viernes 22, noviembre 2024
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Comercio y Justicia 85 años

Aquel primer viernes de abril de 1982

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Por Luis R. Carranza Torres (h) / Ilustración: Luis Yong

El desembarco de tropas argentinas en la capital de las islas Malvinas en la madrugada del viernes 2 de abril de 1982 fue un acontecimiento poco esperado por todos y varios de sus entretelones permanecen todavía casi desconocidos.

Inicialmente, el desembarco estaba previsto para el 1º de abril pero un fuerte temporal en el Atlántico, con vientos de 45 nudos, demoró el avance de la Fuerza de Tareas 40, obligando a postergar por 24 horas la operación.

En el anochecer del 30 de marzo, la IX Brigada Aérea, situada en Comodoro Rivadavia, vio el arribo de varios aviones Hércules C-130, de transporte militar, que comenzaron a descargar hombres y material bélico. Los recién llegados, que vestían uniformes verdes de combate, en vez del tradicional celeste aeronáutico de servicio diario, pronto colmaron todos los alojamientos disponibles en la unidad. Dicho contingente de elite desembarcó por vía aérea, con todo éxito, en el aeropuerto de la capital malvinense, 36 horas después.

La toma de los puntos vitales en la capital y alrededores, por parte de las tropas argentinas, se vio facilitada por la conducta del gobernador inglés, Rex Hunt, quien concentró todas las tropas de marines ingleses para custodiarlo a él en la Casa de Gobierno, desprotegiendo áreas claves como el puerto, la pista de aterrizaje y el sistema de comunicaciones.

La resistencia a las fuerzas argentinas fue encomendada entonces a una unidad de reserva local conformada por kelpers quienes, pese a todas las declamaciones anteriores y posteriores, demostraron muy poco interés en defender las islas. Apenas algunos de ellos dispararon brevemente antes de arrojar sus armas y entregarse.

Luego de pedir que llevaran a un lugar seguro a su familia y el cuadro de la reina, Rex Hunt se guarneció debajo de su escritorio junto a su asistente. Sufría en carne propia el resultado de sus mensajes alarmistas enviados a Londres sobre el desembarco de operarios de una empresa privada argentina en las islas Georgias, desarmados, respecto de los que aseguró a sus superiores que se trataba de una invasión militar armada. Tales cables alarmistas, filtrados luego a la prensa por sectores en el gobierno inglés ligados al lobby de la monopólica Falkland Islands Company -dueña de casi todo en las islas-, había hecho escalar el conflicto hasta llevar a la guerra a ambas naciones. Por ello, al llegar a Londres, se lo excluyó de toda participación en los actos subsiguientes respecto de Malvinas.

Había en las islas 19 argentinos, cantidad que incluia a dos niños y dos mujeres. Hunt ordenó tomarlos como rehenes, en contra de todo lo escrito en la Convención de Ginebra. Fueron conducidos, encañonados por royal marines, al salón de baile que se ubicaba encima del correo, en la avenida costanera. Allí se los obligó a quedarse alineados contra una pared, con las manos sobre la cabeza. Les quitaron el calzado y las medias. Cuando alguien rogó, en mal inglés, que por favor le permitieren ir al baño, los marines le contestaron que se hiciera encima. “A todos nos trataron con mucha violencia”, relataría después uno de los rehenes, Juan Alberto Albarini, en una nota en la revista Gente.

Los comandos navales argentinos que sitiaron la Casa de Gobierno no pasaban de 20, pero el fuego que hacían hacia las partes altas del edificio era tan graneado, que los militares ingleses dieron por seguro que al menos un batallón estaba sitiando el lugar. Tampoco repararon en que se buscaba rendirlos sin producirles bajas, por eso la dirección de todos los disparos.

Aun antes de efectivizarse la rendición del gobernador inglés, en su avance, los soldados de la fuerza de desembarco comenzaron a colocar banderas argentinas en cuanto lugar fuera posible hacerlo. Por esos días, para estupor de los encargados del área, se descubrió que se habían agotado las existencias de la enseña patria en los depósitos de la Subintendencia de Puerto Belgrano.

Por último, permítaseme un recuerdo personal. El 2 de abril de 1982, mi hermano menor y yo estábamos junto a nuestro padre, Luis Roberto Carranza Torres, entonces subdirector del Registro Civil de Córdoba, en el edificio de ese organismo de Av. Colón, esperando que se hiciera la hora para ir al colegio. Serían poco más de las siete de la mañana cuando, por los diarios, papá se enteró, como la mayoría de los argentinos, del suceso. Lejos estábamos nosotros, con 10 y ocho años, de saber lo que ello implicaba. Tampoco podíamos tener idea entonces de que papá se ofrecería de voluntario en la contienda y que sería designado director del Registro Civil que se planeaba instalar en Puerto Argentino.

La guerra, de muy distintos modos, comenzaba para muchos. Fueran propios o extraños, grandes o chicos, participantes o espectadores.

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