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¿El azar incide en la historia?

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Por Silverio E. Escudero

El azar es una cosa extraña que apasiona a millones. A veces es tan pródigo que transforma la vida de las personas. Aunque, por lo general, se empeña en enmarañar los planes mejor urdidos y desbaratar el fruto de las más cuidadas y astutas maquinaciones. Sólo la intervención caprichosa de la suerte pudo, al parecer, generar acontecimientos de singular trascendencia en la historia de la humanidad.
La indudable aparición del azar no constituye una ley absoluta de los fenómenos sociales, en los que intervienen la voluntad y los efectos causales, la identificación de las contradicciones económicas y los bloques hegemónicos en la conquista del poder político. La razón debería primar sobre todas las cosas.
Si nos atenemos –sin embargo- a los decires del antropólogo e historiador francés Paul Veyne, en su libro Cómo se escribe la historia. Foucault revoluciona la historia (Madrid, Alianza, 1984), encontraremos algunas pistas dignas de reflexión.
Afirma que el tejido histórico está compuesto por una trama, “una mezcla muy humana” de causas materiales (condiciones objetivas), fines (libertad) y azar (causas superficiales, incidente, genio u ocasión) al que no se le ha prestado la debida atención, ya que para los dos primeros se cuenta con los modelos de cobertura legal y silogismo práctico, respectivamente y para el último ninguno. “Es decir (hay que) ocuparse de la gramática, pero una gramática del azar, no lógica”.
¿Vale entonces preguntar si el azar es una categoría histórica transitoria en el tiempo histórico? Frente a ese dilema será importante alejarse de la ortodoxia. Las respuestas están al alcance de la mano.

Se bifurcan y ofrecen visiones dispares. La llave maestra se debe buscar en la lectura circunstanciada de Jorge Luís Borges que nos desafía con sus laberintos de eternidad.
El tiempo histórico –enseña el maestro de la literatura fantástica- no es el tiempo físico, no tiene un valor universal, no es unidimensional. En su desigual codificación los procesos sociales implican conjunciones, aproximaciones, uniones diversas que no inciden ni gravitan con la misma intensidad en todos los ordenamientos, ni obedecen a un ritmo simultáneo de predicciones cuando se enfrenta “el tránsito de sociedades sin historia”, según algunos que, desde sus atalayas, pretenden erigirse en rectores del pensamiento.
El hombre necesita la idea del azar para entender el universo y sobrevivir, por lo que está presente en la evolución de la ciencia, desde las primeras cosmogonías de la antigüedad hasta las teorías más complejas de la mecánica cuántica que revoluciona el estudio de la física. Razón que lleva a los expertos hacia la “teoría de las variables ocultas”, que sostiene que el resultado del experimento determina cierto número de características aún desconocidas.
El físico estadounidense Hugh Everett III acrecienta el horizonte (y nuestra confusión) acerca de las virtudes del azar en la historia. En su tesis sobre la “existencia de universos paralelos”, plantea que todos los posibles resultados se dan en todo un conjunto de universos. Salvando de esa manera las “debilidades estructurales de la mecánica cuántica”.

Isaac Asimov, con infinita paciencia, nos tiende una mano. Sugiere un camino alternativo de los muchos que se multiplican en el horizonte. En Los propios dioses –su multipremiada novela publicada en 1972- propone la idea de universos paralelos muy diferentes donde las constantes universales han colapsado en diferentes valores dando características únicas a cada universo. ¿La historia está en condiciones de asumir la interpretación de los hechos desde miradas tan heterodoxas?
Antonio González Barroso, doctor en historia por la Universidad Autónoma de Zacatecas (México), en sus diálogos entre la historia y la física, sostiene que el azar en la física parece ser un descubrimiento relativamente reciente, en la historia su presencia es secular.
La Fortuna, personificación del azar en la antigüedad, es una de las pocas diosas paganas que subsiste en la historiografía hasta el siglo XVIII, “a pesar de los intentos del teólogo latino Agustín de Hipona (…) de sustituirla por la Providencia.
Se recurre a la Fortuna cuando los sucesos escapan a la planificación humana. Respecto a esto último, ya Nicolás Maquiavelo, reconoce que la fuerza de las circunstancias-azar, fortuna, destino-se opone al libre albedrío. ‘La Fortuna se configura en Maquiavelo con una personalidad imprecisa. A veces parece el mero azar y a veces una especie de inteligencia directora, cuyos de signos se ocultan al hombre”.
Aristóteles considera el azar ajeno a toda ley y a su ocurrencia esporádica, de aquí que lo infrecuente se confunda con la contingencia: “La regularidad prueba la existencia de un vehículo necesario; la singularidad, la ausencia de tal nexo”, dirá el Estagirita.
Además, para Aristóteles, el azar está en función de la teleología o la finalidad, es decir, se pretende conseguir o lograr algo pero se tiene otra cosa no esperada: se cava un hoyo para plantar un árbol y se encuentra un tesoro. Un ejemplo de esto es Cristóbal Colón, quien queriendo encontrar una vía más corta a India (tierra de especias), tropieza con América.
A este tipo de descubrimientos imprevistos y afortunados, producto del azar y la inteligencia, se les llama en el ámbito angloparlante –enseña González Barroso- serendipity (serendipidad), neologismo derivado de la obra Peregrinación de tres hijos jóvenes del rey de Serendip, del escritor inglés Horace Walpole. Antes de continuar, vale la pena hacer referencia al historiador inglés E.H. (Edward Hallet Carr) quien considera que cuando los historiadores aluden al papel del azar en la historia es cuando sus sociedades se encuentran en crisis, tal es el caso de Polibio -el primero en abordarlos sistemáticamente-y Cornelio Tácito, quienes otorgan al azar la responsabilidad de la decadencia de Grecia y de la Roma republicana respectivamente.
Sobre el papel del azar en la historia es famoso el aforismo del matemático, físico y filósofo francés Blas Pascal: “Si la nariz de Cleopatra hubiese sido más corta, toda la faz del mundo hubiese cambiado”.

Por lo que se plantea que cuando el mundo se seculariza y la providencia desaparece, entonces su lugar lo ocupa el azar, el cual “se convierte ya en un motivo inmanente del que se pueden deducir grandes consecuencias”.
Pero con el descubrimiento del principio de causalidad (determinismo), el siglo XVIII destierra también al azar del escenario histórico, fortaleciéndose esta posición con el idealismo decimonónico, ya que “todo lo aparentemente azaroso tiene su sentido”.
En lo que respecta al siglo XX, la posición puede ilustrarse con E.H. Carr, para quien el azar no tiene lugar en “una interpretación relacional de la historia”. Las posiciones providencialista (voluntad divina), causalista (“la mano invisible”, en Adam Smith) e idealista (“la astucia de la razón”, en Hegel) no sólo destierran el azar sino también la libertad, fortaleciendo, en cambio, las ideas de destino y fatalidad que paradójicamente son tan importantes en la antigüedad como la Fortuna.
Es hora de procurar conclusiones transitorias tan transitorias como el azar. Necesitamos una nueva rueda de auxilio. Le debemos a Raymond Arón, uno de los estudios más completos sobre el azar en la historia, quien se basa, a su vez, en el Ensayo sobre los fundamentos de nuestros conocimientos y sobre los caracteres de la crítica filosófica (editado en 1851) del matemático y filósofo francés Antóine-Agustín Cournot.
Para el matemático y filósofo francés existen dos tipos de ciencias: las teóricas y las históricas. Las primeras se basan en el encadenamiento de fenómenos según leyes y las segundas reconstruyen la evolución de los estados pretéritos del universo a partir de su estado actual. Asimismo, en las ciencias teóricas impera el orden, en contraste con las históricas, que son “irreductibles al orden”: “el azar es el fundamento de la historia”.

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