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Las bondades de la desmonopolización de la acción penal

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Por Carlos R. Nayi. Abogado.

En materia de procesos penales, en nuestro país rige el sistema acusatorio adversarial, escenario que exhibe un elenco conformado por tres protagonistas estelares, que asumen en el terreno procesal penal roles bien definidos. Por un lado, el representante del Ministerio Público Fiscal, único órgano legitimado para ejercitar la acción penal; desde otro costado el imputado, quien ejerce libre y eficazmente su derecho de defensa, resguardado por numerosas garantías procesales de fuerte raigambre constitucional; y finalmente un tribunal que decide en razón de la prueba colectada acerca de la verificación o no de los extremos de la imputación delictiva, estos es, la existencia de los hechos históricos en su materialidad y la participación penalmente responsable del imputado respecto de éstos.

En el Derecho Penal Contemporáneo no hay espacio para discutir el enorme protagonismo que el representante del Ministerio Público tiene, excitando la jurisdicción e instando el procedimiento penal, asumiendo en esa misión la representación de la sociedad toda, a fin de que éste -en cada uno de sus estadios- alcance el objetivo deseado. Ahora bien, el peso de la responsabilidad en la tarea de persecución penal en manera alguna puede descansar solamente sobre las espaldas del titular de la vindicta pública y, en esta dirección, se impone destacar las bondades de su principal aliado, su compañero de ruta, el querellante particular, que no es un órgano sustitutivo de la acción pública sino que coadyuva con su labor.

Asimismo, desde su trabajo como sujeto eventual, aporta una significativa contribución, optimizando los resultados de cada proceso en la cotidiana labor de construir justicia. El acusador privado, en su rol procesal consistente en coadyuvar con el Ministerio Público Fiscal en aras de lograr el esclarecimiento de los hechos investigados, desde la óptica de una interpretación de carácter funcional y progresiva de la realidad procesal, ha visto acrecentada de manera significativa su protagonismo en los últimos años.

En este contexto, corresponde mencionar como precedente de importancia el fallo “Santillán”, dictado por la CSJN el 13 de agosto de 1998, en el que se declara que el art. 18 de nuestra Carta Magna exige la observancia de las formas sustanciales del juicio relativas a la acusación, defensa, prueba y sentencia, poniendo especial énfasis en lo que hace a la acusación, no correspondiendo efectuar diferenciaciones respecto del carácter público o privado de quien la promueve.

En función de este valioso precedente, cualquier tribunal de juicio se encuentra habilitado para dictar una sentencia condenatoria a un procesado pese al pedido de absolución formulado por el fiscal acusador al tiempo de emitir sus conclusiones.

En la misma dirección, de ser necesario a la luz del caudal probatorio colectado en un proceso, se encuentra habilitado para solicitar en el curso del debate, ya sea la ampliación de la acusación o plantear que el hecho acreditado en su materialidad es diverso al contenido en la acusación y, en este sentido, peticionar se le corra vista al titular de la acción. Éste es el camino abierto y que se consolida en otro precedente significativo, la causa “Funes Sergio y otros p.ss.aa. Lesiones Leves, etc-Recurso de Casación” (Expte “F”, 17/2000).

Es que la figura del acusador privado encarnada en el querellante particular aparece como un formidable aporte que permite lograr un fortalecimiento de los principios de defensa en juicio e imparcialidad, facilitando desde su rol específico llegar a la verdad real a fin de poder hacer efectiva la aplicación de la ley penal sustantiva al caso concreto.

Nadie puede legítimamente cuestionar las bondades que rodean la intervención de esta parte eventual desde la función que cumple en todo proceso penal, conviviendo de manera saludable con el titular de la acción penal, dotando al procedimiento de un dinamismo y protagonismo que optimiza sus resultados. Desde el mismísimo momento en que se produce la incorporación de esta figura a nuestro régimen procesal penal comienza un sano proceso desmonopolizador de la acción pública, que se erige como una clara manifestación del derecho a la jurisdicción y a la tutela judicial efectiva, cuyos destinatarios centrales -entre otros- son precisamente las víctimas del delito, derechos estos que reconocen su raíz en una manda constitucional que se erige con la fuerza de un mandamiento (Art. 75 inc. 22 de la Constitución Nacional).

De singular importancia resulta destacar que, al tiempo de regular el derecho a la jurisdicción y a la tutela judicial efectiva, la ley de Rito, consagra numerosos derechos en favor de las víctimas (Art. 96 del CPP), admitiendo, en esa dirección, la posibilidad de que ingrese al proceso (Arts. 7, 91 y ss., CPP).
Es que en el áspero pero noble ejercicio de pedir justicia, un sinuoso camino que no se encuentra precisamente tapizado de algodones, una difícil tarea afronta el Ministerio Público, que ya no trabaja en absoluta soledad sino que tiene como fiel aliado al querellante particular, contribuyendo desde un posicionamiento de privilegio a partir de la mirada y ubicación estratégica que ocupa quien resultó víctima de la actividad marginal, por parte de los que invadieron el terreno de la ilegalidad.

Si la finalidad de todo sistema jurídico es lograr la paz social, el proceso penal ocupa un primer lugar en la lucha para alcanzar ese objetivo, labor en la que en manera alguna puede quedar excluida la protección judicial integral de la víctima, meta que no se consigue con la sola incorporación formal a una determinada causa, sino procurando de manera activa y constante que su pretensión encuentre una respuesta ajustada a derecho por parte de un órgano jurisdiccional, honrando lo preceptuado en el art. 18 de la Constitución Nacional.

El Estado y la sociedad toda hacen valer sus derechos y encuentran representación en el Ministerio Público, desde la consideración primaria de que el fundamento de la acción pública importa admitir que frente a la comisión de un hecho delictivo, es la sociedad toda la que resulta perjudicada, debiendo el Estado asumir la defensa de ésta pero sin descuidar que detrás de cada ataque a la legislación penal en vigencia existe una víctima que necesita y merece ser representada de manera individual.

En medio de un variado y amplísimo elenco de figuras penales que contiene la ley de fondo y la compleja diversidad de modalidades conductuales que exhibe el patrón de marcha de quien delinque, es el sentido común el que indica que en manera alguna la responsabilidad de impulsar el proceso penal, y mantenerlo vivo, puede recaer sólo y exclusivamente sobre el Ministerio Público.

Precisamente la figura que se analiza mejora el sistema en el teatro de operaciones procesales hasta lograr la excelencia en la labor investigativa, optimiza sus resultados y fortalece la posición de la víctima del delito. A su vez, acompañana al titular de la acción pública al proteger, controlar y monitorear los intereses generales de la sociedad, en sintonía no sólo con expresas disposiciones contenidas en el CPP sino además honrando la garantía establecida en el art. 8.1 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH), reconociéndole al ofendido penalmente por un delito de acción pública el derecho de intervenir en un proceso penal como parte, habilitando la posibilidad de que su pretensión sea resuelta por un órgano jurisdiccional competente, imparcial e independiente.

El proceso desmonopolizador de la acción pública, en definitiva, fortalece la persecución penal porque la dota, del brío y energía necesarios para evitar, por ejemplo, de que el criminal escape en su carrera.

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