Por Luis Carranza Torres / Ilustración: Luis Yong
Si en el desierto africano, durante la Segunda Guerra Mundial, los generales ingleses temían a Rommel, en las elevaciones pedregosas e inhóspitas cercanas a Puerto Argentino, en 1982, temían a Robacio.
Fue acaso el líder militar a nivel táctico más brillante de todo el conflicto de Malvinas, por ambos ambos. El entonces capitán de fragata Carlos Robacio tuvo bajo su mando a 800 soldados del Batallón de Infantería de Marina Nº 5 y a 200 efectivos del Ejército Argentino. Combatió con ellos en la colina Tumbledown y en los montes Sapper Hill y Williams, contra la 5ª brigada del Ejército británico, integrada por unidades de la Home Guard -los regimientos de elite que escoltan a la reina-, paracaidistas y unidades de gurkas.
En una serie de combates memorables, consiguió detener el avance inglés, que no pudo conquistar ninguna de sus posiciones. Incluso cuando llegó la orden de rendición, sus fuerzas siguieron peleando hasta agotar por completo su munición.
Después del cese al fuego, varios jefes británicos pidieron conocer al comandante de esos hombres, a quienes no habían podido hacer retroceder. Quedaron asombrados al saber los había resistido, sólo con un batallón reforzado. El mayor inglés Mike Seear, jefe de operaciones de los gurkas, había quedado tan impactado al combatirlos, que le expresó: «Ni mis hombres ni yo pasamos nunca tanto miedo como cuando enfrentamos a su batallón. Sus hombres eran demonios tirando».
Tampoco podían creer los ingleses que el grueso de sus efectivos fueran soldados conscriptos: “Sus hombres parecían soldados de elite. No los podíamos sacar de los pozos”, le comentaron. Las bajas inglesas triplicaron las argentinas. Sus fuerzas tuvieron sólo 16 muertos y 105 heridos, contra más de 350 de las fuerzas británicas.
Combatió siempre superado en número y recursos por los británicos pero una y otra vez se las ingenió para derrotarlos en sus avances. Pudo tener, aun en los momentos más críticos, un sistema de mando y control de sus unidades, por haber triplicado sus líneas de comunicación, tendiendo cada una por distintos lugares.
No vaciló, en la batalla, en tomar decisiones duras, a fin de mantener la defensa de sus posiciones. Por tres veces consecutivas hizo retroceder a los guardias de la reina, quienes prácticamente habían tomado sus alturas, mandando a sus hombres a refugiarse en los bunkers construidos entre la piedra y dirigiendo el fuego de morteros propios sobre las mismas posiciones de defensa. Pero nunca expuso sin motivo a sus hombres ni jamás abandonó a ninguno de ellos en batalla, por más comprometido que fuera ir en su ayuda, dando una lección de conducción y liderazgo pocas veces igualada.
También demostró que hasta en la guerra hay límites. Nunca disparó sobre los helicópteros ingleses que evacuaban heridos, pese a que la artillería británica bombardeaba sus puestos de socorro sanitario, claramente identificados como marcaba la convención de Ginebra.
Todo lo compartió con sus hombres, comenzando por la rudeza de las condiciones de vida en un clima subantártico. En la tensa espera, aun bajo cañoneo de los ingleses, todas las noches por el sistema de radio les hablaba, alentándolos y poniéndolos sobre aviso, respecto de las muy duras pruebas que toda guerra implica para un combatiente, y el único modo de enterarlos sobre qué pasaba en el mundo, más allá de las inhóspitas posiciones que estaban defendiendo.
Robacio recorría personalmente todas las posiciones del batallón a diario, hablando con sus hombres. Su dispositivo en el terreno era amplio, por lo que ello implicaba recorrer de 10 a 12 kilómetros. Pero él estuvo al lado de su gente en todo momento. “Si exigía que caminaran, era el primero que caminaba. Si exigía sacrificios, era el primero en sacrificarse; fue un líder por naturaleza”, cuenta uno de los suboficiales que sirvió con él en esos días.
Nunca reclamó para sí crédito alguno, otorgándoselo en exclusivo a sus hombres: “Todos los hombres que lucharon en Malvinas fueron muy valientes. No hay registros en todo el siglo XX de unidades que hayan sido bombardeadas durante 44 días y hayan combatido duramente por más de 60 horas sin haber sido relevadas”, dirá luego del conflicto. Y cuando se aludía a su valentía y bravura, él simplemente decía: “Yo no soy ni bravo ni valiente ni nada por el estilo. Soy un hombre común. Tengo miedo cuando cruzo la calle. Pero en Malvinas no podía tener miedo. Las vidas de mis hombres no me permitían el privilegio de tener miedo”.
Se retiró de la Armada con el grado de contralmirante y falleció en Bahía Blanca el domingo 29 de mayo de 2011. Desde múltiples puntos del país, sus antiguos soldados concurrieron a sus exequias. No quisieron dejar de rendirle los últimos honores a aquel Zorro de las Piedras, que había elevado a los infantes de su unidad a la categoría de una leyenda.