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¿Córdoba dinamita su patrimonio cultural?

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Por Silverio E. Escudero

La República Argentina ocupa un lugar destacado en el concierto de las naciones. Figura en el cuadro de honor entre los países cuyas fronteras son porosas y demasiado permeables al delito internacional. Mérito achacable a la inoperancia crónica de las fuerzas de seguridad y la lenidad de la justicia.
Somos, nos reiteró un funcionario judicial mientras hacíamos un inventario de robos y desapariciones de objetos de valor, un país de tránsito especial para la concreción de “delitos culturales” y la mayoría de las piezas que salen clandestinamente de Argentina se rematan en las casas más importantes de Europa o Estados Unidos.
El buen amigo, memorioso como pocos y teniendo como testigo a la estatua de Daniel Salzano, continuó rememorando. Reaparecieron –entre sonrisas- los apuros de una noche de oro de nuestros galeristas, pintores y esculturas. Noche inolvidable en la trastienda del bar del ya desaparecido Hotel Astoria. Cuatro abogados del foro local –cuando no se sabía que el dinero se pesaba- compraron de urgencia y al contado alrededor de 70 obras de arte, algunas de singular trascendencia.

El manto de silencio que cubrió la operación fue enorme. Por años los rumores sólo se farfullaban. Pero las grietas de la ciudad evitan los crímenes perfectos. Con el tiempo se corrió el rumor de que tamaña compra habría tenido como destino final la pinacoteca cuyo propietario pertenecía a un poderoso núcleo del poder provincial.
Hasta aquí el recuerdo. Todo lo demás –nombres, montos pagados, formas de transportación, etcétera- pertenece al terreno de la leyenda…
Nuestra ciudad, con alarma, observa cómo se pone en riesgo su patrimonio cultural. Las leyes y ordenanzas están vigentes. Sin embargo, los funcionarios cierran sus ojos ante el virtual saqueo de la riqueza cultural de todos.
Las explicaciones oficiales están flojas de papeles y el destino final de los bienes patrimoniales extraídos de las entrañas de la ciudad es incierto.

Tan incierto como fue el destino de las majestuosas rejas del parque Las Heras, las cadenas forjadas con balas de cañones del monumento a José María Paz en su antiguo emplazamiento, las placas que rodeaban la estatua del general José Francisco de San Martín, el monumento al Himno Nacional Argentino –salido del talento de Alejandro Perekrest- que fue desguazado en los depósitos municipales, las placas de bronce que daban marco y relieve al mástil mayor de la ciudad.
Nómina que deberemos enriquecer con la desaparición de la Espada de la Fundación que estaba “custodiada” al ingreso de la Iglesia de los Franciscanos, en la esquina de Entre Ríos y Buenos Aires y los robos cuasi permanentes en nuestros museos, archivos y bibliotecas.
La memoria histórica de Córdoba suma agravios. Reiterar que aún duele la destrucción del bellísimo claustro de los Dominicos –cuyos muros se vendieron trozados- y el abandono absoluto del Salón de Profundis de la Primera Orden de Franciscanos. Sin hablar de la significativa pérdida de la Casa de los Allende -análoga en estilo y detalles arquitectónicos al Monasterio de las Teresas, es decir, de las Carmelitas Descalzas de San José, en Córdoba-.
En nuestra mesa de trabajo tenemos una lista de propiedades que, a tenor de los elementos de juicio que obran en nuestro poder, pueden tener su defunción anunciada.
Encabeza, con sus ingentes propiedades, la Fundación San Roque. Porque por este tiempo, la comunidad desconoce el estado patrimonial de la fundación instituida en el año 1763 por el ilustrísimo Deán Diego Salguero de Cabrera, obispo electo de Arequipa, mediante la donación pura, perfecta y acabada de los campos de Pampa de Olaen y Ayampitín y del solar donde funciona el viejo Hospital San Roque y la iglesia del mismo nombre para la fundación de un hospital donde se curara a los “pobres enfermos de esta ciudad”.
¿El patrimonio histórico múltiple y diverso de la Fundación San Roque que incluye la antigua iglesia que desde 1765 preside la esquina de Obispo Salguero y San Jerónimo está en juego? ¿Hasta dónde llegará el desguace y el poder de los fideicomisos que se han constituido? ¿Qué otros controles estableció el Estado, más allá de asumir la administración –desde mediados del siglo XIX- en reemplazo de los religiosos de la orden Bethlemitas?

¿De qué estamos hablando? Del patrimonio cultural de la ciudad de Córdoba.
De ese patrimonio que conforma nuestra cédula de identidad ante los ojos del mundo. Patrimonio que se integra al de todas las naciones, al de cada pueblo, ciudad y paraje donde habita el hombre. Y que los romanos, con sabiduría, reflejaron primero en la adoración de los dioses del hogar (lares) que protegían en patrimonio común. Hábito que, una vez internalizado, con el correr de los siglos permitió hacer de Roma una de las capitales culturales del mundo. Un espacio de historia común y plural que, a pesar de los devenires de la fortuna, preserva un lugar para el balcón de Benito Mussolini.
El profesor senegalés Amadou-Mahtar M’Bow, antiguo director General de la Unesco, afirmó alguna vez: “Una de las más nobles encarnaciones del genio humano es su patrimonio cultural, construido a través de los siglos por el trabajo de arquitectos, escultores, pintores, grabadores, orfebres y todos los creadores de formas, que han contribuido a dar una expresión tangible de la belleza multifacética y la unicidad de esta genialidad.
Las vicisitudes de la historia les han quitado a muchas personas una porción invaluable de su patrimonio en la cual su identidad perdurable logra una personificación.
Las creaciones arquitectónicas, estatuas, frisos, monolitos, mosaicos, cerámica, pinturas al esmalte, máscaras y objetos de jade, marfil e incrustaciones de oro –de hecho todo aquello que se han robado, desde los monumentos hasta las artesanías- son más que decoraciones y ornamentos. Ellos nacieron como testigos de la historia, la historia de la cultura de una nación cuyo espíritu es regenerado y perpetuado por ellos.
Las personas que han sido víctimas de este despojo, algunas veces por cientos de años, no sólo han sido despojadas de obras maestras irremplazables sino que también les han robado un recuerdo que sin duda los habría ayudado a aumentar su conocimiento propio y que ciertamente serían capaces de ayudar a otros a entenderlas mejor” (París 1977).
La experiencia argentina es trágica. Contados con los dedos de una mano han sido los funcionarios que han demostrado real interés por la protección del patrimonio natural y cultural de los vecinos.

El resto no entiende –ni le importa- que la cultura es un proceso de creación y recreación constante. Tampoco lo entienden cuando su destrucción se equipara a la violación de los derechos humanos.
“No se puede separar el patrimonio cultural el patrimonio cultural de la gente y sus derechos porque son objetos con los que la gente tiene una larga relación”, consignó Karima Bennoune, relatora Especial de la Organización de las Naciones Unidas Cuidar y proteger el patrimonio cultural implica asumir el mismo compromiso que todo ciudadano libre asume con la libertad de expresión, de pensamiento, de culto. Su destrucción no es un hecho aislado. Bien lo saben hasta nuestros más distraídos gobernantes y el más torpe de los emprendedores inmobiliarios.
En algún lugar de la costa –producto de un antojo y un desconocimiento brutal de la historia- yace la estatua del almirante Cristóbal Colón. Por si eso fuera poco, los encargados de desmontarla siguiendo expresas órdenes que jamás reconocerán se robaron importantes y valiosas partes de ese conjunto escultórico.

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