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Belgrano, aquel hombre a quien los oropeles y las vanidades no le interesaban

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Por Lic. Manuel Belgrano (*)

Ayer, martes 20 de junio, celebramos el Día de Homenaje a la Bandera, consagrado por ley 12361 del 9 de junio de 1938. Recordamos un símbolo: la bandera nacional blanca y celeste y a su creador, Manuel Belgrano, unos de los hijos más puros y gloriosos de la patria que hace 197 años dejaba este mundo.
Manuel Belgrano nos bautizó como nación independiente y soberana creando nuestro lábaro bendito un 27 de febrero de 1812. Primero creó la escarapela nacional, el 13 de febrero de ese año, basándose en que los cuerpos del ejército la usaban de distinto color, por lo cual en lugar de ser un símbolo de unión, según sus palabras «casi era una señal de división cuya sombra, si era posible, debía alejarse». El gobierno, pues, estableció por decreto el 18 de febrero de 1812 «que la escarapela nacional de las provincias del Río de la Plata sería de color blanco y azul celeste».
Sin ocultar su entusiasmo, Belgrano le notificó al gobierno el 23 de febrero que su declaración del 18 había “sido del mayor regocijo y excitado los deseos de los verdaderos hijos de la patria de otras declaraciones de V.E. que acaben de confirmar a nuestros enemigos en la firme resolución en que estamos de sostener la independencia de América».

La bandera, a punto de nacer, sería para Belgrano signo de identificación de un bando que a su vez lo separa del otro. Por ello, en oficio al Triunvirato del 26 de febrero de 1812, Belgrano expresaba: «Las banderas de nuestros enemigos son las que hasta ahora hemos usado […] ¡Abajo […] esas señales exteriores que para nada nos han servido y con las que parece que aún no hemos roto las cadenas de la esclavitud!».
Exultante y anheloso, encuentra Belgrano allí, a la altura del entonces pueblo de Rosario, la coyuntura adecuada para nutrir decisivamente el ideal emancipador, que había fomentado como nadie. Tenía nuestro prócer, pues, por encargo fortificar las costas del Paraná para dificultar la navegación de los barcos realistas procedentes de Montevideo.
En esas circunstancias, con motivo de estar prontas a inaugurarse las baterías Libertad e Independencia y careciendo de bandera para ello (es decir, la marítima que ondeaba en los navíos de la Real Armada y en las plazas marítimas), dispuso la confección de una con los colores de la escarapela: «Siendo preciso enarbolar bandera, y no teniéndola, la mandé hacer blanca y celeste conforme a los colores de la escarapela nacional; espero que sea de la aprobación de V. E. Rosario, 27 de febrero de 1812».
Sin esperar respuesta mandó hacerla para la primera batería habilitada, llamada Independencia, emplazada en la isla fronteriza a las barrancas del Rosario, llamada «El espinillo». En ocasión de su inauguración, que se realizó al día siguiente en tierra firme (próxima a la batería Libertad, aún en construcción), Belgrano tomó juramento de lealtad a la guarnición destinada a su servicio, diciéndoles: «Soldados de la patria: […] juremos vencer a nuestros enemigos interiores y exteriores y la América del Sud será el templo de la independencia, de la unión y de la libertad. En fe de que así lo juráis, decid conmigo ‘¡Viva la patria!».
Este documento clave revela el espíritu independentista de Belgrano, que en un acto verdaderamente revolucionario creó nuestra enseña patria.

Belgrano es creador de la bandera, no sólo por el aspecto material de su obra sino que él da un sentido nuevo con ese acto, puesto que la bandera es símbolo de unión. Por eso al año siguiente, cuando es derrotado en Vilcapugio y Ayohuma, en el momento que más confiaba en el triunfo, pasando revista a ese puñado de valientes que le acompañan, formado en cuadro, rezando el rosario, les dice: «No todo se ha perdido pues aún flamea en nuestras manos la bandera».
Ahora bien, Belgrano fue mucho más que su creación imperecedera: se trataba de un hombre interesado en importantes ramas del saber cuyo estudio traía aparejado un desarrollo laboral vigente para su época y con importante proyección hacia el futuro. Fue artífice y precursor de nuestras grandes transformaciones sociales, políticas, económicas y militares; así como de todas las creaciones científicas, culturales y educacionales en la época de génesis del Estado hispano-criollo.
Como secretario del Consulado de Buenos Aires, tres objetos ocupaban la atención de Belgrano, tal cual lo expresa en la primera Memoria dirigida al Consulado: «Fomentar la agricultura, animar la industria y proteger el comercio», considerados las tres fuentes universales de la riqueza y la felicidad de los países.
En esa tarea ardua que acomete, comprende la inutilidad de sus esfuerzos sin la etapa previa y a la vez removedora de todos los obstáculos al progreso nacional: la educación del pueblo.
Belgrano tendía una educación popular y no aristocrática ni minoritaria, conteniendo por lo tanto un ideario revolucionario y progresista para su época.
Fue aquel hombre con mayúscula a quien los oropeles y las vanidades mundanas no le interesaban, tanto que, llegada la hora suprema de la muerte, pidió ser amortajado con el humilde sayal de Santo Domingo, a cuya orden terciaria pertenecía. Rico en bienes materiales al nacer, falleció muy pobre y olvidado.

(*) Chozno de Manuel Belgrano. Licenciado en Administración Agraria

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