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¿Qué es el dolo eventual y qué es la culpa?

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Por Justo Laje Anaya. Profesor de derecho penal

Cada vez que los tribunales del crimen de la ciudad de Córdoba llevan adelante un juicio en el cual se imputa el delito de homicidio causado por exceso de velocidad en la conducción de vehículos automotores, o se imputa el mismo delito que ocurre cuando tienen lugar las llamadas “picadas”, se origina una discusión que siempre es la misma; una discusión renovada. Por un lado, se sostiene que este tipo de resultados son atribuibles por culpa. En el otro extremo se reúnen quienes consideran que los homicidios son dolosos.

Aclaran, desde luego, que el dolo es eventual, y así se habla de estos asuntos relativos a la culpabilidad en innumerables lugares: en oficinas, en las mesas de café; cuando se viaja en el colectivo o mientras trascurre el tiempo en la peluquería. En cierta oportunidad, una señora, familiar de la víctima, llegó a quejarse porque los jueces se habían equivocado: habían considerado cometido el hecho con culpa, cuando en realidad fue ejecutado con dolo eventual. Y lo reiteraba sin cesar. Hasta se hicieron oír aquellos que propiciaban en subido tono de voz, y con cierto aire de importancia, que lo más aconsejable era derogar el dolo eventual… ¡Tal como suena!

Puede que acaso se nos pregunte por el dolo; qué es actuar con dolo; o qué es necesario hacer para obrar con dolo. En primer lugar, y como punto de partida, es preciso tener en cuenta que esta es una expresión, de manera que no se halla al alcance del común de la gente. En cambio, puede el común de la gente quedar más o menos satisfecho cuando se diga que obra con dolo quien, al ejecutar el hecho, comprende el sentido que tiene lo que hace, dice o deja de hacer. Así, el que ejecuta el hecho comprende que la cosa que toma y se lleva es ajena; que un arma es de fuego y que se halla cargada; que ingresa sin permiso a un domicilio de otro; que paga lo que compra con un billete falso; o que cruza la intersección cuando la luz del semáforo le impide el paso. En una palabra, además de saber lo que hace, esa persona valora el sentido que tiene lo que hace.

Es preciso, entonces, que el intelecto perciba cómo y de qué manera se presentan las cosas. Cuando el intelecto ha percibido lo que es verdadero, ya el hecho se cometerá a sabiendas; a sabiendas de que aquella cosa es ajena, que el arma se halla con tiros; o que se paga con dinero falso.

Sin embargo, no es suficiente obrar a sabiendas porque aún hace falta saber el comportamiento de la voluntad. Obra con dolo quien, además, ejecuta el hecho con intención. ¿Con la intención de qué? Diremos con la intención de dañar el derecho de otro. Por eso es que el dolo se nutre de malas intenciones y por eso es que no se concibe un dolo de buenas intenciones. Podremos decir que obra con dolo quien, por conocer el verdadero estado de las cosas, comprende el sentido que tiene lo que hace y tiene la intención de ejecutar lo que comprende. En el hurto, quien sustrae la cosa sabe que es ajena; quiere apoderarse de ella y se apodera de ella. En el homicidio, el asesino sabe que la víctima es una persona que se halla con vida; quiere matarla, acciona el arma de fuego y la deja sin vida.

Sin embargo, éste no es el dolo eventual. Y si no lo es: ¿qué es, entonces, este dolo que hace hablar?
Es posible, a esta altura, que surja una forma distinta de conocer el estado de las cosas. Mientras allá se conocía con exactitud, con certeza, aquí el intelecto conoce sin certeza, sin seguridad o sin exactitud. Conoce, sí, pero inciertamente, con falta de seguridad. Por ello, el intelecto duda y el conocimiento es incierto. Es que tal cosa puede ser pero al mismo tiempo puede no ser lo que aparenta ser. Aquí se sospecha y se recela. Aquí no se sabe bien si el objeto es propio o es ajeno; se sospecha de que el dinero puede ser falso; se duda de que el arma de fuego se halle descargada.

Nos preguntemos ahora por la actitud que se debe observar ante la duda, y la respuesta es fácil: ante la duda, hay que abstenerse. Si dudas, pues: ¡abstente! Y esto es verdad porque si ante la duda se obra, ya no se obra bien sino que se obra mal; se obra de mala fe; y si se obra de mala fe se obra con malas intenciones. ¿Se podrá decir que obró con buenas intenciones aquel que, tras sospechar de que el arma podía hallarse cargada, la dirigió contra un tercero y lo mató? ¿Se podrá decir lo mismo de aquel que dudó sobre si el billete era falso e igualmente pagó lo que adquiría? ¿No es cierto que por dudar de la autenticidad sospechó de la falsedad? Por eso es que, ante la duda, quien no se abstiene e igualmente obra, comete el delito con dolo eventual. Y eso es todo.

Las cosas pueden ser distintas cuando ya no se conozca ni cierta ni inciertamente. Ahora se conoce equivocadamente porque el intelecto ha percibido mal; es decir, distorsionadamente, y por ello tiene como verdadero lo que no es verdadero. Ha creído conocer lo verdadero pero conoció falsamente; por ello ignoró que no conocía el verdadero estado de las cosas. La persona creyó pagar con dinero auténtico pero pagó con el billete falso. Creyó igualmente que el arma se hallaba descargada e ignoró que aún guardaba un proyectil. Se llevó el objeto mueble por creerlo propio pero no era así.

Diremos entonces que el error, como falso conocimiento, impide comprender el sentido que tiene lo que se hace, se dice o se deja de hacer, e impide a la vez que el hecho sea cometido con mala intención; es decir, con la intención de dañar el derecho de otro. Del error nace la buena fe porque, no obstante la presencia de un daño, dicho resultado no provino sino de buenas intenciones y fue causado sin querer. Las malas intenciones son ajenas al error y pertenecen exclusivamente al patrimonio del dolo.

Claro es que cuando el falso conocimiento se deba a una negligencia de quien causó el daño, este resultado dañoso será atribuible por culpa como la forma menos grave de la culpabilidad. Se creyó que el arma de fuego se hallaba sin tiros, pero el autor olvidó inspeccionarla en su totalidad; al accionarla, fue expulsado el proyectil oculto y dio muerte a un tercero. Se creyó arrojar agua al fuego pero en vez de agua se arrojó un líquido inflamable y, sin querer, el incendio se produjo.

Por último, curiosamente resulta que la culpa aun admite que quien ejecuta el hecho conozca el verdadero estado de las cosas. Desde luego, esta hipótesis no admite en modo alguno que dicho estado se desconozca por haber mediado error. Es que el intelecto no se halla equivocado ni confundido; el arma está cargada y el intelecto sabe que el arma está cargada; la correspondencia es exacta.

En este caso, ¿cómo se manifiesta la culpa? Ahora, quien actúa cree, estima razonablemente que al resultado dañoso lo podrá evitar porque tiene la capacidad, la aptitud de impedirlo. ¿Podía el legendario Guillermo Tell evitar la muerte de su hijo? ¿Puede el avezado lanzador de puñales evitar que ocurran las lesiones o la muerte de la joven agraciada que le ayuda en el espectáculo? Si ambos hubieran errado, ambos habrían cometido el hecho culposamente. Nada digamos de aquel audaz chapucero cuando, puesto a utilizar arcos y flechas, o a lanzar mortales cuchillos, da muerte a un tercero. Para creer que el resultado no ocurrirá, hay que tener poder para evitarlo.

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