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Córdoba y su mundo en tiempos del alumbramiento

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Por Silverio E. Escudero

Mucho antes de los sesudos debates académicos sobre la incidencia del urbanismo en la vida del hombre, en un lejano invierno de 1573 Jerónimo Luis de Cabrera comandaba un puñado de hombres en los Altos de Yapeyú. Tras los sablazos de reglamento, declaró fundada la ciudad de Córdoba de la Nueva Andalucía en las márgenes del río Suquía, que por una extraña manía numérica los españoles llamaron Primero.
El fundador, ni en sus sueños más febriles imaginó para su ciudad un futuro tan controvertido. Abrió ese 6 de julio una página en la historia de la América hispana muy difícil de emular por su fuerte incidencia política y cultural que se derrama continuamente sobre el continente americano.

Fue ciudad rebelde y desobediente cuando las injusticias campeaban. Sacudió la calma palaciega y condenó a los réprobos y adulones. Cuándo cayó en la tentación de la facción, fue testigo-protagonista de persecuciones de todo tipo y calibre, y sus calles se llenaron de sangre de tirios y troyanos. El diálogo y la razón habían sido proscriptos por los supuestos dueños de la verdad.
Más allá de estas cuestiones consecuencia de la política menuda, sería tedioso recorrer la lista de gobernantes desde 1573 para subrayar errores y aciertos. Los hubo probos, trabajadores, honestos, diligentes y progresistas. La vereda de enfrente está más poblada, por cierto. Descorrer antiguos velos es descubrir orígenes oscuros de auténticas fortunas y blasones mal habidos. Sano ejercicio de memoria que continúa alimentando los mentideros políticos.
Córdoba, por lo general, sufrió un maltrato constante del poder central. Anotaremos, a guisa de síntesis, que la ciudad despidió a numerosos interventores federales -civiles y militares- al grito de «¡Se va el ladrón! ¡Se va el ladrón!», mientras «huían» presurosos tras saquear, con prolijidad, el tesoro provincial.

¿Qué decir de sus alcaldes e intendentes? La ciudad los soportó con estoicismo a muchos de ellos quienes, una vez sentados en la poltrona más importante del municipio, se mostraron inútiles para todo servicio. ¿Vale la pena hacer nombres? Fueron pocos, muy pocos, los que dejaron su impronta transformadora.
Ni qué decir de la obra pública. La sistematización del arroyo La Cañada es la mejor postal de una ciudad que se muestra plena y audaz ante los ojos de sus visitantes. Concluyó con ella una pesadilla de siglos que tuvo a maltraer a los cabildantes y ediles de todos los tiempos.
Historiar las inundaciones del arroyo La Cañada y sus consecuencias excede nuestro objeto. Anotaremos como hito significativo la decisión del gobernador Ángel de Peredo quien, entre 1671 y 1672, presionó a los cabildantes para que se construyera un murallón de calicanto para defender la ciudad de la furia de las aguas desbordadas, que se financió con un aumento de «la sisa en el vino, yerba y tabaco».
El 15 de enero de 1939 amaneció pringoso. Desde temprano el calor y la humedad presagiaban una tormenta bravía. La lluvia era copiosa y las calles se habían convertido en auténticos ríos. Nada vaticinaba una tragedia. La basura acumulada en las riberas del arroyo y el material de arrastre taponó el puente por el cual cruzaba el tranvía hacia barrio Observatorio. El estallido se escuchó en toda la ciudad y el turbión avanzó incontenible.
Todo había sucedido tal como lo había advertido el concejal Justo Páez Molina, vecino de la zona, en su primer proyecto como edil. La reconstrucción de la ciudad fue ciclópea. Nacía una ciudad nueva que necesitaba ser planificada.

La resolución del problema de las inundaciones era prioritaria. Coincidieron en el esfuerzo y los objetivos Páez Molina, el intendente Donato Latella Frías y el gobernador Santiago del Castillo. La Dirección General de Hidráulica de la Provincia asumió la responsabilidad de la conducción general de la obra.
El ingeniero Víctor Metzadour, cuyo nombre está olvidado, fue el gran hacedor. En su tablero de dibujo tomó forma la gran obra y fue el responsable de su construcción, cuyos plazos se prolongaron por la Segunda Guerra Mundial.
Ese mismo año de 1939, el 2 de octubre, vio la luz Comercio y Justicia, que de inmediato se comprometió con la ciudad que lo albergaba y fue promotor permanente del desarrollo turístico de la provincia.
La ciudad, en tanto, crecía. Vivía con intensidad cada momento de su historia. Es buena la ocasión para hacer una brevísima mirada retrospectiva. Había superado con mucho esfuerzo las consecuencias de la quiebra de Wall Street.
Sus comerciantes, con mucho ingenio, en pleno 1931, inauguraron la primera «vía blanca» de la Argentina. «La noche de Córdoba -exageraba un periodista del diario más leído de la época- nada tiene que envidiar a Broadway.» Aunque la realidad era otra.
El cura párroco de la iglesia del Pilar clamaba contra la iniciativa porque, según decía, «llamaba a la lujuria y el pecado». La Legión Cívica, por su parte, los persuadía espantando a los clientes y a los ocasionales viandantes que aprovechaban la noche para «mirar vidrieras».
Todas las diferencias quedaron zanjadas un viernes por la tarde después de la visita del cura. El tesoro parroquial se vio desbordado. Milagro que hizo decir a uno de los mercaderes poco afecto a lo religioso: «No sabía que Dios era tan coimero como el comisario.»
La vida política, en tanto, estaba condicionada. La década del 30, tan mal estudiada, por las simplificaciones del periodismo y la política, aguarda que se la enfrente con seriedad. En ella están las claves de la tragedia argentina.
Los radicales, proscriptos, intentaban restaurar el voto popular a punta de fusiles, y los demócratas -divididos entre liberales y conservadores- intentaban sacudirse las intrigas y maledicencias de los legionarios. Fuerza paramilitar creada por el Estado que, en 1932, en el parque Sarmiento, juran lealtad y admiración a Benito Mussolini. Acto que se replica en todas las plazas y escuelas de la República.

Serán esos mismos legionarios -con la complicidad del Gobierno provincial- quienes asesinaron, durante un mitín, el 28 de septiembre de 1933, al diputado socialista José Guevara, en la esquina de Belgrano y Achával Rodríguez, pleno barrio Güemes.
Esta década de alumbramiento de Comercio y Justicia ofrece un panorama internacional complejo. El avance de los totalitarismos es un fenómeno mundial. El fascismo primero y el nazismo después ponen en jaque a las democracias europeas.
Sus ansias expansionistas no saben de límite alguno y procuran sentar base en todos los continentes. Así logran influir en la formación de las fuerzas armadas de la región. La década del 40 las verá encaramarse en el poder persiguiendo el albur de la refundación del III Reich.
España será el primer campo de batalla. La República Española es derrotada por la alianza que conforma Francisco Franco, el Caudillo de todas las Españas por la Gracia de Dios, con Benito Mussolini y Adolf Hitler, ante la silente complacencia de Francia y Gran Bretaña.

Comercio y Justicia, junto al resto de la Córdoba democrática, formó parte del movimiento de solidaridad con la República Española. Sus clientes y suscriptores confían en su seriedad a la hora de las donaciones. Papeles privados y cartas que obran en nuestro archivo aseveran que dos, de las 70 ambulancias que envió Córdoba al frente de batalla, fueron adquiridas con los dineros provenientes de esos aportes.
La Segunda Guerra hará vivir al mundo un tiempo de locura, en la que Estados Unidos lanzó dos bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. La guerra habría costado cerca de 60 millones de muertos sin contar y una cifra similar de heridos y mutilados.

Comentarios 2

  1. Excelente. Es verdad, había gobernantes probos y los de la otra vereda, pero los que se proclamaban probos se cruzaban de vereda hasta que eso pasó a ser una costumbre.

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