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La delgada línea fronteriza entre legítima defensa y exceso en la legítima defensa

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Por Carlos R. Nayi. Abogado

Por estas horas la sociedad argentina debate la legitimidad, el exceso o la conducta abiertamente criminal con que actuó un vecino de la provincia de Buenos Aires, de profesión médico, de 61 años, quien en medio de un inclemente y peligroso auge de la ola delictiva disparó contra sus atacantes, escenario en el que perdió la vida uno de los invasores de 24 años de edad, en circunstancias en que intentaban robarle su automóvil.

Determinar si el vecino actuó dentro de los límites de la legítima defensa, se excedió innecesariamente o bien cometió un delito más grave como el que se le imputa actualmente, “homicidio simple agravado por el uso de arma de fuego”, con una escala penal de 10 años y cuatro meses a 25 años de prisión, no resulta una tarea sencilla, toda vez que el patrón de marcha delictivo y la secuencia de la reacción del agredido encasillarán su conducta en una u otra figura penal, de acuerdo con la reacción que haya tenido, el instante en que respondió al ataque y la proporcionalidad de esa respuesta.

La estructura penal en vigencia en su art. 34, inc 6to del Código Penal describe la figura de la Legítima Defensa, justificando la reacción del atacado en la medida en que se verifiquen tres supuestos en el terreno; primero, la agresión debe ser ilegítima; luego, debe mediar una racional y proporcional reacción del ofendido respecto del medio empleado para repeler el ataque y finalmente debe verificarse una ausencia de provocación por parte de quien se defiende.

Concretamente, cualquier individuo en situación de crisis para acceder a los beneficios del escudo protector legal que se analiza debe acreditar la existencia de una conducta de defensa y resguardo, en aras de neutralizar el peligro, actividad ésta que jamás debe superar la racional, medida y prudente respuesta, siempre en directa proporción con la magnitud del ataque que se recibe. La extrema prudencia que debe guardar todo ciudadano frente a la reacción que debe asumir en cada situación debe prevalecer invariablemente frente a la necesidad de recurrir a la utilización de una salida que la ley le entrega en medio de una agresión externa ilegítima y que representa un riesgo para la vida o bien la integridad física de él o de un tercero. Concretamente, frente a un ataque ilegítimo que genera un peligro actual o inminente debe sobrevenir una respuesta proporcionalmente adecuada en términos de razonabilidad respecto del embate desplegado, debiendo prevalecer en esos difíciles momentos, en la medida de lo posible, la cordura y la prudencia.

Cualquier desborde o extralimitación en la respuesta o los medios empleados mudará la situación procesal del involucrado de un instante a otro y, rápidamente, la víctima es probable que se convierta en homicida, si la reacción asumida frente al ataque exterior no guarda correspondencia con la conducta invasiva. Ejemplificar es esclarecedor y en esa dirección saludable es precisar la reacción de un conductor de una unidad automotor que detiene la marcha frente a la luz roja que anuncia el semáforo y es abordado por un sujeto con fines furtivos, pero que está desarmado; la ley no autoriza al automovilista a extraer un arma de fuego y eliminar de uno o más disparos al atacante. En ese escenario, seguramente la conducta asumida quedará atrapada por la norma del art. 35 del Código Penal: “El que hubiere excedido los límites impuestos por la ley, por la autoridad o por la necesidad, será castigado por la ley con una escala penal que oscila entre cinco y 10 años de prisión”.

El ilustre tratadista Sebastián Soler describía la figura en los siguientes términos: “(…) Se trata de la intensificación innecesaria de la acción judicialmente justificada (…)”. La violación al precepto contenido en la norma del art. 34 del Código Penal inc. 6, letra “B”, no mediando necesidad racional en la utilización del medio empleado para impedir o repeler la agresión injusta de que es objeto, sin dejar de actuar en la creencia de estar justificado, actúa en forma excesiva. Si el morador de una vivienda es interceptado por un sujeto al salir de la cochera, en ese contexto es reducido y se le sustraen objetos de su propiedad, para luego emprender la huída los atacantes, el escenario descripto no autoriza a la víctima a ingresar al domicilio, tomar un arma de fuego, perseguir a los delincuentes y disparar hasta matarlos.

Concretamente, será la casuística la que permitirá ponderar las especialísimas circunstancias en que el sujeto atacado despliega su respuesta y de esa manera discernir si media una causal de justificación, ha existido un desborde innecesario o bien ha cometido un delito más grave. Siempre debe respetarse el principio de menor lesividad y la defensa será legítima en la medida en que aparezca como insustituible para evitar o neutralizar el ataque actual o el mal inminente anunciado, debiendo existir una indispensable situación de necesidad en la reacción que asume quien se defiende. La doctrina moderna avala el instituto de la legítima defensa desde el respeto irrestricto de dos preceptos básicos; por un lado, la protección del ciudadano y, en segundo lugar, la necesidad de anteponer la preservación del orden jurídico ante todo, no olvidando, sin embargo, que la defensa siempre encontrará resguardo legal en la medida en que la agresión sea antijurídica.

Ninguna persona puede ser obligada ni merece soportar lo injusto, “la agresión ilegítima”. La legítima defensa, entonces, debe interpretarse como un permiso acordado por la ley, del que no hay que abusar, no es un derecho ilimitado, sino que deben respetarse determinados recaudos objetivos y subjetivos, debiendo ser utilizado como una herramienta absolutamente indispensable para preservarse del peligro, defender la vida, preservar la integridad física y mejorar la convivencia social.

No hay que olvidar que toda responsabilidad penal es por hechos y por actos y no por un estado o una situación.

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