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Mariano Moreno y su impronta en la Argentina del presente

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Por Ismael Arce. Licenciado en Historia

Cerramos el año del Bicentenario de la Patria haciendo un poco de memoria y procurando desempolvar a algunos personajes de nuestra historia completamente olvidados.
Hoy, a poco de comenzar el año 2011, tenemos oportunidad de referirnos a otro bicentenario: el de la muerte de Mariano Moreno. En efecto, este 4 de marzo recordaremos al secretario de la Primera Junta de Gobierno, quien fue –además- su mentor y propulsor más importante.
Moreno había nacido el 23 de septiembre de 1778 (siete meses después de San Martín) en la capital del Virreinato del Río de la Plata, creado dos años antes. Hijo de un español de humilde origen, Moreno estudió en el Colegio de San Carlos y obtuvo un título de honor al terminar. Su espíritu inquieto, su gran talento y su dedicación al estudio lo pusieron en contacto con personajes importantes, dueños de frondosas bibliotecas. Gracias a algunos de ellos, Mariano pudo acceder a la carrera universitaria en Chuquisaca (actual Bolivia), ciudad a la que arribó en 1799 y en la que permaneció durante cinco años.
Volvió a Buenos Aires como doctor en leyes, carrera que había abrazado desde muy joven, pues pensaba que sólo el Derecho permite trabajar a favor de causas nobles. En 1805 la Real Audiencia habilitó su título de abogado. Sus contactos y relaciones lo llevaron al cargo de relator de dicho Tribunal en 1809. Dueño de una vasta cultura y capacidad, Moreno traduce “El Contrato Social”, de Rousseau, va exponiendo su pensamiento filosófico liberal y demuestra una gran formación jurídica.

Muestra de todas estas dotes es la “Representación de los Hacendados”, que escribe en el año anterior a la Revolución de Mayo. Es un compendio de ideas económicas, filosóficas, políticas, teológicas. Se opone con firmeza al monopolio férreo que la corona española imponía a sus colonias y se subleva ante las injusticias que padecen los labradores y artesanos nacionales. El escrito encantó al recién llegado virrey Cisneros, quien vio en Moreno un gran defensor de la libertad de comercio, que favorecía (dicho sea también) los intereses comerciales personales del nuevo gobernante.
Y poco después, ese abogado brillante, el pensador agudo y de gran formación, el funcionario de la Corona, se convirtió en el ariete que liquidó los muros del edificio colonial y se catapultó a la historia un 25 de mayo de 1810.
La Junta de Gobierno nacida ese día lo tuvo como secretario y como principal protagonista, opacando incluso a su presidente, Cornelio Saavedra. Y es en ese rol político gubernativo en el cual encontramos al verdadero Moreno.

El hombre de acción, el periodista, el gobernante honesto, el republicano extremo, el escritor, el legislador, surgen y se dejan ver en una sola persona en los escasos doscientos seis días en que ejerció el poder (pero sin hacer ostentación de él), sino gobernando lo mejor que pudo, con la sinceridad que sólo tienen los que no escatiman esfuerzos por el bienestar de sus semejantes.
Sin embargo, Moreno no escapa (como nadie en Argentina) a las críticas atemporales de los jueces permanentes de nuestro pasado. Moreno es juzgado doscientos años después de su muerte con los cánones de esta era posmoderna, vacía de valores y en la cual tener ideales y defenderlos se ha convertido, cuanto menos, en una estupidez cercana a la locura.
Pero vayamos por partes. Primero, recorreremos brevemente sus realizaciones y sus logros. Moreno fue, como ya dijimos, el espíritu y el cerebro de la Revolución de Mayo, cuyo fin –según él concebía- no era otro que la independencia total. La creación de la Gazeta de Buenos Aires tuvo, al menos, una doble finalidad: la divulgación de las ideas rectoras del movimiento de mayo y –al mismo tiempo- constituirla en el órgano de publicidad del naciente Estado (sin olvidar que prácticamente marca el comienzo del periodismo argentino). El decreto denominado de “Supresión de Honores” no sólo representa la pugna con Saavedra y sus seguidores. Es una muestra cabal de un republicanismo -diríamos- total, a ultranza y no exento de una cuota de ejemplaridad, muy necesaria en momentos difíciles, máxime cuando una nación está dando sus primeros pasos. Fundó la primera biblioteca pública de Buenos Aires y sus pensamientos al justificar esta creación demuestran el alto valor que concedía a la cultura y a la educación. No dudó en conceder la libertad a los esclavos que abrazaran la causa patriota. Tradujo, como dijimos, la obra cumbre del ginebrino Juan Jacobo Rousseau, “El Contrato Social”. ¿Seguimos enumerando? No creemos que sea necesario. Sólo agreguemos que ni sus peores adversarios pudieron decir jamás que se apropió indebidamente de dineros públicos o que los administró en su beneficio. Apenas eso ya justificaría que Moreno figure en el Altar de la Patria.
Y es en ese mismo marco donde arrecian las críticas, las denostaciones, las acusaciones extemporáneas, los juicios descarnados y fuera del contexto histórico.
Aunque esos mismos mecanismos fueron y son usados contra otros personajes, ello no impide que hagamos, no una defensa ardorosa del secretario de la Primera Junta, pero sí que procuremos ubicar las cosas en el sitio en que, creemos, deben estar.

Repasemos algunos de estos juicios políticos post mortem a que ha sido sometido. Se le endilga –entre otras cosas- ser un “fundamentalista religioso”, “soberbio y helado”, “porteñista antifederal”, “agente británico” y hasta de “jacobino afrancesado y sanguinario”, como bien recuerda el Dr. Pablo Riberi en un artículo publicado en el diario La Voz del Interior del domingo 27 de febrero pasado.
Veamos entonces. La primera crítica parece provenir de aquellos que no logran conciliar ideales de avanzada, liberales (en el sentido correcto del término), un espíritu revolucionario, con la posesión y puesta en práctica de creencias religiosas. Es más, son aquellos que en una postura sumamente artificial, confunden progreso (y su deformación “progresismo”) con ateísmo.
La segunda es fruto del facilismo que invade nuestro país, según el cual lo importante es “zafar”, “hacer la diaria” y en el que se agrede (con resentimiento y gran miopía histórico-política) al hombre culto, inteligente y, peor aún, si su pensamiento molesta, irrita, sacude estructuras.
Lo de porteñista antifederal puede explicarse perfectamente. En primer término, lo de federal-antifederal es una cuestión un tanto anacrónica. En 1810 las disputas ideológicas discurrían por otros carriles. Faltaban años para que el país se desangrara en la lucha entre unitarios y federales. Por ello, mal puede tildarse a alguien de antifederal cuando aún no existía ni siquiera el término opuesto de esa dicotomía en la forma de ver y organizar una nación. Porteñista, quizás. ¿Lo era por oponerse a la formación de la que luego denominaríamos Junta Grande y a la presencia de los representantes del interior? Al respecto creemos que es lógica la postura de Mariano Moreno, fundamentalmente si advertimos que en su concepción, la revolución en marcha sólo podía conducirse de manera férrea y unívoca, concentrando el poder lo máximo posible. Además, ¿la realidad y el tiempo, acaso, lo han desmentido? ¿No existe hoy un acentuado porteñismo en el sentido de concentración de poder en la Capital del país?
La acusación de agente británico no merece siquiera ser tenida en cuenta ni criticada. Vuelvan esos mordaces denostadores históricos a esos lugares que su atacado contribuyó a hacer realidad en el país; esos sitios cuyas paredes se encuentran revestidas de objetos de papel: las bibliotecas y su precioso contenido.
¿Se es afrancesado por admirar a Rousseau y la Ilustración? ¿No conocemos el rol cumplido por el pensador ginebrino en el progreso de la humanidad? ¿Podemos soslayar el papel de la Ilustración en el proceso de libertad que vivió el mundo de los siglos XVIII y XIX?

La posición de Moreno en cuanto a la contrarrevolución y sus partidarios es, francamente, dura e inflexible. Sin embargo, lejos está del fenómeno jacobino que, con Robespierre a la cabeza, ahogó en sangre a la “reacción” francesa. Por más que hoy pueda horrorizarnos, debemos advertir y hasta comprender, que aquélla era una revolución y que la potencia desalojada el poder no se quedaría de brazos cruzados aguardando que sus díscolos súbditos retornasen mansamente bajo su autoridad. Todo lo contrario; el sentimiento de lealtad despertó pronto la reacción de fuerzas realistas. Si Moreno no retrocedió en Cabeza de Tigre y solamente dispensó el perdón al Obispo Orellana (por su condición de sacerdote) fue en el convencimiento de que sólo obrando con firmeza y cierta crueldad, la revolución llegaría a buen fin. Pongámonos un momento en sus zapatos. ¿No se requiere, por lo menos, coraje para cargar con esa responsabilidad? Moreno lo tuvo y la historia –al menos la mayoría de sus cultores- parece haberlo comprendido así.

Mariano Moreno abrigó grandes sueños de libertad. A ellos, como pocos, consagró sus estudios, sus lecturas, su pasión; en definitiva, su corta vida. Con errores y con aciertos como todo mortal, transitó por estas tierras dejando su impronta en el país amado y aun las circunstancias que rodearon a su muerte despiertan polémicas. A la verdad se la devoró el mar, así como a su cuerpo, que no pudo descansar en el seno de su Patria. Al menos brindémosle el homenaje respetuoso de quienes mucho le debemos.
Como presintiendo que su final estaba cerca, Moreno dijo: “Si mi persona es necesaria, yo no puedo negar a mi Patria el sacrificio de mi tranquilidad individual, de mis tareas, de mi fortuna, y aun de mi vida”. ¿Estamos los argentinos en condiciones de imitarlo? Al menos, hagamos el intento.

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