demostrada en la huelga de los universitarios provocó la intervención del Presidente de la Nación y se iniciaron los cambios demandados, expandiendo esta reforma a las demás universidades del país y de América. Cincuenta años antes del Mayo Francés, los estudiantes de la Universidad Nacional de Córdoba enarbolaron la bandera democratizadora desde los techos del Hospital Nacional de Clínicas.

Cuando se reduce el análisis al gobierno tripartito, características de los exámenes, material de estudio, condiciones de los docentes, se corre el riesgo de minimizar un hecho trascendente y limitarlo al universo estudiantil.
Nada más alejado de la realidad transformadora que este hito representó en la historia de nuestro país y de América.
Es necesario revisar cómo era la sociedad cordobesa previa a la Reforma Universitaria. Como en todo el país, la dirigencia tenía una concepción elitista del ideario del ordenamiento social colonial. Y prolongaba el sueño de una “nación blanca”, con absoluto desprecio por los grupos de pobladores originarios y por la reducida población africana que sobrevivían, pese al deseo de emblanquecimiento propiciado mediante el mestizaje. Ese sentimiento de superioridad blanca, hispanista y cristiana sostenía la continuidad del racismo originado en la dominación colonial española.

Esa aldea del interior, invulnerable al desembarco de los puertos, procuraba mantener a esa otra gente dentro del sistema, pero como inferiores a los que se podía explotar económicamente o usar como chivos expiatorios políticamente. La tesis de Juan Manuel Zeballos, licenciado en Historia de la UNC, describe esta realidad de sociedad críptica, estratificada en clases sociales similares a castas, en acertadas y puntuales pinceladas.
Es difícil imaginar que los estudiantes levantados contra la autoridad universitaria, elitista y clerical, hayan dimensionado las consecuencias mediatas de su insurrección.
La universidad, concebida como centro democrático de acceso a los saberes, posibilitó que confluyera en ella una cantidad cada vez mayor de los históricos excluidos. Llegaban paulatina y sostenidamente desde los lugares más recónditos de las provincias pobres; los hijos de los inmigrantes, que trabajaban en el campo; los hijos de los criollos y mestizos, que trabajaban en fábricas y obrajes; las hijas de quienes trabajaban en servicio doméstico. Unos y otras iluminaron las calles con su juventud y desenfado. Llenaron la ciudad con tonadas multicolores. Vestían con la ingenuidad y pobreza con que transitaban sus pueblos.

Se afincaron en las pensiones estudiantiles que aparecieron como alternativa productiva para mujeres viudas o matrimonios grandes con viviendas circundantes o cercanas a hospitales o facultades.
Sus presencias revolucionaron costumbres y corazones. Romances de estudiantes con mayor o menor fortuna. Radicación con o sin título. Regreso al terruño dejando sus huellas. Las noches de serenata, los asados o guisos tumultuosos, los vecinos solidarios.
Los jóvenes que llegaban fueron más o menos sospechados, según la época, pero siempre vividos como revolucionarios que perseguían una utopía: acceder al saber transformador, sin reconocerse como grandes agentes de cambio. Compartían sin empacho ni pudor los saberes aprendidos con quienes acertaran a estar cerca, convirtiendo a cada vecino en una suerte de “doctor” improvisado. Integrados con la espontaneidad de la gente de pago chico, construyeron vínculos afectivos, creciendo como personas y haciendo crecer a la sociedad que los recibía. Venían de la carencia y, por tanto, no se sentían elegidos, no integraban una élite: reconocían a los obreros como a sus padres y familiares y con ellos compartirían sueños por siempre, aún cuando lograran egresar de ese cenáculo antes cerrado y prohibitivo.

La Reforma Universitaria convirtió a la Universidad de Córdoba en destino soñado por millares de jóvenes que dejaron su impronta en la ciudad y, cuando se marcharon, llevaron con ellos saberes académicos y vivencias humanas irrepetibles, que atesorarían por siempre, donde quiera que fuesen. La ciudad los cobijó, se hizo grande y creció con ellos. Aceptó diferencias y matices; entendió rebeldías e injusticias; descubrió y acunó creaciones culturales diversas; se vistió de fiestas, de heroísmos, de lutos. Se amalgamaron, se unieron, de una manera indisoluble.
No podría nadie imaginar esta ciudad sin su universidad. No podríamos haber construido una sociedad en la eterna búsqueda de la equidad, si no hubiéramos registrado la diversidad de sus integrantes. Y el efecto transformador se extendió por el mundo: cuando se distingue un académico destacado que reconoce su formación en la UNC, volvemos a conmovernos, a ratificar la importancia de la educación pública, su gratuidad y su laicidad. Del mismo modo ocurre con los que compartieron o comparten las vivencias de los estudiantes, saben que podrán confiar en ellos: no son otros, son parte de sus entrañas. No habrá etapa de la vida tan feliz como aquella en la que transitamos las aulas universitarias, con más sueños que pasado; descubriendo amores y olvidándolos; conociendo límites y rebelándonos; aprendiendo a pensar con autonomía para evitar que nos dominaran; con menos capital económico que un lumpen y los bolsillos llenos de recuerdos imborrables. Amparados por una solidaridad inagotable.

Cuando se pretende reducir la educación a un contrato económico que garantizará la diferencia sustitutiva de la inversión se enarbola una filosofía exclusiva y excluyente que retrasa muchos siglos. Imperante hoy, está conduciendo a la sociedad a la destrucción de valores y personas. No es casual. Es causal. Es político.
Cada vez que se amenace la educación pública volvamos nuestros ojos a esta ciudad, (pequeña muestra del mundo) y levantemos las banderas de la Reforma. Será ella la que conduzca a la humanidad a reconocerse iguales en cualquier condición o circunstancia. Lograremos la equidad pretendida, con la música bohemia que nos una en el sentimiento y la erradicación del dios dinero que nos separa.

(*) Abogada-ensayista.
Autora del libro Ser mujer en política

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