La violencia política en la vida de los argentinos es una moneda corriente. Negarlo sería, al menos, una hipocresía. Las paredes de nuestros pueblos y ciudades, los estadios de fútbol, las manifestaciones callejeras y las redes sociales resumen odio, racismo y xenofobia que se reflejan, en forma cotidiana, en las relaciones interpersonales.
¿Es, entonces, la espada el símbolo predominante en la historia del hombre? Así lo aseguran quienes la exaltan como el gran estimulante de la historia, “la partera” que hace posible el nacimiento de un mundo nuevo, el verdadero antídoto en contra de la decadencia de la sociedad o la gimnasia callejera que restaura la juventud social. En definitiva, ha sido o es la vía utilizada históricamente para resolver diferencias sociales, políticas, económicas y familiares.
De esa manera se legitima el avasallamiento de la voluntad del otro; la imposición por la fuerza de un universo de creencias, hábitos sociales, estilos de vida y valores culturales, utilizando en beneficio propio la coacción, que busca paralizar al adversario por medio del terror fundado en el accionar de organizaciones parapoliciales, la utilización ilegal de los servicios de informaciones y la existencia de tribunales populares que hacen ilusoria la defensa en juicio.
La experiencia histórica reciente nos retrotrajo a tiempos que se creían superados. A la época de los hombres apocalípticos que se presentaban en sociedad como encarnación de “la revolución soñada”, mientras aseguraban ser ellos -y nadie más que ellos- la garantía de la “felicidad de los pueblos”, sin importar que tras su paso por el poder dejaran una estela de frustraciones y profundizaran las divisiones históricas de la sociedad.
Son muchos los pensadores que han intentado explicar el origen de la violencia política en la República Argentina. Encontraron, en nuestra herencia española, la razón primera. José Ortega y Gasset abonó esa intención y, en Meditaciones del Quijote, lo explica así: “(..) Yo sospecho que, merced a causas desconocidas, la morada íntima de los españoles fue tomada tiempo hace por el odio, que permanece allí artillado, moviendo guerra al mundo.
Ahora bien; el odio es un afecto que conduce a la aniquilación de los valores. Cuando odiamos algo, ponemos entre ello y nuestra intimidad un fiero resorte de acero que impide la fusión, siquiera transitoria, de la cosa con nuestro espíritu. Sólo existe para nosotros aquel punto de ella donde nuestro resorte de odio se fija; todo lo demás, o nos es desconocido o lo vamos olvidando, haciéndolo ajeno a nosotros. Cada instante va siendo el objeto menos, va consumiéndose, perdiendo valor. De esta suerte el universo se ha convertido para el español en una cosa rígida, seca, sórdida y desierta. Y cruzan nuestras almas por la vida, haciéndole una agria mueca, suspicaces y fugitivas como largos canes hambrientos (…).
Más adelante, el filósofo español ahonda en su búsqueda al decir que el odio es aniquilamiento de los demás. Fabrica inconexión, aísla y desliga, atomiza el orbe y pulveriza la individualidad.
“(…) Los españoles ofrecemos a la vida un corazón blindado de rencor y las cosas, rebotando en él, son despedidas cruelmente. Hay en derredor nuestro, desde siglos, un incesante y progresivo deslumbramiento de los valores (…) El rencor es una emanación de la conciencia de inferioridad. Es la supresión imaginaria de quién no podemos con nuestras fuerzas realmente suprimir. Aquel por quien sentimos rencor lleva en nuestra fantasía, el aspecto lívido de un cadáver (…) Una manera más sabia de esta muerte anticipada que el rencoroso da a su enemigo, consiste en dejarse penetrar de un droga moral, donde alcoholizados por cierta ficción de heroísmo, llegamos a creer que el enemigo no tiene ni un adarme de razón ni una tilde de derecho (…) La lucha con un enemigo a quien se comprende, es la verdadera tolerancia, la actitud propia de toda alma robusta.”
Y nos deja una pregunta inquietante “¿Por qué es en nuestra raza tan poco frecuente?”
La historia argentina está cuajada de intolerancia. Cada uno de los argentinos podemos esgrimir cientos, miles de excusas. Ninguna racional, por cierto. Descreemos de la tolerancia y del diálogo; ¿preferimos el grito o el insulto? ¿Dónde está enraizado el odio que profesamos los argentinos? Odio que se manifiesta en nuestra imposibilidad de dar continuidad a la tarea emprendida por otros. Odio que se manifiesta hasta en la violación sistemática de sepulcros, destrucción de monumentos, quema de bibliotecas, ejercicio de la censura y, lo peor, el saqueo del erario.
Joaquín V. González fue el primero en indagar en las causas profundas de nuestras disensiones. Lo hizo en su magnífico libro titulado El Juicio del Siglo, texto que por razones que no sabemos precisar, desapareció de la currícula escolar. Quizás porque desnudó las debilidades de nuestros partidos políticos y deja, a pesar de haberse editado durante las celebraciones del Centenario, a la intemperie los proyectos políticos autoritarios que arrasaron las instituciones de la República tras el golpe de Estado de 1930, que proscribió la democracia y pobló las cárceles con luchadores sociales.
“Los gobiernos -decía- carecían de esa verdad popular que resulta de auténticos comicios. Las elecciones eran simulacros de tales; pequeños grupos venales y utilitarios escenificaban una burla de padrones, de urnas y de escrutinios”.